Está bien odiar a la gente que habla muy fuerte por teléfono en el tren

Por Pol Rodellar

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Ilustración por Aina Carrillo vía rawpixel/Unsplash, praytino/Flickr y Marc Smith/Flickr
Ilustración por Aina Carrillo vía rawpixel/Unsplash, praytino/Flickr y Marc Smith/Flickr

Esta gente pertenece al grupo de lo peor.

Siete cuarenta de la mañana, subes al metro con los ojos y el cerebro aún aturdidos por haberte pasado siete horas soñando con que un grupo de personas con cola de pez te estaban persiguiendo para meterte hielo en la cabeza; te apoyas en un lateral del vagón —porque evidentemente, pese a que hay un asiento libre, no quieres sentarte y que los defensores de los ancianos, de la gente coja y de las embarazadas te empiecen a decir cosas—, hace calor porque ya ha llegado la primavera pero aún llevas chaqueta y vas cargado y estás sudando e intentas centrar tu atención en leer las noticias del día en el móvil.

De repente, oyes a una persona hablando muy fuerte. "Pero no tengo que ser yo la que le diga que hace un trabajo de mierda", oyes decir. Son las ocho menos dieciocho de la mañana y ahora no te apetece tener que aguantar al típico "loco del metro".

Hay una persona gritando en medio del vagón y no entiendes a quién coño le está hablando porque está sola y no está mirando a nadie mientras balbucea esas palabras. La gente la mira, nadie entiende nada. Entonces se gira y lo ves. Lo tiene ahí en la mano. Ahí está.

El teléfono celular.

La tipa está hablando muy fuerte con el móvil, como si estuviera utilizando un prototipo del primer teléfono jamás inventado y que funciona de forma rudimentaria. Pero el aparato es un Huawei y funciona perfectamente y su interlocutor al otro lado de la línea la escucha perfectamente pero aun así esta señora grita. Grita. GRITA. Y el problema no es hablar por teléfono en el metro, evidentemente, el problema es hablar fuerte en el metro.

Por lo que parece la mujer tiene un problema ("Les dije a esos imbéciles que enviaran el paquete a la calle de Mallorcar, no a puto Mallorca") y está calentándose poco a poco, cada vez más indignada, cada vez hablando a un volumen más fuerte. Estás empezando a comprender la situación. La situación está saliendo del móvil y plantándose ahí en el vagón, con toda la gente del metro a su alrededor. Los personajes salen de la conversación, salen del metro y se plantan ahí para interpretar las palabras de la señora que grita indignada.

Ahí, sujetándose en la barandilla del medio del carruaje, está Miguel, con "su polo sudado comprado en un mercadillo", el tipo incompetente que ha mandado un paquete donde no debía. Interesante, ¿verdad? ¿Queréis saber más? Claro que no, pero me da igual, ahí va.

El paquete tenía que haber llegado a primera hora de esta mañana a la calle Mallorca 245, justo antes de una presentación con "el cliente". En el paquete había los únicos prototipos para una nueva línea de productos cosméticos, unos prototipos que ahora deben estar en un avión hacia Mallorca. Es muy importante mantener este cliente porque este año las ventas están un poco malas.

Y este, precisamente, es el problema. Que te estés enterando de esta conversación totalmente irrelevante para ti, te estás entrando de un pedazo de la vida de esta persona por obligación, te la están embuchando a la fuerza como si fueras un pato destinado a generar foie gras.

Ya tienes suficientes problemas —al fin y al cabo eres una persona que sueña que le persiguen personas con cola de pez— como para tener que tragarte los de los demás. Porque lo de esta gente no es una conversación corta, un apunte sutil, un "te has dejado el tupper en la cocina", lo de esta gente es una conferencia, una charla larga y tendida, sin final a la vista.

Cualquier persona que hable dentro del metro a un volumen mínimamente elevado y que no muestre signos de querer cortar rápido la conversación estará invadiendo el cerebro de los demás pasajeros, sobre todo aquellas personas que lo hagan sin intención de ocultar el contenido de su diatriba.

Estos seres odiosos creen que su mierda es la más importante del mundo y que a todos nos tiene que interesar, no se les pasa por la cabeza pensar que pueden estar molestando, incluso seguro que creen que somos unos suertudos por haber podido atisbar un pedacito de sus apasionantes vidas. Nos han dado unas migajas de una vida maravillosa.

No solo es la incomodidad de tener que escuchar a un pesado contar sus historias —que son tan importantes que no se pueden demorar cinco minutos y comentarlas una vez en la calle—, el tema es que, justamente, generan una vergüenza ajena considerable. Estos seres que se creen tan empoderados como para poder arrebatar la tranquilidad del resto de personas que ahora mismo están destruidas por tener que ir a trabajar, están realmente hundiéndose en un pozo de mediocridad.

Los pasajeros se hacen miradas en las que se preguntan, Pero ¿qué coño le pasa a este ser? Y estos individuos megalómanos se convierten en criaturas de circo esperpénticas, en lo raro. Parece que tengan algún tipo de problema al no disponer de un mecanismo mental que les frene a la hora de escupir su intimidad.

Es como que dan penita al no ser capaces de controlarse, de tener un filtro social que les impida abrir su vida a los demás, cosa que significa que no aprecian el contenido de lo que están diciendo porque lo reparten como flyers en la calle. Al final, es gente que no se valora y que se esconde debajo de una falsa autoestima y pomposidad.

Así que, si nunca os encontráis hablando en el metro, recordad que estaréis generando odio o pena, una de dos. De todas formas, me gustaría saber si al final lograron interceptar ese maldito paquete o si terminó en algún extraño domicilio de Mallorca.

Publicado originalmente en VICE.com