Lo que resta de la vida, novela por entregas/15

Día a día, Infobae Cultura reproduce esta ficción inédita del autor de “Más liviano que el aire”. Finalizada a comienzos de febrero, la obra del escritor argentino indaga sobre el lugar que ocupa la muerte en las ciudades y en cada uno de nosotros. Un libro que al escribir la muerte, no hace otra cosa que hablar de la vida

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(Shutterstock)
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Teresa me despierta con un mensaje. Me envía una foto en la que está ella junto a Victoria. Sentadas a una mesa, tomando café, en la terraza del Strauss. Riéndose y cubiertas con toda la ropa que encontraron en sus respectivos armarios. El mensaje, debajo de la imagen, cuenta que la llevó a Vic a conocer mi bar berlinés preferido.

Me quedo un rato con la cabeza en Berlín y su cementerio. Más precisamente en sus bancos. ¿Por qué en el cementerio de mi pueblo no hay bancos? Ayer, mientras mi madre rezaba un rosario dentro de la bóveda, cerca del ataúd de mi padre, salí a pasear y no encontré uno solo. Me habría gustado sentarme frente a la columna que sostiene el busto de José Vizca. Y, sobre todo, me habría encantado sentarme un rato largo frente a las lápidas del cementerio protestante.

Pero no.

A nadie se le ocurrió colocar bancos.

Da la impresión de que en mi pueblo la gente no necesitara quedarse algún tiempo fumando o leyendo sentado entre los muertos; que solo se trata de hacer visitas cortas, muy exactas, dejar las flores que se llevaron a tal efecto y, a lo sumo, rezar alguna oración por la suerte de las almas de los destinatarios de esas flores.

Escribo debajo de un alero en el jardín de la casa de mi madre. Desde hace un par de horas. Inés recién acaba de levantarse, abre la puerta de la cocina, me saluda con un buen día y enseguida le grita a Diego. Tiene un pedazo de pepino en su mano. La tortuga sale de la casita que le ha armado Inés, se acerca hasta ella y recibe su desayuno.

Mi madre le acaricia las patas.

También la cabeza.

Y yo hago un necesario paréntesis en lo que venía escribiendo. El momento lo merece. La relación que han establecido, mi madre y la tortuga, creo que lo merece.

Frente al busto de mi tatarabuelo José Vizca, hacia la izquierda, se abre un angosto pasillo entre bóvedas que termina en el cementerio protestante. Y a diferencia de lo que ocurre en la Chacarita, entre descendientes de alemanes y descendientes de británicos, en mi pueblo la puerta que divide a los católicos de los reformistas está siempre abierta.

Aunque también hay placas.

Como en la Chacarita. Varias placas que cuentan una historia de desavenencias.

La primera de las placas, ubicada sobre la columna que sostiene la puerta, dice Sector evangélico creado en 1863. La segunda placa, sobre la otra columna, se interna un poco más a fondo en la historia de la separación de los dos cementerios: En 1923, el municipio abrió paso entre ambos sectores instalando esta artística puerta de hierro remachado.

La puerta.

No sé si es tan artística.

De una sola hoja, de poco más de un metro de ancho y un metro y medio de altura, pintada de negro, tiene apenas un par de figuras caladas en el hierro. Pero está abierta, claro. Un adelanto respecto de la Chacarita. Después de estar clausurado el paso durante sesenta años, finalmente las autoridades decidieron abrir un paso entre los dos cementerios. Y mantenerlo abierto, sobre todo.

Lejos de la artística puerta de ingreso, otra placa arroja algo más de luz acerca del asunto:

Este sector, denominado también “disidente”, fue establecido hace un siglo y medio fuera del camposanto católico según la voluntad del obispo Mariano Escalada y el gobierno. Aún puede verse cómo le dieron la espalda las sepulturas bóvedas de la necrópolis oficial. En 1899 alcanzó su actual superficie de 1171 metros cuadrados.

Mi madre se sienta cerca de donde estoy escribiendo. Me habla. Sabe que no la escucho. Lo sabe perfectamente. Pero igual no para de hablar. También sabe que no me molesta, que me gusta oír su voz, de fondo, aunque no la escuche. Sabe, mi madre, que me gusta tenerla cerca.

La iglesia católica y los gobiernos. Una historia recurrente de la Argentina. Y un obispo que, magnánimo, decide un buen día del pasado que ya está bien, que se puede abrir una puerta artística entre los muertos de distintas religiones.

Mi chozno Ignace fue enterrado allí.

Evidentemente, el hombre era protestante.

Su hijo Stéphane o su nieto Emilio, mi bisabuelo, tienen que haber sido aquellos que modificaron para siempre las creencias familiares. Quizás el no adherir a la religión católica constituía algún tipo de impedimento a la hora de hacer dinero. Quizá. Se me ocurre. No lo sé a ciencia cierta. Se trata apenas de una intuición.

Interrumpo la escritura acerca del paseo de ayer por el cementerio protestante para dar cuenta de lo que acaba de contarme mi madre. Tuve que prestarle atención, no podía dejar de hacerlo, era demasiado tierno lo que estaba contándome.

Cuando Diego se despertó de su largo sueño invernal, y por culpa de la sequía, no encontró tiradas en el suelo del patio las flores de la rosa china que tanto le gustaba comer durante el verano pasado. No había. Y dice mi madre que se enojó con ella, que seguramente pensó que se las había escondido para que no las comiera. Diego tiene su carácter, afirma mi madre. Y ese mal carácter lo llevó a la equivocada conclusión de que ella le negaba las flores.

A los pocos días, llovió con ganas.

Y la planta explotó de flores.

Entonces, ella le juntaba todas las mañanas un par y se las alcanzaba junto con el pedazo de pepino diario. Pero Diego no las comía. Se negaba. Ni siquiera se acercaba a olerlas. No la perdonaba y mi madre estaba muy triste por el malentendido.

Eso hasta el domingo pasado.

El domingo volvió a comerlas.

Y ella no tuvo necesidad de alcanzárselas junto al desayuno de pepino. La tortuga, solita, se buscó una flor y la comió. Se tomó su tiempo, pero ahora Inés está feliz, cree que finalmente Diego la perdonó.

El cementerio de mi pueblo no siempre estuvo ubicado en donde está en la actualidad. Estuvo cerca de la plaza principal primero y a unas cinco cuadras de la iglesia después, en donde hoy se encuentra una escuela industrial. Eso, después de la llegada de los españoles. Con anterioridad, los primitivos pobladores guaraníes enterraban a sus muertos en un sector de la barranca que termina en el río.

El cementerio está en donde está desde mil ochocientos cuarenta.

Aunque era mucho más pequeño, claro.

Y todavía queda, a unos cien metros de la entrada actual, el arco por el que se ingresaba antes de su ampliación.

Vivimos entre los muertos. Todos. Y no solo yo con la cercanía de mi pared de fotografías enmarcadas. Vivimos entre los recuerdos y los restos dispersos y ocultos dentro de las geografías que habitamos. El cementerio británico, por ejemplo, no estuvo siempre en la Chacarita. Cuando Juan era chico, íbamos a jugar a la plaza Primero de Mayo, cerca del Congreso. En donde supo estar, antes de su traslado, el cementerio británico.

Jugábamos sobre restos.

Restos olvidados dentro de un paisaje nuevo.

Eso respecto de lo poco que sé. No puedo imaginar la cantidad de muertos que hay enterrados, perdidos, entre las calles de una ciudad que ha sufrido tantas guerras como Berlín. No puedo por más que lo intente. Quizá, la costumbre de los sábados que tengo con mi hijo, haya nacido inconscientemente de nuestros paseos por la plaza Primero de Mayo. Y no sea una costumbre tan extraña, después de todo. Se me ocurre que caminar entre los muertos, aunque no lo sepamos, resulta bastante más común de lo que se supone.

Diego acaba de morderme el dedo gordo del pie derecho. No me dolió. Pero fue un mordisco inesperado. Traicionero. De inmediato, voy a buscar algo en donde apoyar mis pies a una cierta altura para que él no pueda alcanzarlos.

Le cuento a mi madre que está en la cocina.

Se ríe.

Dice que siempre está buscando los pies de la gente para morderlos. Y enseguida agrega que los pies de todos menos los de ella, que a ella la respeta, que no es tonto, que Diego sabe perfectamente que es quien le da de comer todas las mañanas.

La ampliación del cementerio tuvo que ver, en buena medida, con la llegada al pueblo de los colonos europeos en febrero de mil ochocientos cincuenta y seis. Doce familias de origen suizo y una de origen francés, los Jeanmaire. Trece familias que recibieron un pedazo de tierra cada una para cultivar y que, a medida que conseguían buenas cosechas, sobre todo de papas, fueron trayendo a otros parientes desde Suiza. Fue el caso de los Genoud, por ejemplo, la familia de granmamá.

El pueblo duplicó sus habitantes en muy pocos años.

Y, por supuesto, tal explosión demográfica hizo necesaria la ampliación del cementerio. Más de diez mil metros cuadrados nuevos para los católicos, apenas mil setecientos para los protestantes. Aunque estos últimos constituyeran prácticamente la mitad de la población.

Por supuesto, los reformistas comenzaron a ocupar su cementerio bastante antes de que los católicos ocuparan la zona recién ampliada que se les había asignado. Una cuestión bastante lógica: mientras los extranjeros necesitaban de ese novedoso espacio para enterrar a sus muertos, no tenían otro, la mayoría de los católicos que morían ya tenían sus bóvedas familiares dentro de los límites del cementerio antiguo.

Los europeos cavaron sus fosas.

Y dispusieron allí a sus muertos, con una lápida encima que avisaba de quién se trataba en cada caso.

Lo hicieron en perfecto orden, a la manera que solían hacerlo en Suiza. Lo que ignoro por completo es la razón que los llevó a orientar las tumbas hacia el oeste, hacia la puesta del sol. Supongo que no se trató de ningún motivo religioso, que solo tuvo que ver con el hecho de que ingresaban al cementerio desde ese lado y preferían encontrarse de frente con sus muertos.

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