Boicot, una palabra que hace ruido pero no resuelve nada

El universo de la geopolítica mira, no siempre de cerca ni francamente involucrado,  una guerra parida por la invasión rusa a Ucrania sin tener la menor idea ni de cuándo ni de cómo terminará el flagelo.

Mientras un puñado de Nostradamus de redes sociales pronostican inútilmente ideas de desenlaces, ganadores y perdedores (ninguna de las tres cosas son compatibles con el concepto de guerra), el olimpismo y, fundamentalmente, París 2024 empiezan a estar inevitablemente atravesados por el asunto.

Bastó que el COI hiciera su anuncio más reciente respecto de autorizaciones y restricciones a rusos y bielorrusos y de solidaridades varias con ucranianos para que la palabra boicot empezará a proliferar nuevamente en el mundo de los anillos.

Es interesante y paradójico repasar algo de la historia del deporte y los boicots.

Le pasó a la FIFA. Por ejemplo cuando la mayoría de las federaciones europeas se negaron a jugar el primer Mundial jugado en 1930 en Uruguay. O cuando la Argentina renunció al de Brasil en 1950. Hubo más episodios similares y casi todos respondieron a la misma causa: despecho porque pretendían que el torneo se jugase en tierra propia. Consecuencias de los boicots? Ninguna en especial. Casi nadie recuerda a los ausentes y todos los fanáticos del fútbol sabemos que Uruguay ganó ambos torneos.

Le paso al tenis. Y nada menos que a Wimbledon, el torneo más prestigioso de ese deporte. En 1973, la mayoría de los principales 30 jugadores del ranking se solidarizaron con el yugoslavo anillo Pilic quien, radicado en Alemania, fue suspendido por no representar en la Copa Davis. Consecuencia del boicot? Ninguna en especial. Es más, ese fue el año de asistencia récord de públicos al torneo del All England.

Desde ya, le paso y varias veces, al olimpismo.

Revisemos algo de dos de los más recordados.

Varios países, encabezados por los Estados Unidos, decidieron no asistir a las competencias como una de varias medidas en repudio a la presencia de tropas soviéticas en plena guerra civil en Afganistán. Países como Alemania Federal, Canadá, Japón o Noruega se sumaron al reclamo norteamericano. Sin embargo, no solo recordaremos aquellos juegos por el Osito Misha y la despedida de la incomparable Nadia Comaneci sino que atletas de históricos aliados de los norteamericanos como Austria, España, Brasil, Australia, Francia, Ítalia y hasta Gran Bretaña compitieron en Moscú, aún bajo la bandera del COI.

Cuatro años más tarde llegó la venganza.  Bajo la idea de una campaña de desprestigio antisoviética, 13 naciones se sumaron a la postura del Kremlin de no viajar a Los Ángeles. Sin embargo, así como Rumania y Yugoslavia decidieron dar la espalda al planteo del líder de bloque del que formaban parte y la mismísima China, que no estuvo en Moscú, decidió volver a los juegos después de 32 años justamente en tierra norteamericana, nada se recordará con más energía que las cuatro medallas doradas de Carl Lewis o el gigantesco despliegue de pianos de cola blancos de una ceremonia de apertura que tuvo su momento en modo Versace.

Desde ya que, cuando de reclamos justos de trata, a muchos nos habría encantado que las cosas hubieran sido distintas. Cómo en Sudáfrica, donde el boicot a los Springboks, el símbolo deportivo excelencia de la minoría blanca fue una puerta fundamental por que que entró el tsunami anti apartheid liderado por Nelson Mandela.

Sin embargo, por lo general, nada de lo que se proclama termina convirtiéndose en algo útil o con resultado positivo.

Tal vez haya que preguntarse si utilizar al deporte como herramienta para poner límite a aquello que consideramos injusto, inadmisible o insoportable, no es, sobre todo, una declaración con buena prensa y gran onda expansiva, pero sin consecuencias reales. Y si no es ingrato excluir de un juego olímpico a deportistas que representan a países con los que, mientras tanto, mantenemos sólidos vínculos comerciales.