Ganar por puntos: 47 cuentos escritos de un tirón

Vicente Palermo

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Nadie dijo que escribir ficción era fácil, aunque uno ya haya elaborado textos académicos y periodísticos. El prestigioso politólogo argentino autor del libro cuenta su experiencia en este nuevo camino que tomó como cuentista.

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Tal vez resulte de interés recordar cómo nació este libro. Vino al mundo de un modo absolutamente inopinado, a mediados de 2014. Desde tiempo atrás me daban vueltas en la mente unos hechos imaginarios más bien difusos, que estaban lejos de configurar un relato. Una tarde, yo estaba dialogando por Skype con mi amiga Adriana, que vivía entonces en México, cuando, sin soltar el hilo del diálogo, le dije: ¿me esperás que te regalo un cuento? No precisó esperar mucho, media hora después le estaba enviando la primera versión del primer cuento del libro, también el más breve. Adriana declaró que el cuento le gustaba, vaya uno a saber. Pero desde ese día no pude parar, escribí los 47 que lo componen de un tirón.

La experiencia me sigue asombrando. Un libro hecho de la nada. No tuve ningún motivo, ninguna causa eficiente, para escribirlo. Pero a medida que crecía el número de cuentos hice dos descubrimientos. El primero, que yo no estaba al comando, quien lo estaba era un libro que no existía aún, y que no me dejaba en paz; también él, como el primer cuento, quería nacer. El segundo, que la acción de escribir me producía un inmenso placer. He escrito toda mi vida, debo aclarar; pero siempre en mi campo profesional, que tiene por uno de sus límites el texto académico y por el otro el artículo periodístico. En ese campo, escribir no es precisamente placentero, por mucho que a veces puedan ser gratificantes los resultados. Pero el acto mismo de escribir es más bien arduo, fragoso. Pero cuando una experimentada editora me preguntó, precisamente, por qué un académico se había puesto a escribir cuentos, no vacilé: por puro placer, le respondí.

Debo agregar que si hay algo que no hice durante la tarea es lo que, en cambio, sí estoy haciendo aquí y ahora: pensar en los lectores. Asumo que los lectores deben estar muy lejos de todo cuentista en acción. A diferencia de las novelas, los cuentos son rápidos, su estructura argumental es infinitamente pequeña, todavía no han comenzado cuando ya están terminando; cualquier atención prestada al lector puede hacer que el autor, que ya de por sí está caminando en la cuerda floja, pierda el equilibrio. Pero, ahora sí, los lectores de este breve texto e hipotéticos lectores de los cuentos tienen todo el derecho a preguntarse por los mismos. ¿Qué piensa de ellos el propio autor? Bueno, son cuentos vintage, diría; son cuentos porteños, también. Están recorridos por la política y por el amor. Aunque hay excepciones sobre todo lo dicho.

Un muy respetado lector de los primeros cinco o seis de ellos me dijo: "Son buenos tus cuentos, pero me recuerdan una cosa que decía Cortázar. Él decía que mientras las novelas siempre ganan por puntos, los cuentos deben ganar por nocaut. Y tus cuentos ganan por puntos". Y creo que tenía razón. Algo le hice caso, unos cuantos cuentos ganan –si ganan– por nocaut; pero la mayoría ganan por puntos. Tal vez hago de la necesidad una virtud, pero no estoy convencido de que sea malo no seguir el rumbo indicado por Cortázar, porque, ¿qué quiere decir, exactamente, ganar por puntos? Bueno, ganar por nocaut es dejar al contrincante tirado en el suelo, no hay nada que discutir, los hechos –diríase– hablan con sí solos. Ganar por puntos equivale a que el lector piense el cuento, no necesariamente que lo relea, pero sí que se reencuentre con sus elementos gracias a un cambio de luz, un recuerdo, una asociación cualquiera, un hallazgo. No es fácil que eso suceda con los cuentos que ganan por nocaut.

Vicente Palermo
Vicente Palermo

Pero permítaseme ahora una digresión de apariencia puramente informativa. Porque no es algo tan obvio que un grupo de cuentos se transforme en un libro. Yo decidí intentarlo cuando el contador de caracteres de mi procesador de texto cantaba 51.000 palabras. No fue algo sencillo. En una editorial grande, muy conocida, en la que ya he publicado libros sobre temas profesionales, me dijeron: "Los cuentos son valiosos, pero es imposible publicarlos, nosotros no tenemos mercado para eso". Confieso que me pareció una respuesta muy razonable. Otra editorial, pequeña y sofisticada, examinó los manuscritos (es un decir) y concluyó en que los cuentos no eran malos, pero ellos procuraban otra clase de autores: "Solamente nos interesamos por quienes experimentan con el lenguaje". Este no es mi lugar, reconocí. La verdad es que yo no experimento con el lenguaje.

En el supuesto caso de que mis cuentos tengan algún valor, este dimana de su fuerza narrativa. Soy, en ese sentido, un mal alumno de grandes maestros; pero no de maestros contemporáneos. En literatura, como en tantas otras cosas, no soy un contemporáneo; no soy un hombre de mi tiempo. Entre esos grandes maestros de los cuales no he aprendido lo suficiente se cuentan Kafka, Calvino (Los amores difíciles), Sciascia, Cortázar, pero sobre todo Guy de Maupassant. Descubrí que revisar Guy era un regreso imperioso a la adolescencia. No se trata, obvio es decirlo, de que mis cuentos hayan sido escritos por o como un adolescente, sino por un adulto que fuera capaz, al cabo de muchos años de vida, de recrear una mirada adolescente. Un deseo, una vivencia, una forma. Del amor, del ajedrez, de la militancia, de leer el Quijote, de la música, de la amistad, todo eso como placeres y sufrires en brutal adolescencia, pero ya tamizado por la vida.

Sí, Nizan tenía razón al afirmar que no iría a permitir que nadie dijera que los veinte años era la edad más hermosa de la vida. Pero son un momento de la vida, y recrearlo es otro modo de vivir. Algunos cuentos de este libro así lo hacen. Y los que no lo hacen llevan, de todas formas, una marca, un vislumbre, de un momento vital destinado a perdurar en su incierta metamorfosis.

 

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