La noche final, novela por entregas/1

Día a día, Infobae Cultura reproducirá esta ficción inédita que se desarrolla en el marco de una misteriosa disminución de oxígeno que avanza desde la Patagonia. La obra, que transcurre dentro de un hospital, es una reflexión sobre los conflictos humanos y cómo las personas enfrentan las grandes tragedias

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Gonza estira el brazo, mantiene la mano suspendida sobre el despertador, duda, pero el brazo cede, el dedo aprieta el botón, el sonido desaparece y la mano vuelve despacio a la placidez de la almohada.

La persistencia de una sirena cercana lo despierta un rato más tarde. Se sienta al borde de la cama y mira el reloj. Le arden demasiado los ojos, se nota pegajoso, turbado, muy cansado todavía, pero hace el esfuerzo para ponerse de pie y camina lento hasta el baño para detenerse frente al espejo. Los rulos aplastados, los ojos saltones, las gotas de transpiración le cubren la frente y caen por las mejillas hundidas sobre la barba de dos días. Sabe que llegará tarde al hospital, pero igual opta por una ducha ligera antes de salir.

Deja el edificio unos minutos después, sin desayunar, con los rulos estirados goteando sobre la remera fucsia. Cruza la calle por la mitad de la cuadra y continúa por la sombra hasta el portón de la cochera. Lo abre del todo y se encamina hacia el fondo. A mitad del trayecto, una paloma gris en el piso. Rígida, inmóvil, con las patas estiradas hacia arriba.

Cuando está por llegar al auto, otra. La esquiva sin detenerse, da los últimos pasos y llega al coche. Junto a la rueda delantera, una más. Aletea y se sacude convulsivamente entre la rueda y la columna del tinglado. Blanca, con algunas plumas azules a los costados, de las comunes.

Gonza se agacha para tomarla con las manos, la deja parada y le pregunta qué le pasa. La paloma cae aleteando de costado. Vuelve a intentarlo y sucede lo mismo, aunque esta vez la paloma deja de aletear. Gonza no se resigna, prueba por tercera vez, pero cuando la está levantando detiene el movimiento. La cabeza cuelga inerte del cuello estirado. Entonces la deja junto a la columna y vuelve a observar el piso del estacionamiento. Dos más debajo de una camioneta y tres o cuatro al fondo, en el rincón. Se pone de pie y levanta la vista hacia la torre de la catedral. Varias en el borde de la cúpula, tres en la parte horizontal de la cruz y una en la punta. Y justo esa, la de la punta, en el momento en que Gonza la mira, empieza a desplomarse. Rebota en la parte sobresaliente de la cruz, golpea sobre la torre, resbala hasta el techo de la catedral y desaparece en el patio lateral del Obispado. No la ve estrellarse, pero imagina el golpe seco mientras abre la puerta del auto y sube negando con la cabeza.

Otro infeliz envenenando palomas, como el loco de los perros, cada día más chiflados acá. ¿Qué le pueden molestar las palomas? Ensuciarán las paredes, cagarán un poco. ¿Qué tiene de malo?, se pregunta saliendo de la cochera para atravesar el centro de Neuquén e ir al hospital.

Va despacio, muy lento, la circulación se detiene en una esquina, la calle repleta de autos, apenas se mueve la fila. Supone que el microcentro estará peor y se pregunta por qué no va en colectivo. Tardaría lo mismo, tal vez menos. Avanza un poco más. Llega a plaza, el semáforo en verde, marcha unos metros, pero no alcanza a cruzar. Transpira, espera, verde otra vez, avanza, pero frena para darle paso a la ambulancia. La sigue una hilera de autos, ninguno respeta el semáforo.

Todos los años lo mismo para esta fecha, la gente desesperada a último momento, a todo el mundo se le ocurre salir a las corridas, piensa a la vez que se le presentan sus hijos. Debería haberles comprado algo para Navidad, los chicos siempre esperan la sorpresa de Papá Noel, aunque ya sepan.

A la tarde, a la tarde sin falta se dará una vuelta por el centro, ya sabe lo que quieren. O va con ellos, ya verá, quedan varias horas para decidirlo.

Avanza para cruzar, pero se le anticipa otro vehículo de la derecha. Gonza le grita, un insulto breve, espontáneo. Atrás del auto siguen pasando otros. De nuevo rojo. Gonza suspira, le falta el aire, abre la ventanilla y gira la cabeza hacia la plaza.

Amontonamiento alrededor de un hombre en el piso. Gonza detiene la mirada en el pasto, debajo de un árbol. Varias palomas inmóviles. Levanta la vista hacia el palacio municipal. Ninguna en el techo, tampoco en Tribunales ni en los demás edificios. Vuelve al hombre del piso, dos personas se agacharon para ayudarlo. Verde otra vez, alcanza a cruzar, pero a la mitad de la cuadra se interrumpe la marcha nuevamente.

Más de media hora para transitar quince cuadras. Le parece que la temperatura ha pasado los cuarenta grados. Se va a acercando al hospital, mira el reloj del tablero, diez y diez, dos horas tarde, deberá aguantarse otro llamado de atención.

Tendría que haberme quedado en casa, murmura. Avisaba por teléfono que no podía ir, tomaba mate piola, salía a comprar tranquilo y llevaba a los chicos a comer hamburguesas. De paso Lucre podía hacer sus cosas con tiempo, dice y se detiene. Justo después de nombrarla, se detiene.

La imagina gritándoles a los chicos, corriendo de una habitación a otra del departamento, preparando todo para la noche, para ir al country del hermano.

¿Y a qué voy a ir? ¿A qué carajo voy a ir yo al country? ¿A ver la cara de culo que me pone Lucrecia cada vez que digo algo? ¿A que me pregunten dónde voy a veranear? No sé dónde voy a pasar el veinticinco y quieren que sepa dónde voy a ir de vacaciones. Ni en pedo, ni que me lo pidieran los chicos. A pescar con el Pelado me tendría que ir. O con una mina a la cordillera, en carpa hasta el primero de año con una pendeja de veinte. Eso tendría que hacer.

Una cabañita frente al lago y salgo a pescar temprano. A la tarde una buena caminata y todas las noches un asadito al aire libre, con un buen vino, mientras charlamos y miramos el fuego. Tranqui, bien piola, lejos de todo esto.

Otro semáforo en rojo, más embotellamiento y más palomas y pájaros en el piso. Pero qué mierda pasa, pregunta en voz alta y enciende la radio.

Debería haberme quedado, un día que falte al laburo no pasa nada. Presento certificado y listo, si todos hacen lo mismo… ¿Y los bebés? Los bebés no tienen la culpa, hay que atenderlos igual. El locutor interrumpe los pensamientos de Gonza:

“Repetimos: Las autoridades acaban de anunciar la suspensión de todas las actividades previstas para el día de la fecha, aconsejan a la población no salir de sus casas ni utilizar vehículos para circular por la vía pública. En instantes, más noticias sobre lo que está aconteciendo”.

¡Hubieran avisado antes, siempre tarde las autoridades, para todo tarde estos pelotudos! Hasta un idiota se da cuenta que no conviene salir hoy, pero uno tiene que hacer las cosas igual.

Otra ambulancia cerca.

Los autos se abren hacia los costados, circulan a paso de hombre, el semáforo cambia a verde, la ambulancia se aproxima, Gonza acelera, logra adelantarse un par de metros y frena. El locutor otra vez: “Reiteramos la noticia, debido a la complicada situación que se registra en toda la región desde las primeras horas…”, está diciendo el locutor cuando Gonza siente un golpe brusco en el coche. El auto se mueve violentamente y embiste al Bora que está adelante.

¡La concha de tu hermana!, grita Gonza mirando por el espejo retrovisor a la camioneta blanca que acaba de embestirlo.

¡Pero qué hacés tarado, no viste que frené!, grita bajándose del auto. El del Bora se acerca también. El conductor de la camioneta está con la cabeza apoyada sobre el volante, entonces Gonza le golpea el vidrio.

—Frené y me chocó de atrás —le explica al hombre del Bora, que ya está junto a él. Un joven corpulento, en musculosa y bermudas, con los brazos repletos de tatuajes.

—¿Qué le pasó a este pelotudo? —pregunta el de los tatuajes.

—¡Un pedo bárbaro debe tener, mirá cómo está! —dice Gonza y le vuelve a golpear el vidrio. El conductor no se mueve, la sirena de la ambulancia persiste a pocos metros, los autos no encuentran espacio, imposible circular.

Como el conductor no responde ni se mueve, Gonza abre la puerta de la camioneta para preguntarle si se golpeó. El hombre gira la cabeza, los mira boqueando y se lleva las manos a la garganta.

—¡Llamá al médico de la ambulancia!, decile que tenemos una emergencia— grita Gonza. El de los tatuajes corre hacia la ambulancia.

Gonza asiste al hombre hasta que llega el médico. El médico pide ayuda para sacarlo del vehículo, lo bajan por la puerta del acompañante y lo acuestan sobre la vereda.

—Me parece que es un infarto —dice Gonza.

El médico lo revisa rápidamente, le toma el pulso, le mira las pupilas.

—¡Otro más!, un desastre esto —dice.

Gonza regresa al auto. Los bocinazos continúan, el reloj del tablero marca diez y media, el locutor habla: “los vuelos se encuentran cancelados hasta nuevo aviso. Repetimos, por favor, no salgan de sus casas, ya comunicaremos cómo proceder apenas tengamos información”.

Gonza decide dejar el auto para continuar caminando. Lo enciende y logra acomodarlo a un costado. Luego camina hacia el médico y le pregunta qué pasa que por la radio piden que la gente no salga.

—No se sabe, parece que hubo un escape tóxico —responde el médico mientras asiste al hombre tendido en el piso.

Gonza gira y localiza al de los tatuajes, le explica que ya debería estar trabajando y le pide que tome los datos de la camioneta así hacen el reclamo juntos. Le deja su número de celular y le explica que él tiene seguro, de alguna manera van a arreglar todo, pero que ahora debe irse rápido porque lo están esperando en terapia intensiva.

Gonza se aleja esquivando los coches amontonados, que siguen tocando bocina, cada vez se atascan más, la gente se baja, deja las puertas abiertas, buscan la sombra de los árboles.

En la esquina, otro hombre en el piso, también descompuesto. Gonza continúa caminando, saca el celular para mirar la hora. Apagado. Lo enciende. Avanza rápido observando la pantalla, transpira, se agita, se marea. Disminuye la marcha para no agitarse tanto. Marca en el teclado del celular y espera.

—Hola Lucre, soy yo.

—¿Qué pasa?

—Estoy yendo para el hospital.

—¿A esta hora recién vas?

—Sí, se me hizo tarde.

—Me imagino, saliste temprano para hacer las compras y…

—No te imagines nada, anoche fui a lo del Pelado a ver la final de la Libertadores y se nos hicieron las dos de la mañana. ¿No me vas a felicitar?, otra copita para el rojo.

—Sí, copitas las que se habrán tomado ustedes.

—Nada que ver, tomamos un par de cervezas, pero pensá lo que quieras, total…

—¿Para qué llamas?

—Para saber cómo están los chicos.

—Duermen.

—Te aviso que el centro es un quilombo, no vayas a salir en auto que no se puede ni andar, además parece que hay algo tóxico en el aire.

—Estaba esperando a la chica para salir, seguro que ahora llama y me pide el día, total, excusas nunca le faltan. Y hoy es 24, no es feriado, no me puede dejar acá plantificada.

—Por ahí no pudo llegar, no sabés lo que es el centro.

— Hubiera salido más temprano…, vos siempre defendiendo a los demás.

—Fuera de joda, además un tipo recién me chocó y me hizo mierda el auto, por eso te llamaba, no voy a poder pasar a buscar a los chicos.

—¡Ya me parecía, ya me parecía!

—En serio, tuve que dejar el coche en la calle.

—Igual podés venir en taxi, vos les prometiste…

—Escuchame Lucre.

—Yo sabía que no ibas a cumplir, ¡ves lo que digo, te comprometés con una cosita y…!

—¡Pará un poco!, no te estoy diciendo que algo pasó, prendé la tele y vas a ver. Si para la tarde está todo bien los paso a buscar y los llevo a comprar juguetes o lo que quieran, vos despreocupate.

—Son ellos los que se desilusionan, yo ya estoy curada.

—Hagamos una cosa, te llamo al mediodía y te aviso cómo viene la mano, por las dudas no salgas, un quilombo va a ser hoy. Te dejo que voy llegando al hospital, después llamo, chau.

—Esperá, esperá, escuchame, recién me habló tu vieja, dice que te llama al celular y no la atendés.

—Lo tenía apagado.

—Bueno, hablale, algo le pasó a tu papá.

—Okey, ahora la llamo, te corto porque no escucho nada, todos tocando bocina acá —dice Gonza deteniéndose en la vereda del hospital.

Un grupo de personas se dirige a la entrada. Amontonamiento alrededor de la puerta principal, la gente empujándose, gritando. Gonza decide ingresar por el estacionamiento. Circula entre los autos hasta la puerta blanca, abre y cruza al patio interno.

Cuando está por llegar al otro lado se siente agitado y se recuesta contra la pared para recuperarse. Recuerda lo que dijo Lucrecia sobre su madre y saca el celular para llamarla. No responde. Intenta otra vez. Lo mismo. Decide entrar y llamar después.

Va hasta el vestidor del servicio, se pone el ambo azul y cuelga la ropa en su locker, junto al traje y la peluca verde de payamédico. Sale apurado hacia la sala de Neonatología y saluda como siempre al entrar: Bueeenas, dice desde la puerta.

Nadie responde.

Tres salas vidriadas alrededor del office de personal. Cerca de la puerta de entrada, a la derecha del office, las cunas de pre alta; en el sector medio, al fondo del salón, las incubadoras de engorde; y a la izquierda, el sector de los críticos, el más aislado y complejo. Dieciocho incubadoras en total, todas ocupadas.

Mira hacia la derecha, la puerta del baño entreabierta. Da otro vistazo rápido a la sala y le llama la atención que haya una sola enfermera. Gonza se dirige al office, sus oídos se van acostumbrando al sonido de las máquinas, al murmullo del instrumental, empieza a diferenciar los bips, los respiradores mecánicos y la música suave que proviene del mostrador del office. Siempre la 99.4. Siempre que Victoria está trabajando en la sala.

Victoria gira y suelta un gesto espontáneo que parece una sonrisa. Gonza vuelve a la entrada para lavarse las manos.

—¿Cómo anda mi reina? —pregunta frotándose las manos.

—Hola, ¿cómo andás? —contesta ella cortante.

Gonza nota algo raro en la respuesta y la vuelve a mirar. Está como siempre, con el pelo recogido en una colita y los ojos apenas pintados.

—¿Estás sola? —pregunta Gonza sorprendido.

—Sí, la doctora salió hace un rato y todavía no volvió; Sonia y Raquel terminaron el turno, se fueron pensando que las chicas ya venían, pero Cami recién avisó que está descompuesta, seguro que presenta certificado, como siempre. ¿Y quién se queda?, la boluda, ¡quién se va a quedar!

—Seguro que vienen retrasadas, no sabés lo que son las calles, mirá la hora que se me hizo a mí, además choqué acá a dos cuadras, por eso llegué tarde, un quilombo el centro, te aviso por si tenés que ir a algún lado.

—Ni me lo digas, de acá me iba a hacer las compras.

—¿Y por qué no compraste antes?, viste que para esta fecha…

—¡Porque no tenía plata, por qué va a ser!, si recién ayer nos depositaron el aguinaldo, ¿o no sabías vos?

—Bueno mi reina, no se enoje conmigo que no tengo la culpa de que las chicas no lleguen.

—Es que no sabés la noche que tuvimos, y la doctora no pudo hacer nada en toda la mañana, vino re descompuesta, y yo a las ocho me tendría que haber ido, ¿se llegan a enterar de arriba que las chicas se fueron sin esperar el reemplazo?

—Ya van a llegar, ya van a llegar.

—Igual, nadie se puede ir antes de la sala, aunque sea el día que sea, todos vivos acá, total, siempre hay una tarada…

Gonza va secándose las manos mientras se acerca a Victoria.

—Un besito —le dice y se inclina apuntándole a la boca, pero ella le presenta la mejilla, gira y vuelve rápidamente a los biberones que dejó sobre el mostrador.

—Voy a tener que alimentar yo mientras viene alguien, si no…

Gonza termina de secarse las manos, hace un bollo con el papel, lo tira desde el mostrador, emboca en el cesto de la basura y eleva los brazos para festejar. Victoria sonríe. Una sonrisa tibia, un gesto que no logra ocultar lo que Gonza advierte. Supone que hubo alguna novedad en la búsqueda de Victoria, quizá en estos últimos días pasó algo importante y él no se enteró. Entonces deja para otro momento el chiste y opta por una pregunta:

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¡Cómo nada!, estuviste llorando, algo te pasa.

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