En primera persona: cómo es el aislamiento total al que se enfrentan los que llegan del exterior

Encerrados sin salir de la habitación, con todas las comidas incluídas y cero contacto con nadie. Así es pasar una semana en uno de los hoteles que la Ciudad de Buenos Aires dispone para los ciudadanos repatriados

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Cómo es el aislamiento en un hotel de Buenos Aires

Es lunes y es de noche. En Ezeiza ya no se escuchan los zumbidos de los vuelos que pasan sobre las casas del barrio. Tan solo van llegando de a un vuelo por día, o dos, o a lo sumo tres. El nuestro llega a las 21:12 horas y es todo misterio.

Los pasajeros del interior del país saldrán primero del avión. Ya no los volveremos a ver. Los subirán a micros con destino a distintas provincias y cada uno correrá una suerte diferente. Quienes lleguen a Formosa dormirán 14 días en la Academia de Policías, en condiciones más bien malas, sin agua caliente y en camas apiñadas una al lado de la otra. Quienes lleguen a Santa Fe lo harán hasta Rosario o Santa Fe capital y luego deberán procurarse un transporte hasta su pueblo. Cada panorama de cada provincia es disímil y poco claro.

Los que tenemos domicilio en capital en cambio sabemos lo que nos espera: aislamiento total y absoluto en algún hotel dispuesto por el Gobierno de la Ciudad.

Dejamos el avión y caminamos por la manga a oscuras. Nos espera un oficial de la PSA (Policía de Seguridad Aeroportuaria), que nos acompaña hasta una mesa donde varios voluntarios nos piden los datos. Entregamos el DNI, chequean la información, antes nos miden la temperatura, y luego nos conducen a los micros. Media hora después estaremos todos en el hotel Feirs Park, del barrio de Retiro. Es el que nos tocó en suerte a los de este vuelo y es, en efecto, una suerte.

El sistema para recibir las comidas dentro de la habitación es por medio de una bandeja de plástico donde los voluntarios dejan el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena.
El sistema para recibir las comidas dentro de la habitación es por medio de una bandeja de plástico donde los voluntarios dejan el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena.

Volvemos a registrarnos uno por uno en el hotel y nos entregan la llave de la habitación. La 506 es la mía, en el piso cinco. Me bañan en desinfectante, hacen lo propio con el ascensor, y hacia allí me dirijo. Los próximos 8 días no veré más que esas cuatro paredes, alguna que otra silueta desde el pasillo, manos con guantes celestes, máscaras y barbijos que escapan, y alguna que otra doctora. Pero para eso falta: por ahora, recién llego a mi habitación.

La 506 es amplia. Tiene una especie de antesala en L con una pequeña heladera, una cafetera de filtro, y una mesa grande. Luego, el rectángulo principal del cuarto: una cama gigante, un teléfono al lado, un espejo frente al placard, una televisión LCD de 32 pulgadas, y una ventana hacia la parte de atrás del edificio. Del lado opuesto a la ventana, el baño, gigante.

A las nueve de la mañana es la primera vez que tocan la puerta. No llego a ver al voluntario que lo hace. Apenas abro, encuentro la bandeja de plástico del desayuno sobre un banquito. Es el sistema que se utiliza para mantener al máximo el aislamiento: dejan la comida sobre la bandeja, golpean la puerta y se alejan. Así sucederá a la mañana con el desayuno, al medio día con el almuerzo, a la tarde con la merienda y a la noche con la cena.

Son dos servicios diferentes, o lo parecen. El desayuno y la merienda constan de un vasito descartable con un saquito de té o de café y una barra de cereal o a veces un yogur o una manzana, y en una ocasión una magdalena. El almuerzo y la cena vienen en bandejas metálicas y, dado que no hay microondas en el cuarto ni nada para calentar, hay que comerlo apenas llega. Tartas, pasta, carne, pollo… el menú es variado y quienes piden vegetariano así lo reciben. Las demás demandas cada cual puede cubrirla haciendo pedidos de delivery, los cuales un voluntario sube desde el lobby del hotel hasta el cuarto.

Cada día a la tarde suena el teléfono. Una voz del otro lado pregunta por síntomas: “¿Tuviste fiebre? ¿dolor al tragar? ¿pérdida del gusto?” Es un control de salud día a día que se complementa con el hisopado, que recién sucede al séptimo día.

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Por supuesto, el teléfono, las redes sociales y las charlas por zoom son el contacto con el mundo, pero hay algo más real en esos llamados telefónicos. El hecho de que esa voz habite el mismo edificio que uno es de pronto significativo. A veces escucho que los vecinos del cuarto de al lado le preguntan algo a los voluntarios que les dejan la comida. Quienes nos asisten son empleados del Gobierno de la Ciudad que se ofrecen de manera voluntaria a participar del operativo. No presto atención a lo que dicen sino al evento de la conversación.

Lo que al principio parecía fácil, con el correr de los días se vuelve angustiante. No ver caras, no interactuar, no cruzar la vista por otra pared ni ver el movimiento de un auto... Esas pequeñas cosas, aunque uno esté en un hotel de lujo, se tornan fundamentales para la cordura, para el ánimo, para el espíritu. Lo que parece una cosa a la mañana, de pronto parece otra a la tarde. Y mientras nada cambia delante de uno, todo es cambiante adentro.

Cada uno de los voluntarios que deja cosas del lado de afuera de la habitación lleva guantes y barbijo. A veces, tras dejar la comida, se arman pequeñas conversaciones a distancia. La alfombra que continúa hacia el pasillo es azul, la de la habitación es tirando a amarilla con dibujos en rojo. Noto estos detalles y los anoto. Tengo cuatro manzanas por comer, con cada comida dejan una y no llego a terminarlas. En una ocasión quise rechazarla, pero me insistieron en que la podía necesitar. Me siento en falta no comiendo mis manzanas.

La acumulación de manzanas: una postal que se repitió en varios cuartos del hotel Feirs Park.
La acumulación de manzanas: una postal que se repitió en varios cuartos del hotel Feirs Park.

Afuera solo veo luz y escucho el ruido de dos aires acondicionados ubicados en planta baja. De fondo está el rulero, ese edificio icónico sobre Avenida del Libertador. Paso muchos minutos mirándolo. A la tarde, a eso de las cuatro, es la hora del sol. Los rayos que cuelan por la hendija que se forma entre un rascacielos y el otro arman un triángulo de calor en mi cuarto. A veces me siento a verlo crecer y desaparecer. El tiempo se revela en detalles sin gracia, en montajes de realidad de mi propia imaginación. El peso no es solo el de los días de hotel, se suma el de la espera previa en el país en que cada cual uno quedó varado. En lo personal, estuve 20 días en México sin poder volver. Previo recorrí medio mundo desde el Líbano para poder llegar al DF donde me decían que existía una posibilidad para ser repatriado. Pero hay gente que sigue en México, y otro tanto en el resto del mundo. Ya van llegando a los 40 días varados. ¿Qué posibilidad de no salir desquiciados de todo esto tienen?

Camino por mi habitación. La cama está siempre hecha. El hábito que en mi casa no logro incorporar, en el hotel es una tarea de hierro que no abandono. La cama hecha y yo caminando alrededor del cuarto. A veces como parado, trazando un circuito de ida y de vuelta sobre la alfombra. Cada paso es una declaración íntima de libertad. El mundo es una habitación de hotel que se va achicando de a poco, como en la escena de la primera Star Wars, cuando caen al basurero y las paredes se aproximan.

Hacer la cama: una de las rutinas irrenunciables para pasar el tiempo en el aislamiento.
Hacer la cama: una de las rutinas irrenunciables para pasar el tiempo en el aislamiento.

De pronto es el séptimo día y el tiempo pasó. Hay botellas de agua vacías acumuladas por todo el lugar. Hay vasos descartables al lado de la cama, al lado de la tele, al lado de la heladera. Hay una lata de cerveza, una botella de whisky a medio tomar que me envió un amigo de regalo y varios envoltorios de barritas de cereal. Hay dos toallas secándose en lugares distintos, usadas por una sola persona. Llaman a mi habitación y me preguntan por los síntomas. No los hay. Sobre el final, casi como si hubiera estado a punto de olvidarse, me dice: “Hoy probablemente van a pasar a hacerte el hisopado”. Es la prueba que determina si uno tiene o no coronavirus en ese momento.

Corto el teléfono y me baño, como si me preparara para un gran evento. A las pocas horas tocan la puerta. Una médica del SAME con traje como de planta nuclear me saluda amablemente. Busca un hisopo y me pide que abra la boca. Toma la muestra de mi garganta. Luego, un muestra por la nariz con otro hisopo. Ambos los guarda en un tubito de plástico y los pone dentro de una bolsa que dice “Bio Seguridad”.

Una de las doctoras que me realizó el hisopado muestra la bolsa de "Bioseguridad" donde viaja cada muestra.
Una de las doctoras que me realizó el hisopado muestra la bolsa de "Bioseguridad" donde viaja cada muestra.

Mis muestras irán al Hospital Muñiz para ser analizadas. Los resultados pueden tardar entre 48 y 72 horas, mínimo. Si doy positivo, me llamarán para avisarme. Si da negativo, lo más probable es que no me llamen. Me ofrecen irme ese mismo día del hotel y esperar los resultados en mi casa. Finalmente me voy al día siguiente, por una cuestión logística.

Es el día ocho. Pido un remis y guardo mis cosas. Quedan las toallas, una bolsa de basura cerrada, la cama a medio hacer y dos manzanas que no logré comer. Por un momento, sentí que podía pasar la vida entera en esa habitación, sin ver a nadie, consumiendo series compulsivamente y tomando sol acurrucado frente a la cama, a la hora de la luz, de mi triángulo. Pero era todo una ilusión: en el momento en que vi la calle todo se desconfiguró otra vez.

Recuerdo de mis días de aislamiento en el hotel Feirs Park, una postal personal de un tiempo inolvidable y singular.
Recuerdo de mis días de aislamiento en el hotel Feirs Park, una postal personal de un tiempo inolvidable y singular.

Llegué a los pocos minutos a mi departamento, donde completé una semana más de aislamiento total. Así dije que lo haría en una declaración jurada que firmé antes de dejar el hotel, y así lo hice.

Algunos buscan comparar situaciones, tratan de entender cómo será algo en base a cómo fue esto otro. Un día cualquiera de la vida yo mismo podría hacerlo. No creo que tenga sentido en esta pandemia. Si de algo sirve el aislamiento, me digo, es para aprender -aunque sea a la fuerza- que algunas respuestas no están en los otros.

Puedo volver a la calle ahora, ir al mercado o a tirar la basura. Qué extraordinario va a ser caminar por la vereda.

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