
Para diciembre de 2013, Usain Bolt ya era una leyenda viviente del deporte.
Con dos dobles triples olímpicos -100, 200 y 4x100 en Beijing y Londres- más cinco medallas doradas mundiales su único traspié en competencias de súper élite fue la partida en falso en los 100 del mundial de Daegu que abrió la puerta para la recordada victoria de su compatriota Yohan Blake.
El mismo mundo que había atestiguado su mejor versión en el Mundial de Berlín 2009, quería tener en casa y en cualquier formato al fenómeno jamaiquino. La Argentina y su capital, Buenos Aires, no fueron la excepción y Usain fue contratado para una serie de compromisos que incluyeron una entrevista pública en un teatro repleto de fanáticos y una simulación de carrera contra un colectivo de transporte urbano a través de 100 metros del llamado Metrobús, sistema que acababa de ser inaugurado y permite que esos mismos colectivos circulen por una vía independiente de los demás autos particulares.
Una multitud se agolpó cerca del Obelisco -monumento icónico de esa ciudad- y a lo largo de varias cuadras sobre la avenida 9 de Julio, que atraviesa la ciudad desde el Sur hacia el Río de la Plata. Lejos de correr, Bolt apenas si trotó a lo largo de esa peculiar carrera: fue la única manera de no dejar en ridículo al bus y a su chofer. Siendo generoso podría decirse que fue una exhibición. Siendo realista y justo, ni siquiera.
En general, salvo muy honrosas y escasas excepciones, las exhibiciones son, en el mejor de los casos, demostraciones de destrezas sin valor competitivo, salvo en algún raro caso en el que los protagonistas tengan entre ellos alguna inquina preexistente.

No son pocas las veces en las que esas mismas exhibiciones sean atractivas, entretenidas y hasta brillantes. Sucede, por ejemplo, con la Gala de la gimnasia en los Juegos Olímpicos. El problema es que rara vez se advierte a los espectadores que, a contramano de lo que sucede siempre en el deporte, lo único que no importa en estas demostraciones es el resultado final.
Nada malo, salvo el cinismo de vender algo que no es. Además, innecesario.
Hay exhibiciones en el básquet y en el fútbol. Hay en el rugby, por ejemplo, con muchos partidos de Barbarians y, con todo respeto, algo de eso sucede con ciertos All Star Games. Insisto. Nada objetable salvo hacernos creer qué hay mucho más qué el placer por ver a los deportistas sueltos, sin el estrés competitivo y exponiendo su talento con naturalidad.
Es el tenis, quizás, el deporte que más se nutre de este fenómeno. Tanto es así que hasta hay grandes jugadores que confiesan no saber cómo jugar exhibiciones -relajarse, divertirse, prescindir del score- y tenistas no necesariamente de élite que son grandes animadores de este tipo de fiesta.
Hace pocas semanas, en Los Ángeles, se realizó la primera etapa 2023 del llamado Ultimate Tennis Showdown, una creación del ex entrenador de Serena Williams y Holger Rune, el francés Patrick Mouratoglou, quien diseñó el espectáculo en plena pandemia de 2020.

Seguramente con el paso del tiempo todos nos familiarizaremos con el tipo de espectáculo que se monta, incluyendo interacciones informales entre los protagonistas y hasta musicalización a cargo de un DJ. Para su creador no tiene sentido que un espectador pague una entrada y se le obligue a permanecer en silencio. “Tengo la intención de terminar con las tradiciones acartonadas de este deporte”, promete.
Los invito a ustedes a buscar en las redes imágenes de estos encuentros y saquen libremente sus conclusiones. Quizás la propuesta conviva con el circuito y el deporte que conocemos desde hace más de un siglo. Que, vale reconocerlo, necesita algunos ajustes tipo botox. ¿Si el UTS puede desplazar a los circuitos convencionales?
Alguna vez me preguntaron cómo es que no iba a ver una exhibición entre dos tenistas de los más renombrados.
“Estoy convencido de que quien alguna vez vio a Pete Sandras o a Martina Navratilova ganar en Wimbledon no necesita de una demostración amistosa de destrezas”.
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