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En Aruba la industria del romance prolifera a la par del turismo. Francis creció viendo bodas en la playa y, en cuanto tuvo edad de ayudar en su casa, comenzó a trabajar ella misma en producción de grandes eventos: se calcula que hay por lo menos un casamiento diario en la orilla del mar y unas cinco propuestas semanales sólo en el restaurante del hotel de lujo donde trabaja ahora, en Eagle Beach, una playa de Oranjestad rankeada entre las más lindas del planeta.
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Su rol en la gerencia de marketing es cumplir al pie de la letra con el slogan que dice que esta es una isla feliz y hacerlo realidad para sus clientes, sobre todo los enamorados. Desde chica soñó con serlo ella también: siempre quiso ser una de esas tantas afortunadas a las que a diario les piden matrimonio en uno de los escenarios más paradisíacos del mundo, con la puesta del sol de fondo y de rodillas en la arena como en las películas.
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Pero las historias reales no son tan perfectas, ni siquiera en el paraíso. Francis tenía 20 años cuando conoció al chef venezolano que la enamoró con platos típicos y recuerdos de la patria de su familia. Los padres de Francis habían emigrado al hoy protectorado holandés antes de que ella naciera, tentados por las facilidades de progreso que ofrecía la industria turística, y ella se fascinó enseguida con esas raíces comunes que tenía con él. A lo mejor fue por eso que se entregó al amor con la inocencia que sólo se tiene a esa edad.
Ocho meses más tarde estaba embarazada y descubrió que su novio tenía poco para ofrecerles a ella y al hijo que había decidido tener, sin que él se comprometiera demasiado en el asunto. Lo intentaron, pero ni siquiera llegaron a vivir juntos: antes de que Alex cumpliera un año, el cocinero desapareció de la isla sin dar mayores explicaciones y Francis se encontró sola y con un bebé a cargo a los 21 años.
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En vez de darse por vencida, se aferró a ese niño y a la responsabilidad de darle un futuro mejor. Se anotó en la Universidad de Aruba y se graduó con esfuerzo en Turismo y Hospitalidad. Corría de un lado a otro con Alex bajo el brazo, entre el trabajo, la facultad y las demandas de la maternidad. “Fue difícil, pero lo conseguí –dice ahora a Infobae y advierte que a pocos metros de donde estamos sentadas un joven chino acaba de darle un anillo a su novia: “Mira, ¡dijo que sí!”, se alegra como si no hubiera presenciado miles de escenas similares–. En esa época ni pensaba en estas cosas, las veía de afuera y suponía que ya no iba a tocarme. Pero lo hacía con pena, porque cuando te pasas todos los días viendo cómo otros se enamoran y son felices, quieres que en algún momento eso también te pase a ti”.
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Cuando por fin tuvo su título, la vida pareció darle otra oportunidad: “Había empezado a trabajar como productora de eventos cuando conocí a uno de los tantos holandeses que llegan al Caribe y deciden quedarse, porque se sienten en casa. Era mayor que yo y también estaba en la industria del turismo: era gerente de bebidas en una cadena de restaurantes. Desde el principio dijo que no quería casarse, pero cuando le presenté a Alex fue tan lindo con él que no pude evitar ilusionarme con la familia. Mi hijo tenía cuatro años y estaba tan contento que no tardó en llamarlo ‘papá’. Al tiempo nos fuimos a vivir juntos”.
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Al año, Francis tuvo un atraso, pero su pareja no quiso saber nada con la posibilidad de ser padre: “Fue triste, pero yo no podía volver a pasar por lo mismo: no estaba en condiciones de seguir criando sola. Se me partió el corazón porque creía que lo amaba, pero también por eso decidí apostar a seguir juntos; no íbamos a ser cuatro, pero éramos tres”.
Ahora ni siquiera quiere llamarlo por su nombre. Es el tipo al que se quedó atada siempre esperando que cambiara, que estuviera dispuesto a dar otro paso, que la quisiera lo suficiente como para comprometerse un poco más. Así pasaron siete años hasta que entendió que entre ellos no había más proyecto que el día a día, y en ese contexto hasta la mejor playa del mundo puede volverse monótona. “Al final le pregunté si pensaba que en algún momento las cosas podrían ser distintas, si había posibilidades de que nuestra relación se volviera más seria para él. Me dijo que no. Que me quería y lo quería a Alex, pero todo lo que tenía para dar estaba sobre la mesa”, cuenta ella. La había llevado a una playa preciosa que se llama Bushiri, donde antes funcionaba un viejo hotel: “Me dijo que si yo no desistía de la idea de casarme y tener hijos, la relación ya no funcionaba para él”.
No sabe de dónde sacó las fuerzas para decirle que se fuera: “Entonces suéltame para que yo pueda encontrar alguien que sí quiera quererme bien y pensar en un futuro conmigo”, le dijo al señor al que ahora recuerda en broma como The Walking Dead (“¡Después de siete temporadas ya nadie vuelve a verlo!”, se ríe). Dice que lo que más le costó al cortar con él fue pensar en que su hijo por primera vez había tenido algo parecido a un padre: “Pero comprendí que era mentira, una idealización mía y también de Alex, pobrecito, que compró el paquete conmigo”.
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Entonces cayó en la cuenta de que las ganas le habían nublado la vista: “Yo quería una familia para Alex y para mí, pero eso no se puede tener con cualquiera ni de cualquier manera. Me concentré en nosotros, en entender que ser dos también estaba bien y que habíamos logrado mucho sin ayuda de nadie. Empecé a meditar y a concentrarme más en todo lo lindo que teníamos en vez de en lo que supuestamente nos faltaba”.
Habían pasado casi dos años de su separación cuando una amiga la invitó a ver una banda que tocaba en un bar. No estaba segura de ir, pero a último momento dejó a Alex con sus padres y salió. La amiga avisó al grupo que le guardaran lugar a Francis. En ese grupo estaba Jordan, un beisbolista arubiano que tomó el dato como si nada: “Pensé que Francis era un varón –dice él, que acaba de unirse a nuestra mesa para completar el relato–. Pero cuando llegó y la vi, no podía creerlo, fue uno de esos momentos mágicos en que sabes que algo cambió definitivamente en tu vida”.
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Esa noche hablaron mucho: ella le contó su vida, y cómo había luchado sola para salir adelante con Alex; lejos de asustarse, él se conmovió: le parecía una mujer valiente y extraordinaria, y su personalidad sólo hacía que la viera más bella. A la mañana siguiente, Jordan buscó a Francis en Instagram y le mandó un mensaje invitándola a salir de nuevo, ahora a solas. Pero ella ni le contestó: “Me había encantado, pero me dijo que tenía 28 años. El Walking Dead me llevaba casi diez y no quiso comprometerse, ¿qué podía esperar de un chico que era menor que yo? ¡No estaba para perder el tiempo!”, explica.
Durante el mes que siguió, Jordan le pidió a la amiga en común que hiciera lo posible por hacerle ver a Francis que la edad no era un problema en absoluto, después de todo, ¡cinco años no eran nada! Además quería dejarle en claro que no le interesaba que sólo tuvieran una aventura. “Ni siquiera me había clavado el visto, había dejado mi mensaje sin ver, que es mucho peor, ¡la indiferencia total! –cuenta–. Pero no me importó: le dije a nuestra amiga que le pasara mi teléfono por si en algún momento cambiaba de idea”.
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Al final se encontraron casi por azar, en un evento de tenis playero donde Francis estaba a cargo de crear contenido para redes. Jordan era uno de los participantes, ella lo supo por su amiga común al tercer día del torneo. Casualidad: era en la misma playa en la que la había dejado el innombrable. Un día antes de que terminara, cuando Francis estaba más relajada con su trabajo, pudo verlo jugar y –a más de un mes del primer encuentro– le contestó el mensaje de Instagram. Eran apenas un “hola” y un deseo de buena suerte, pero Jordan pegó un grito de alegría: finalmente la mujer que lo había deslumbrado iba a darle una oportunidad.
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Jordan perdió el torneo, pero vio el resto de los partidos con ella. “Me dijo que estaba en las tribunas, y yo le pregunté si había lugar. ‘Sí, hay lugar para dos’, me respondió. Le pregunté qué tomaba, me dijo que cerveza, así que yo subí con un balde y nos encontramos. Después del último partido, me acompañó hasta el carro y no intentó ni darme un beso. Sólo me dio un abrazo, un abrazo muy largo. En ese momento me olvidé de todo. En lo único que pensé fue en que necesitaba un abrazo así desde hacía mucho tiempo”.
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Se quedaron juntos en la fiesta en la playa Burushi ese domingo y –como para exorcizarla– ya no se despegaron. Las cosas se dieron rápido: Alex quiso conocerlo enseguida y salió corriendo a saludarlo a su auto una tarde en que él la pasó a buscar. Después todo fue en plan familiar: comenzaron a hacer senderismo los tres juntos y Jordan le enseñó a pescar a su hijo. También pasaron por la presentación con los padres de ella, que se aflojaron con la pasión común por el béisbol. Cinco meses más tarde estaban viviendo juntos. Es que ahora que se habían encontrado, ya no querían perder un minuto.
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La noche en que Francis me contó esta historia –”para inspirar a otros a no dejar de creer”–, Jordan llegó sonriente y me dijo en secreto que venía de pedirle formalmente la mano al padre de su novia. No falta mucho para que Francis sea una de esas chicas que todos los días dicen “Sí, quiero” en la playa más linda del mundo. Y es que al final era sólo cuestión de tiempo: el slogan de la felicidad que había vendido tantas veces también era posible para los locales. Para ella. Quizá por eso mismo que me dijo emocionada: porque nunca había dejado de creer que podía tocarle.
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