Lo que resta de la vida, novela por entregas/16

Día a día, Infobae Cultura reproduce esta ficción inédita del autor de “Más liviano que el aire”. Finalizada a comienzos de febrero, la obra del escritor argentino indaga sobre el lugar que ocupa la muerte en las ciudades y en cada uno de nosotros. Un libro que al escribir la muerte, no hace otra cosa que hablar de la vida

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Diego no se va de mi lado. Aunque haya apoyado mis pies a una altura perfectamente inalcanzable para su boca. Se queda. Debajo de mis pies o merodeando en los alrededores. Soñando con que yo me olvide y en algún momento de distracción los baje. Incluso, a veces miente que se va a pasear por el jardín, pero apenas escucha que los bajo, viene corriendo con inocultables ganas de morderme.

Los primitivos habitantes de las islas Galápagos, cuenta Charles Darwin, sabían que las tortugas eran muy inteligentes.

Y tenaces.

También creían que eran eternas. Para ellos, solo morían cuando ellos las mataban para comérselas o para hacer aceite con su grasa. O cuando se suicidaban, tirándose desde los acantilados.

Por aquellos años de agricultura pujante, hacia finales del siglo XIX, llegaron bastantes más inmigrantes europeos a mi pueblo: italianos, españoles, croatas, polacos, irlandeses y franceses. Ellos fueron los que compraron la mayoría de los terrenos en el nuevo cementerio católico, también denominado oficial, y construyeron las lujosas bóvedas que uno encuentra apenas ingresar en la avenida principal.

Hay algo extraño en el asunto, sin embargo.

Como una súbita necesidad de convertirse al catolicismo.

Varias de esas bóvedas pertenecen hoy a las familias de los primeros colonos suizos. A aquellas familias que, cuando eran pobres, enterraron a sus muertos en el cementerio disidente.

Y queda, todavía, otra cuestión por lo menos igual de extraña.

Las nuevas bóvedas de los recientes católicos, les dan la espalda a las lápidas protestantes. Le dan la espalda a su propio pasado familiar. Miran hacia el este. Hacia la salida del sol.

Si existe un momento en el cual todos los seres humanos somos iguales, es en el momento en que dejamos de existir. La muerte empareja las diferencias, hayan sido las que hayan sido durante la vida.

Sin embargo, ahí están los cementerios.

Para intentar que algo tan obvio no ocurra.

Descendientes de alemanes separados de descendientes británicos por un muro blanco y un portón que permanece cerrado con doble llave. Protestantes separados de católicos por un paredón sucio y una puerta artística.

Y ricos separados de pobres.

En mi pueblo de manera evidente, pero en el resto de los cementerios también.

Sospecho que el señor Fraga debe haber hecho un buen negocio al venderle la bóveda a mi bisabuelo. No creo que el hombre no se diera cuenta de que poseía aquello a lo que, en el fondo, aspiraban todos los nuevos ricos del pueblo: la enorme bóveda que daba inicio a la avenida principal. El sitio valía su dinero. Significaba, en términos pueblerinos, ubicar a la familia, y hasta la eternidad, en el lugar estelar del cementerio.

La cúpula con el ángel sería lo primero que viera cualquier visitante.

Y eso valía su dinero.

Si bien todavía en mil novecientos siete se podía comprar uno de los terrenos que quedaban sin edificar y construir la más grandiosa y lujosa de las bóvedas, el efecto visual de ocupar el primer lugar en la fila era insoslayable.

El destino final de los muertos resulta siempre un asunto que deciden los vivos. Las comisiones administradoras de los cementerios, los obispos, las autoridades políticas y el dinero. Sobre todo el dinero de la familia de los muertos. Aunque a veces, solo a veces, como en el caso de mi tatarabuelo José Vizca, los que decidan el destino final de sus restos sean los mismísimos muertos cuando todavía estaban vivos.

Mi madre me interrumpe. Para avisarme que acaba de conseguir un turno con la otorrinolaringóloga. Y enseguida agrega que la tengo que acompañar, que no quiere ir sola, que necesita audífonos, que no escucha bien desde hace años y que una de sus nuevas amigas le contó que ahora vienen unos aparatos que no son tan grandes como los de antes, que casi no se ven, que quiere esos, que el turno es para dentro de una hora. Diego, mientras tanto, aprovecha que me distraigo con los dichos de mi madre y bajo el pie izquierdo. Esta vez me muerde el talón.

En La vejez, Simone de Beauvoir dice que sus primeros síntomas tienen que ver con la impresión de que cualquier dolor menor o cualquier molestia insignificante nos llevan, de inmediato, a pensar que vamos a morir.

Bastante después es que comienza el verdadero deterioro.

No dice nada, en cambio, de los extremos emocionales por los que atraviesan los viejos. Inés, por ejemplo, puede pasar de quejarse de su soledad, de lamentarse de sus achaques, de querer morirse de una vez por todas, a reclamar un perfume o a querer ponerse audífonos para volver a escuchar el canto de los pájaros. Simone no dice una sola palabra de esos violentos cambios emocionales que se producen en la vejez. Quizá porque, al igual que yo esta tarde, cuando se sentó a escribir su exhaustiva investigación, no era todavía lo suficientemente vieja como para notarlos en sí misma.

La vida y la muerte quedan muy cerca cuando somos viejos. Demasiado cerca. De a ratos amigas íntimas, de a ratos enemigas irreconciliables. Mi madre ha vuelto de la médica con sus audífonos. Había perdido buena parte de la audición de los sonidos agudos, no así de los graves. Y se sienta a mi lado. Bajo el alero del jardín. Quiere escuchar otra vez el canto de los pájaros.

Debajo del arco de ingreso a lo que fue el primitivo cementerio, hay dos escalones cubiertos con placas de mármol. La mayoría de la gente que va a visitar a sus muertos y necesita subir esos escalones, quizá no sepa la razón por la que una de las placas de mármol está quebrada en varias partes y gastada mucho más que las demás. Tampoco sabe, si mira de casualidad unos diez metros hacia la derecha, a qué familia pertenecía una bóveda blanca que está en muy malas condiciones, sin puertas y con sus paredes destrozadas.

Ambas cuestiones, el escalón y la bóveda, están íntimamente ligadas entre sí.

Sin embargo, el pueblo se ha ido olvidando, paulatinamente, de esa ligazón. Nada es eterno. Ni siquiera el odio. O la venganza.

Mi madre disfruta. Se ríe y le pone adjetivos a cada nuevo ruido que escucha. También lamenta el haberse negado a usar audífonos, por coquetería, durante tanto tiempo. Dice que se había olvidado del canto de los pájaros. Y que va a tener que aprender, como cuando era una niña, a no asustarse ante cualquier ruido.

Mi madre disfruta de sus nuevos oídos.

Disfruta de la vida. Aunque nada sea para siempre.

La bóveda blanca ya casi en ruinas que se encuentra unos metros hacia la derecha de la vieja entrada al cementerio, guarda los restos de la familia Díaz. Fidel Díaz y Eduviges Camaño, los padres, y sus tres hijos varones: Sabino Fidel, Honorio e Hipólito. Los Díaz vivían en el campo, a unos quince kilómetros del pueblo, cerca del río Arrecifes, al lado de donde ahora está el basural adonde fueron a parar los restos de aquel vaso que solía llenarse con ginebra. Y una noche lluviosa de junio de mil ochocientos setenta, fueron asesinados a machetazos y navajazos en su propia casa por tres hombres que llegaron a caballo, borrachos, también de ginebra, en medio de la tormenta: el Negro Tomás Troncoso, el Zambo Vicente Cruz y el Rubio Nemesio Taborda.

Una verdadera carnicería.

Taborda huyó y jamás pudieron encontrarlo. Troncoso y Cruz, en cambio, fueron apresados bastante rápido.

El Zambo se suicidó en la cárcel, después de escribir varios poemas místicos solicitando la clemencia de Dios. A Tomás Troncoso, el Negro, lo fusilaron en agosto. En mi pueblo. Frente a una multitud de vecinos enardecidos y contra el paredón que lindaba con la iglesia. Y su cuerpo fue enterrado, de pie, en la entrada vieja del cementerio. Para eso hubo que remover la placa de mármol que cubría uno de los escalones. La que está quebrada en partes y también está más gastada que las demás. El motivo de que esté más gastada es que, durante años, mientras el pueblo conservó la memoria de aquellos asesinatos, al ingresar, los visitantes pisaban ahí.

Justo ahí.

A propósito.

Sobre la cabeza del Negro Troncoso.

Los saberes, entre otras cosas, son aquello que define nuestra pertenencia a un cementerio. No conozco ninguna historia de los descendientes de alemanes que están enterrados en la Chacarita. Y sé todavía menos del cementerio berlinés, de hecho estuve buscando durante días una tumba que no estaba allí.

Aunque, de todos modos, no creo que ningún saber acerca de nada importe demasiado a la hora de morir.

De la historia del crimen de los Díaz sé más cosas. Sé que el móvil fue el desprecio de la familia Camaño por Tomás Troncoso. Sé, además, que los Camaño eran los más ricos del pueblo por aquel entonces, que habían criado a Troncoso y que Hipólito, el más chico de los tres hermanos Díaz, no murió esa noche. Supuestamente lo habían destetado y estaba con la hermana de Eduviges. Aunque, también, he escuchado que el destete no era tal, que en realidad Hipólito era un hijo no deseado por los ricos y blancos Camaño. Un hijo que había nacido del amor prohibido entre la hermana de Eduviges y el Negro.

Algo de esto último debe haber.

Hipólito vivió solo y apartado del pueblo durante toda su vida. Nadie lo frecuentaba, como si se tratara del hijo del diablo. Y murió de viejo, internado en un asilo de ancianos.

Lo otro que no sé, y que me encantaría saber, es si Troncoso fue enterrado con los ojos abiertos y enfocados hacia la blanca bóveda de los Díaz. No me extrañaría nada que fuera así.

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