Lo que resta de la vida, novela por entregas/10

Día a día, Infobae Cultura reproduce esta ficción inédita del autor de “Más liviano que el aire”. Finalizada a comienzos de febrero, la obra del escritor argentino indaga sobre el lugar que ocupa la muerte en las ciudades y en cada uno de nosotros. Un libro que al escribir la muerte, no hace otra cosa que hablar de la vida

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A la izquierda de la foto quinceañera de mi tía, y dentro de un marco negro y liso de plástico que compré para la ocasión, tengo dos fotos de mi padre. En una está vestido con un uniforme oscuro y una gorra de color claro. Es de sus tiempos en el colegio militar, cuando tendría unos dieciocho o diecinueve años de edad. En la otra, está subido a un caballo y yo estoy de pie, con cuatro o cinco años, apenas un par de metros por delante.

Dos de sus amores: la vida militar y los caballos.

Y yo, de pie frente a la cámara. De casualidad. O empujado hacia allí por las manos de mi madre.

Debajo, tengo la foto de uno de mis bisabuelos por línea materna dentro de un marco rectangular con sus puntas redondeadas. Oscuro, liso y convexo. El marco más bonito después del que exhibe a Strauss. El inconveniente, ahora que me fijo con algún detenimiento en él, es que no sé de cuál de mis bisabuelos por línea materna se trata. Seguramente mi madre me lo informó cuando me lo entregó. Pero no lo recuerdo. Y tuve tan poca relación con mi familia materna, que no sé si a esta altura de la vida vale la pena averiguarlo.

Mi bisabuelo aparece de cuerpo entero.

En una sala que parece un escritorio.

Mira a la cámara. Y me mira a mí. Quizá debería averiguar de quién se trata, su cara me gusta, da la impresión de haber sido un buen hombre.

Ya lo he escrito antes: la belleza me puede. Supongo que mi bisabuelo materno no está colgado en la pared por su cara, que solo está allí porque el marco en que lo encontré es hermoso. Entonces, resuelvo que eso me alcanza, que no hace falta que averigüe nada.

Inés no nació en mi pueblo. Quizás esa sea una de las razones fundamentales para que yo haya tenido tan escasa relación con su familia. De Buenos Aires pasó, a los veinte años de edad y por amor, a vivir en medio de la infinita horizontalidad pampeana. Ni siquiera en el pueblo, se fue a vivir con mi padre al campo.

Algunos veranos los pasábamos con su hermano mayor y mis primos en el campo en el que ellos vivían.

Otros veranos nos íbamos a la sierra, en Córdoba, a pasarlo con su hermana y mis otros primos.

Esa fue toda la relación que mantuve con la familia de mi madre. No mucho más. Una relación que, por esas cosas de la vida, fue perdiéndose con el correr del tiempo.

Aunque lo que acabo de escribir no sea del todo cierto. A la derecha del carnet de becaria de mi tía, tengo colgado a mi abuelo Rómulo. Si bien no lo conocí, murió dos años antes de mi nacimiento, lo siento muy cercano. Casi íntimo. Un amor que fue creciendo a medida que yo lo hacía. A medida que iba enterándome de algunos detalles gloriosos de su vida.

Rómulo no quiso ser abogado como se lo marcaba el imperativo familiar.

Quiso ser escultor.

Entonces su padre, muy rico, lo apartó para siempre de su dinero. A mi abuelo no le importó. Se casó con Delia, una chica huérfana sin fortuna, y se dedicó a hacer lo que le gustaba. O, al menos, aquello que le quedaba más cerca de lo que le gustaba.

Construyó una pequeña fábrica de muñecos.

Tengo, alrededor de mi mesa de trabajo, varios de esos muñecos.

Tres enanos de unos quince centímetros de altura. Lo que quedó de una serie sobre Blancanieves. Y también tengo un soldado, Rómulo fabricaba soldaditos para ganarse la vida. Allá por la décadas del treinta y del cuarenta del siglo pasado, un siglo repleto de guerras. El soldado que tengo a mi lado no es de los que vendía. Realizado en bronce, es uno de los que utilizaba para armar los moldes que luego cargaba con las argamasas que están descriptas en los papeles que hace poco encontró mi madre.

Delia, la mujer de Rómulo, está casi en el extremo opuesto de la pared. Su marco también es hermoso. Rectangular, en marrón oscuro y detalles tallados sobre la madera. Aunque, lamentablemente, el lado derecho está roto.

En la foto, mi abuela materna tendría unos veinte años de edad.

Deja ver su perfil derecho.

Es hermosa. Claro que, cuando la conocí, ya tenía más de cincuenta años y estaba hemipléjica a partir de un ataque de presión que había sufrido. Vino de Buenos Aires a vivir con nosotros al pueblo. Caminaba poco y ayudándose con un bastón de tres patas. Yo era muy chico. Y no me llevé nada bien con ella y su mal carácter. Una lástima. No guardo buenos recuerdos. Ninguno, en realidad. Era una suerte de resto que me molestaba. Murió cuando yo tenía nueve años.

Para ir desde la foto de Rómulo hasta la de Delia, tuve que hacer un viaje visual por muchas otras. Tengo realmente una buena cantidad de antepasados, sobre la pared. Y no sé si es que ya es muy tarde, que tengo sueño, que hace rato debería haberme ido a dormir, pero no tengo idea de quiénes son la mayoría de los que sobrepasé con la mirada mientras viajaba hacia la foto de mi abuela.

Lo sabía cuando las colgué.

Hoy ya no lo sé.

La eternidad del olvido. La forma más ordinaria de la muerte, también en mi pared. Solo reconocí la copia del daguerrotipo y la fotografía de Lidya. Ojalá se trate de cansancio. He escrito durante todo el día. Y ya está bien.

Me desperté con ganas de pedalear. Andar Buenos Aires en bicicleta la hace menos enorme, más humana, más íntima. Me encanta. La ciudad deja ver sus detalles, los acerca. Aunque es cierto que hace demasiado calor y gran parte del trayecto que me separa del departamento de Juan no tiene árboles que escondan un poco el sol.

También me siento menos resto, trepado a la bicicleta.

Más entero, más vivo.

Dueño, todavía, de mi transpiración y de algún tiempo por delante.

Llego puntual a las diez. Juan recién acaba de despertarse, tomamos unos mates y salimos. Vamos primero al cementerio británico. Hace mucho que no lo visitamos. Y había algo fundamental que no recordaba: cerca de la entrada hay una pared con los nombres de los muertos argentinos de ascendencia británica que participaron en la Segunda Guerra Mundial.

Son muchos.

Ocupan más de diez metros de largo por dos metros de altura.

Impresiona que hayan sido tantos. Y recuerdo que alguna vez Delfina, una amiga, me contó que su abuelo se inscribió como voluntario. Pero no lo aceptaron. Tenía cerca de cincuenta años. Quienes se encargaban del reclutamiento juzgaron que ya no podía ir a la guerra, que era una suerte de resto inutilizable.

Ignoro por qué, a la hora de acostumbrarnos a pasear los sábados por la Chacarita, hemos elegido visitar más el cementerio alemán que el británico. Le pregunto a Juan y levanta sus hombros. No lo dice, pero creo entender a partir de su gesto que no puede hacerse nada frente a lo mecánico y repetitivo de algunas costumbres.

Es más lindo el cementerio británico.

Está repleto de árboles y mejor cuidado.

¿Tendrá algo que ver la oscuridad del monumento alemán? ¿Puede que nos atraiga más lo incomprensible que lo fácil de comprender? ¿Puede que un obelisco negro con un águila negra con sus alas negras desplegadas nos diga más sobre la guerra que una simple pared repleta de nombres? ¿Puede que, a veces, la belleza no nos pueda?

Caminamos hasta el paredón que divide los dos cementerios. Quiero ver si durante los días de semana el portón que los une está abierto. Pero no. Está tan clausurado como cualquier sábado. También me acerco hasta la tumba del muerto alemán que hace un siglo quedó del lado británico.

Sigue ahí.

Acompañado ahora de varios de sus descendientes. Gente que, aparentemente, nunca tuvo necesidad de mudar sus restos del otro lado del muro.

A la salida, Juan encuentra una pila de folletos sobre un banco. Toma uno y lo lee en voz alta mientras caminamos hacia el cementerio alemán. El folleto avisa de las múltiples ventajas que ofrece enterrar a los muertos allí. La belleza del lugar, su tranquilidad, su cuidado y, sobre todo, el hecho de que, hoy por hoy, esté abierto a los fallecidos de cualquier origen. Ya no se necesita descender de británicos para adquirir un espacio en él.

La globalización de la muerte, dice Juan.

Y agrega que eso no está mal, que Schneider, el alemán que quedó de ese lado hace cien años, fue un adelantado en la materia.

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