Convertí mi propia mandíbula en unos aretes

Por Merritt k, traducido por Laura Castro

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Quería convertir una parte de mí misma en algo maravilloso.

La noche anterior a la operación, mi cirujano craneofacial se sentó chasqueando la lengua en mi AirBnb en Buenos Aires. Acomodó su grande y bronceado cuerpo en el sofá. Los cirujanos piensan que son dioses, y él tenía la presencia de Hefesto, un artesano tan seguro de su trabajo que no tenía necesidad de usar ropa cara o quitarse con Botox cada arruga como muchos doctores de Fifth Avenue que parecen recién salidos de Nip/Tuck. Nos reunimos para hablar sobre los detalles de cómo, al día siguiente, cortaría mi mandíbula.

Yo tenía una petición fuera de los estrictos acontecimientos médicos que debíamos discutir: ¿Podría conservar el hueso que él me iba a extirpar? Frunció el ceño y suspiró. "No… no, no lo creo". Citó una política sobre las reglas del hospital en cuanto a los desechos médicos.

Tratando de ocultar mi decepción, asentí en la manera obsequiosa que esperan los profesionales médicos. Mi deseo de reducir mi mandíbula y acortar mi barbilla con cirugía fue, en parte, motivado por un deseo de sentirme dueña de mi cuerpo. La negativa a permitirme conservar una parte de ese cuerpo, mi cuerpo, socavó ese sentimiento.

"A menos que", dijo, arqueando su espesa ceja mientras pensaba, "Mañana es lunes, así que no habrá muchas personas en el hospital. Veré qué puedo hacer".

Doce horas después, un anestesiólogo me inyecta. Esta es la peor parte de la cirugía: una gran aguja de acero se introduce en mi mano, en busca de una vena en la cual bombear su veneno pacificador. Duele, duele pero entonces, me quedo dormida.

El cirujano hace una incisión en la parte inferior de mi mandíbula, inserta una sierra pequeña y comienza a cortar el hueso. Está cortando, cortando, lijando. Hefesto, trabajando en un bloque de piedra para revelar la estatua que esconde.

Cuando los psicólogos hablan de dismorfia corporal, una afección similar al trastorno obsesivo-compulsivo en la que los pacientes se obsesionan con imperfecciones corporales imaginarias o muy leves, describen cómo las personas se examinan cuidadosamente en los espejos o los evitan por completo, faltan al trabajo y a compromisos sociales y, a veces, se provocan lesiones. Pero esa no es toda la historia. No llega a la experiencia más profunda de que exista una falta de reconocimiento, cómo, cuando al mirar tu reflejo, piensas: Esa no soy yo. Esa no puedo ser yo. Si esa soy realmente yo, entonces me suicidaré.

Mi cerebro es incapaz de reconocer la realidad de mi imagen, o si lo hace, algo en mí sabe que esa imagen sólo merece la degradación. Tanto los extraños como mis amigos me dicen sin parar que soy hermosa, pero siempre encuentro la forma de invalidar su opinión.

La dismorfia corporal es más difícil de tratar debido a que su causa es biopsicosocial, un cóctel complejo de genética, educación y patrones de pensamiento; pero la prescripción habitual para tratarla es antidepresivos y terapia cognitiva conductual, que es una práctica basada en el cambio de patrones de pensamiento destructivos. Mi terapeuta me insta a no decir que mi cerebro está mal, pero mi madre me dijo una vez que hay algo en la mente de nuestra familia que no se conecta correctamente. Su lado de la familia está marcado por la melancolía, los trastornos del estado de ánimo y la depresión. Me pregunto cómo han logrado sobrevivir lo suficientemente como para que yo esté aquí.

Tal vez mi madre tenga razón y algún circuito en mi cabeza esté incompleto; o tal vez algún evento traumático en mi niñez cambió la forma en que me veo; o tal vez me influyen los imperativos omnipresentes de belleza difundidos por todos los distintos medios de comunicación, vayan ustedes a saberlo. Llevo años de terapia, he tomado medicamentos, practicado ejercicios de atención plena. Nada ha funcionado, no realmente.

Muchos psicólogos dicen que lo peor que las personas con problemas de dismorfia corporal pueden hacer es someterse a una cirugía: no los satisfará, o su fijación se desplazará hacia otra parte del cuerpo. Pero mi obsesión con la forma de mi mandíbula era tan intensa —estaba completamente convencida de que arruinaba toda la proporción de mi rostro— que de todos maneras lo hice.

Después de la cirugía, me desperté dentro de la neblina postanestésica en la que no sabes qué hora es ni dónde estás. El suero intravenoso me mantiene hidratada, pero no evita que sienta la boca reseca. El cirujano entra con una sonrisa orgullosa. "Pude guardarte una pieza, eso es todo", dice, colocando una pequeño recipiente de plástico junto a mi cama del hospital.

Apenas puedo ver el hueso a través del recipiente para muestras, el cual está dentro de una bolsa plástica. Realmente, sólo veo formas; los colores: una fragmento de algo blanco, veteado de rojo. Es demasiado para que pueda manejarlo. Había pedido conservar mi hueso medio en broma. Al mirarlo desde la cama, siento que si lo toco, o que si incluso lo veo bien, una reacción por contacto podría reducir mi cuerpo a una pila de miles de esos fragmentos. Guardo el recipiente en mi bolsa de lona, haciendo todo lo posible por no pensar en ello mientras me tiró sobre el sofá del AirBnB, tratando de abrir mi mandíbula lo suficiente como para darle pequeños mordiscos a una empanada.

El hueso de mi mandíbula
El hueso de mi mandíbula

Semanas más tarde, después de regresar a mi casa en Nueva York, saqué el recipiente de la bolsa, desenrosqué la tapa y toqué el hueso. La experiencia más cercana que había tenido fue sacarle un diente suelto a un bebé, pero esto fue algo diferente. La parte de mí que estaba en mi mano había sido cortada deliberadamente, y aunque pensaba en los huesos como algo blanco y limpio, la sangre y los tejidos secos pegados a mi hueso, me recordaron que anteriormente había sido clasificado como desperdicio médico. Esto es lo que está justo debajo de mi piel. No parecía ser parte de mí.

Me veo a mí misma como un cascaron y un alma exterior. Quería conservar este fragmento de mi mandíbula por una razón que iba más allá de la simple fascinación. Quería convertir una parte de mí misma en algo maravilloso.

Me enteré de el/la conservacionista Christian Fox a través de Twitter después de convocar a algún artista que supiera cómo trabajar con hueso. Su historial profesional incluye haber trabajado en la famosa exposición de Momias del mundo de Salt Lake City, el estudio de innumerables técnicas de preservación, e incluso haberle regalado a su madre el Día de la Madres su útero conservado después de la histerectomía. ("Ella dijo que era el regalo más 'ella' posible", me dijo).

Sabía muy poco acerca de Christian cuando le confié una parte de mi cuerpo para que la procesara, limpiara, dividiera en dos partes y montara en un par de ganchos. Aunque Christian era un/una extraño/a, una parte de mí sabía que era la persona adecuada para el trabajo, incluso antes de que conversáramos. Lo cual sólo reconfirmé cuando me dijo recientemente, "Mi trabajo me ayuda a darme cuenta de lo mucho que tengo en común con todo lo demás que respira, y a [cómo] apreciar un poco más el cuerpo en el que no siempre me siento cómodo/a".

"Dato curioso", me dice Christian. "Si completas un formulario y aceptas permitir una retención de patología antes de la recuperación, puedes conservar más o menos cualquier cosas que te extirpen del cuerpo". Es cierto, aunque existe una percepción generalizada de que es ilegal que los médicos le entreguen a los pacientes vísceras extraídas durante los procedimientos médicos; de hecho, no existe una ley como esa, tampoco existe ninguna ley que prohíba a nadie conservar sus propias partes corporales.

¿Por qué no hay más médicos que ofrezcan la opción de conservar lo que extirpan del cuerpo de los pacientes? Parece haber una suposición mutua de que los pacientes no quieren verse confrontados con nada que haya salido de ellos. Para la mayor parte de nuestra existencia colectiva, ver nuestras partes internas en el exterior significa malas noticias. En una cultura que repudia la muerte, ver nuestro partes internas a plena luz del día es una maldición.

Mi mandíbula todavía está sanando. Evito los espejos, uso un espejo compacto para maquillarme y no tener que verlo todo de una sola vez.

Me gustaría mentirles. Quisiera decirles que eso es todo, que ahora estoy feliz, que finalmente puedo verme a mí misma en mi cuerpo. Pero no puedo. Quisiera decirles que nunca me haré otra cirugía. Sé que repetiré este proceso de que mi carne y huesos sean invadidos y remodelados; que continuaré persiguiendo algo que siempre será inalcanzable.

Cada semana, tomo una foto de mi progreso. Comparo mi imagen con las más antiguas, revisando mis fotos para encontrar una toma de frente sin adulterar con maquillaje o filtros. Es un trabajo lento y doloroso. Me hace empezar a preguntarme si los psiquiatras tienen razón acerca de la cirugía: tal vez estoy rota de una forma en que ni mil cirugías podrán arreglarlo.

Los aretes ya terminados que Christian hizo para mí
Los aretes ya terminados que Christian hizo para mí

Cuando los aretes llegaron en un sobre blanco, los saqué; los sentí entre mis dedos; me los puse. El rechazo y las náuseas que sentí antes se vieron sobrepasadas por el asombro. Christian había transformado algo depresivo —que de otra manera habría terminado en el incinerador del hospital— en algo hermoso. En última instancia, mi hueso es mío para hacer lo que quiera con él.

Uso mis aretes casi a diario, y toco los fragmento de hueso una y otra vez. Mi terapeuta dice que son una forma maravillosa de honrar mi cuerpo mientras trabajamos para procesar mi total desconexión con él. Son un recordatorio de que este cuerpo es todo lo que tengo: que se puede remodelar, limpiar, cortar y coser, pero, un día, todo lo que no sea hueso se habrá ido. Y eventualmente, incluso eso se convertirá en polvo. Así que también podría aprovecharlo al máximo mientras me sea posible.

Una verdad que puedo decirles: ahora, después de mi cirugía, al menos ya hay una parte de mi cuerpo a la que admiro. Mientras me muevo por el mundo, sigo evadiendo mi reflejo y alejándome de él. Pero ahora tengo un talismán, una parte de mí que es perfecta, duradera y divina.

Publicado originalmente en VICE.com