Un relato de cuarentena de a cuatro (en la casa de tu ex)

Partidos de truco, series online, tareas escolares, sonrisas cómplices. Cuando una pareja termina muere un dialecto, pero qué sucede cuando la vida te lleva a convivir temporalmente con el padre de tus hijos en un hogar que no es el tuyo

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—Quiero re truco—dice Ana y mueve su boca de un lado para el otro, aprieta sus cartas contra su pecho, sacude sus piernas, abre los ojos y se ríe.

Andrés y yo nos miramos, él sonríe y dice:

—Quiero vale cuatro—Lucas abre los ojos y yo tomo un trago de cerveza.

—Quiero—grita Ana. Se para y tira el ancho de espada. Corre hasta donde estoy yo y me abraza—ganamos, Mamá, ganamos—yo la abrazo, me río y digo—bueno, un punto más para las mujeres.

Cuando llegué a lo de mi ex, Ana me dio una canasta para que guardara mis cremas y Lucas me llevó a su cuarto: Yo te lo presto, Mamá. Me mostraron sus cepillos de dientes y los vasos con los que desayunan los tres. Acomodé los seis libros que traje, mi perfume y el aparato de los mosquitos en un estante blanco; apoyé mi computadora sobre el escritorio de mi hijo; puse mi valija al lado del placard y con una caja de cartón marrón que dice Libros Lucas armé una mesa luz. Saqué el aromatizador que uso en mi casa y llené el cuarto de olor. Me tiré en la cama con las sábanas de River y pensé: bueno, supongo que hicimos bien, que es lo mejor y de última son solo once días. ¿Es normal convencerse de que las decisiones que uno toman son las correctas? Ya van diecisiete días de aislamiento obligatorio que paso acá y faltan quince, como mínimo. Después me acerqué al espacio al lado de la escalera en donde está la tele y le dije a Andrés:

—¿Cómo se pone Flow?

—No tengo Flow—me dijo con cara de ¿te pensás que estás en el Sofitel de Seychelles?

Al principio me pareció medio incomodo compartir cosas con él que no fueran lo estrictamente necesario. ¿Y si le tomaba el gusto? ¿Y si me enojaba? ¿Podía discutir en su espacio? Hace más de un año que nos separamos y todavía estamos intentando aprender a ser ex. Pero después entendí que lo mejor era intentar relajar y pasarla bien, entonces resultó inevitable empezar a compartir cervezas, camparis o vinos tintos.

Hace unos días vimos el primer capitulo de la temporada 4 de La Casa de Papel.

— ¿Vos la vas a ver?

—Sí, ¿vos?

—Sí. Bueno, ¿querés que la veamos juntos porque además no tengo dos usuarios de Netflix ?

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Un poco dude porque compartir una serie es de las cosas más intimas que pueden hacer dos personas; pero acepté. Hace dieciocho años nos fuimos a vivir juntos a una planta baja de sesenta metros en la mitad de la ciudad; hace trece nos casamos; hace once tuvimos un hijo; hace nueve nos compramos una casa con ahorros propios y compartidos; hace ocho tuvimos una hija; durante años festejamos cumpleaños; viajamos; pasaron cambios de trabajo, un posgrado, proyectos, frustraciones, desilusiones, éxitos, miedos, un diagnóstico de Asperger de nuestro hijo, miles de reuniones en el colegio, charlas preocupados y charlas emocionados. Puedo decir que fue el amor de mi vida, o el amor de una vida de mis vidas; que es mi socio en esto de tener hijos y que tuve suerte en el socio que me tocó. Supongo que siempre tendremos estrategias para planear, cosas que negociar, compartir, resolver. ¿No hacen eso los padres? ¿Qué puede ser una serie al lado de tanto compartido y tanto por compartir? Cuando los chicos se fueron a dormir abrimos un vino y nos sentamos en el sillón gris que nos regaló su tío Jorge cuando nos casamos y que ahora es de él.

—Eso es la nostalgia, descubrir que las cosas del pasado que entonces ni siquiera sospechabas que eran la felicidad sí lo eran— dijo la voz en off de Tokio. Tomé un trago de vino y miré de reojo a Andrés.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —pensé pero no le dije.

Sí, eso, que cuando vivíamos en la planta baja de Villa Crespo éramos felices y no lo sospechábamos.

Cuando terminó el capítulo nos dijimos hasta mañana; entré a mi cuarto y cerré la puerta. Mientras me metía en la cama escuché que Andrés fue a la cocina; volvió; apagó las luces y se metió en su cuarto.

Estar acá es por momento como estar atada en un lugar y tiempo que no elegí: adentro de un paréntesis. Hay momentos en que disfruto poder estar con mis hijos y dividirme las responsabilidades con Andrés. Supongo que cada cual siente el aislamiento como puede. Cuando me encierro en el cuarto que me prestó mi hijo, es como estar en un retiro espiritual en un lugar con sabanas con olor que me es extraño. Cuando me paso horas trabajando es como estar de viaje de laburo pero sin Salas Vip en los aeropuertos, sin Room Service y sin personas que hablan en otro idioma, aunque a veces siento que Andrés y yo hacemos demasiado esfuerzo para comunicarnos. Hay veces que nos reímos y puedo olvidarme de toda esta locura que le está pasando al mundo. Por momentos también es agobiante y estresante porque ésta no es mi casa, porque me preocupa mi trabajo y el de la gente que quiero, porque Andrés ya no es mi marido, porque extraño mis cosas, mis olores y mis rutinas, porque extraño los momentos en que mis hijos estaban con con su papá y yo disponía de mi tiempo. Además, Andrés y yo nos reímos pero también discutimos: ¿Quién dejó eso ahí? Fui yo. ¿Podes llevarlo? Bueno perdón, no me hables mal. Bueno, no te hable mal. Sí. No. Si No. Al final no cambiaste nada. Vos tampoco. Y sí, supongo que por algo nos separamos.

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Las primeras veintidós horas de cuarentena repasé todo lo que tenía Andrés en la heladera y las alacenas. ¿En qué momento dejaste de comprar Casancrem y pasaste al Mendicrim? No, no es lo mismo. Cuando una pareja se separa los hábitos de consumo se separan. La marca del papel higiénico, de la leche, del jabón de la ropa ya nunca será la misma. Por supuesto que fui al supermercado. No sé si lo hice porque extrañaba mis marcas o porque no quería sentirme tan invitada. También está la música: creo que los dos estamos atentos a no poner Mimi Maura, Los Cafres, Los Beatles, Elvis Costello o ninguna otra banda que pudiéramos haber compartido. Quizás por eso nada de lo que escucha Andrés ahora me es familiar y por eso él me pregunta cada tanto: ¿Qué escuchas ? O quizás simplemente ya no somos los mismos. Al final uno es un poco lo que escucha, ¿o no? ¿Qué escuchas en privado, Andrés? El otro día vi un tweet que decía: Cuando una pareja termina muere un dialecto.

Me imagino que para mis hijos también es raro todo esto y a veces me da miedo que lo normalicen. Entonces, todos los días les aclaro: chicos, esto es por la cuarentena, eh. En cada video llamada que Ana tiene con sus maestras aclara: mi mamá esta viviendo acá pero solo por la cuarentena, eh. Cuando esto se termine cada uno se va a su casa.

Durante el día me encierro en el cuarto de mi hijo y trabajo. Cada 40 minutos entran Ana o Lucas para hacerme alguna pregunta de lo que están haciendo para el colegio. Entre llamada y llamada me paro y agarro algún dibujo que hizo Lucas de Dragon Ball y lo veo; reviso sus libros, sus marcadores, sus cosas. Andrés trabaja en el rubro inmobiliario y durante estas semanas su laburo se paró: entonces él cocina y en lo que puede ayuda a los chicos. Anoche hizo milanesas: ésta milanesa está cruda, le dije. Nada que ver, me contestó.

A las seis de la tarde cuando termino de trabajar me tiro a leer pero no leo. A veces miro tele. La primera semana solo había Netflix en su cuarto. Un día miré Cuarenta y cinco minutos de Caso Cerrado tirada en el sillón del estar. Ahora Andrés ya conectó Netflix ahí pero yo no sé prenderlo así que cuando quiero usarlo les pido a mis hijos que me lo conecten. Desde que estoy acá me enganché con Algo en que creer: porque habla de los vínculos, de los secretos, de las herencias familiares, de lo oscuro y la hazaña enorme que hacen algunos personajes para salir de eso; porque todo en la serie es lindo y triste; porque hay algo en el acto de la fe en lo que sea que, por más oscuro que sea, me seduce.

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Cuando empieza a oscurecer alguno convoca y nos sentamos los cuatro a jugar al truco en la mesa de la cocina. Ese rito es para mí la certificación diaria del vínculo que nos une. Estamos en pleno campeonato: mujeres contra varones. Me resulta muy fácil estar enfrentada a Andrés y aunque por momentos me cuesta jugar en contra de mi hijo, me gusta ver como su papá le enseña las estrategias o lo alienta o festejan juntos. Ana inventó un saludo con sus manos que hacemos cada vez que ganamos un punto: ella está orgullosa de ser equipo conmigo y yo aprovecho para hacer puente con mi hija. En el momento del truco Andrés y yo no somos ex, somos contrincantes de truco y somos padres cómplices. Nos miramos cuando Ana se pone nerviosa porque recibe alguna carta alta, nos tentamos cuando engancho a Lucas pasando una seña de modo torpe; o cuando alguno de nuestros hijos canta Envido o Truco a destiempo .

Cuando jugamos al truco no nos peleamos ni discutimos: es como estar atados en un tiempo y espacio que elegimos, un paréntesis delicioso. Pero los paréntesis se abren y se cierran y el matrimonio es más que un partido de truco y cuando este paréntesis se cierre las peleas, los desencuentros, las frustraciones y los reproches, van a volver. Nuestros caminos van a volver a ser diferentes y está bien que así sea.

Hace unos días leí una nota de Maia Debowicz sobre el cine y el aislamiento social. En un momento habla sobre una película japonesa en la cual una familia desarmada se vuelve a juntar por una catástrofe climática. Maia dice: Tuvo que ocurrir un tifón para que esa familia desarmada cierre heridas, incluso cuando ya no vuelvan a estar otra noche juntos bajo el mismo techo.

Andrés y yo estamos separados. Nuestro dialecto se rompió hace bastante antes de separarnos. Sin dudas somos mejor padres que pareja. No soy muy optimista en relación a los beneficios de esta situación que está viviendo el mundo. Me cuesta encontrar un sentido al dolor. En lo personal el encierro me resulta agobiante, soy una persona introvertida y la invasión puertas adentro me resulta muy hostil; me cuestan las tareas escolares; mi hijo Lucas tiene más crisis que antes; no sé trabajar conviviendo veinticuatro horas sin parar con esta gente; me traje ropa como si me fuera a un fin de semana a Mar del Plata y a veces quisiera re putear a mi ex que tan amablemente me recibió en su casa. Pero me gusta pensar que, quizás, a mi equipo de cuarentena estos días encerrados nos sirve para cerrar heridas; para despedir lo que éramos antes y estrenar el equipo que somos ahora, aunque cuando pase la pandemia no volvamos a estar otra noche juntos, los cuatro, bajo el mismo techo. Entender que siempre, en las buena y sobre todo en las malas, siempre, vamos a ser familia. Además, en algo hay que creer, supongo.

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Me gusta pensar que cuando la cuarentena se termine y cada uno de nosotros cuatro retome su vida vamos a haber ganado algo; que cuando yo vuelva a mi casa y pasen los años algún día Andrés y yo vamos a preguntarnos si durante esos minutos en los que duraban esos partidos de truco con nuestros hijos en las noches de cuarentena del año 2020 éramos felices y ni siquiera lo sospechábamos. Me gusta pensar que le gano a la nostalgia y que ya sé que la respuesta va a ser sí.

Ana junta las cartas, corre al lado mío y me pregunta:

—Mamá, ¿que vamos a hacer con el campeonato cuando se termine la cuarentena y volvamos a estar algunos días con vos y otros con papá?

—Bueno, Ani—tome un trago de cerveza para ganar tiempo—me parece que lo mejor es aprovechar el momento que estamos pasando ahora.

Ya es de noche y Andrés prendió la plancha para hacer unos bifes. Me acerco, dejo mi vaso en la mesada y digo:

—Fijate que no estén crudos, ¿dale?

—¿Querés hacerlos vos? —me mira y nos reímos.

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