Lo que resta de la vida, novela por entregas/14

Día a día, Infobae Cultura reproduce esta ficción inédita del autor de “Más liviano que el aire”. Finalizada a comienzos de febrero, la obra del escritor argentino indaga sobre el lugar que ocupa la muerte en las ciudades y en cada uno de nosotros. Un libro que al escribir la muerte, no hace otra cosa que hablar de la vida

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Ningún hombre, ninguna mujer, nadie que viva mucho tiempo escapa a la vejez: se trata de un fenómeno ineluctable e irreversible. Y aunque la vejez concluya siempre en la muerte, como avisa Simone de Beauvoir, hay instancias diferentes en ese camino inexorable.

Inés se sabe vieja.

Yo también he comenzado a saberlo de mí mismo.

La diferencia fundamental entre nosotros, me parece, no tiene tanto que ver con los casi veintiséis años de edad que nos separan. Tiene que ver, estoy convencido, con que Inés es mi madre y que, para los ojos de mi madre, yo nunca dejaré de ser un nene. Su nene. El suyo. Su nene inmortal.

Si uno se toma el trabajo de leer con atención La vejez, descubrirá unas líneas que exhiben el motivo primordial que llevó a Simone de Beauvoir a escribir esa fantástica y exhaustiva investigación en forma de libro. Es el momento en que ella cuenta, como al pasar, que va a dar una conferencia a una universidad en los Estados Unidos de América, tiene cincuenta años de edad y, cuando está ingresando al recinto en donde ofrecerá la charla, escucha que una alumna le dice en voz baja a otra que no se imaginaba que Simone fuera tan vieja.

Un golpe mortal.

Parecido al golpe mortal que me produjo, hace un par de años, en el instante mismo en el que con algún esfuerzo le confesaba mi amor a Rut, en un bar de Barcelona, Rut me respondiera entre risas que yo era demasiado viejo para ella.

La vejez empieza en la mirada de los otros. En la mirada de aquellos otros que no sean el padre o la madre de uno. Comienza como un aviso antipático que los demás nos hacen de un modo más o menos explícito. Un aviso que nos advierte acerca de la cercanía inexorable de la muerte y que, parece, a algunos nos obliga a escribir páginas y páginas sobre el asunto.

El reto de mi madre funcionó. La bóveda está impecable y no ha quedado ninguna telaraña. Apenas una, en lo alto de la cúpula, a la que evidentemente el muchacho no pudo llegar. Inés, feliz con la transformación del lugar y el poder que han ejercido sus palabras, sale a tirar los jazmines secos en un tarro de basura y a cambiar el agua del florero en donde dejará los jazmines frescos que ha traído. Yo, mientras tanto, aprovecho la soledad del momento para saludar a mi padre.

Con la palma de mi mano derecha, golpeo un par de veces la tapa de su ataúd.

También hago lo mismo sobre la tapa del ataúd de granmamá y sobre el vidrio detrás del cual se encuentra Lidya. Es mi forma de saludarlos. No he encontrado otra mejor a lo largo de los años. Y enseguida bajo al primer subsuelo, a saludar de igual manera a mi tía Lía.

Hay una fotografía dentro de un portarretrato sobre el ataúd de mi tía. La dejaron mis primas, las dos hijas de Lía, poco tiempo después de que ella muriera. Lástima las manchas que la humedad de la bóveda le ha provocado a la imagen. Ahora, apenas si se alcanza a ver algo de su cara y la parte superior del bonete que llevaba puesto aquel día.

Aquel día.

Cómo olvidarlo.

Era Madrid. Era el piso en donde ella vivía. Y era mi cumpleaños número veintidós.

Yo acababa de volver a Madrid después de pasar dos largos meses en Ibiza. Y ella estaba muy preocupada por lo delgado que me había encontrado. También, sospecho que con algo de razón, estaba preocupada por mi presente y por mi futuro. Preocupada porque no me desbarrancara. Entonces, organizó aquella fiesta. Con bonetes para todos. Y me regaló un complejo vitamínico, pastillas gordísimas que debía tomar, una cada día, durante un mes.

Hermosa, Lía.

Con su preocupación escondida detrás de su mejor sonrisa. Y debajo de aquel bonete.

Cuando subo a la planta principal, mi madre ya ha colocado el florero sobre el altar. Y noto que, junto a las flores, del lado izquierdo, hay algo que no estaba allí la última vez que visité la bóveda.

Una caja.

Le pregunto a Inés por la caja y me cuenta que son las cenizas de un amigo de mi padre; que la familia no sabía dónde ponerlas y que ella les ofreció la bóveda, que mi padre habría estado de acuerdo con que Mario estuviese tan cerca, que eran muy amigos, que se querían mucho.

Las cenizas son restos que no ocupan tanto lugar como los cuerpos. En algún sentido, constituyen una rápida solución al problema del sitio que los vivos les otorgamos a los muertos. Una ayuda al medio ambiente que no necesita de sepulturas ni de lápidas. No quitan ningún espacio a los vivos, quiero decir. Son, sin duda, el futuro de la muerte humana.

Alberto, un amigo algo mayor que yo, me contó una tarde de asado y mucho vino, el periplo que hicieron las cenizas de sus padres. Cuando murió su madre, el padre decidió cremarla. Poco tiempo después, un domingo, le pidió que lo pasara a buscar, argumentó que necesitaba que lo acompañara a hacer algo importante.

Lo pasó a buscar.

Tomaron el tren, se bajaron en la estación Aristóbulo del Valle y fueron hasta la iglesia de San Isidro Labrador en el barrio de Saavedra.

Allí, su padre tomó un puñado de las cenizas y las esparció por los alrededores de la puerta. Después, caminaron hasta una plaza cercana. Su padre iba tomando puñados de cenizas y los iba dejando en el camino. El resto de las cenizas quedaron junto a uno de los bancos de la plaza.

Lo mejor del cuento de Alberto, aquella tarde, vino después. El padre, inmigrante gallego, había sido panadero toda su vida. Un tipo rudo, que solo sabía trabajar. Un señor, como la mayoría de los señores de aquella época, incapaz de un mínimo gesto de ternura o de cariño para con nadie.

Un señor del que Alberto conocía bastante poco.

Hasta ese domingo.

La iglesia era la iglesia en la que se habían casado sus padres. El banco de la plaza era el sitio donde se habían conocido y habían conversado por primera vez. Y el camino, entre un lugar y el otro, era el camino que habían hecho, juntos, aquel día inaugural.

Así fue como Alberto se enteró de que su padre había amado a su madre.

Hasta ese domingo, siempre había pensado que habían estado juntos porque sí. Por inercia. O por costumbre. Entonces, al cabo de los años, cuando su padre murió, también decidió cremarlo y, a los pocos días, volvió a tomar ese tren, se bajó en la estación Aristóbulo del Valle y dejó sus cenizas junto al banco de la plaza en donde había conocido a su madre.

Ya es muy tarde, Inés se fue a dormir hace un buen rato. Mejor continúo mañana temprano contando el resto de lo que pasó hoy. La escritura, y sobre todo el estar todavía vivo, me permiten estos juegos fáciles con el tiempo.

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