El odio a hablar por teléfono me llevó incluso a dejar a mi pareja

Por Ana Iris Simón

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Desde que tengo uso de razón, hablar por teléfono ha sido para mí un trauma.

Con 7 años me fui por primera vez de campamento. Mis padres me dieron dinero para que les llamara durante los 15 días que íbamos a estar sin vernos, pero invertí esas monedas en calcomanías con motivos tribales para todos mis compañeros de grupo. Cuando mi madre se puso en contacto con los monitores para recriminarles que no les había llamado en una semana me cayó un descomunal rapapolvo por haber invertido mi botín en tatuajes falsos. Me sentí peor por no saber explicarle a mi madre que no había dejado de quererles que por la regañina. Me puso muy triste no haber sido capaz de transmitirles que no eran ellos y ni siquiera era yo: era el teléfono. Casi 20 años después, no he avanzado nada en este aspecto. Sigo escurriéndome como una lagartija cuando me toca llamar a alguien o alguien me llama. Y sigo sin saber explicar por qué, rompiendo corazones a golpe de contestador.

Cuando me ponía enferma y no podía ir al colegio me sentaba peor tener que llamar a mi amiga Sofía para preguntarle por los deberes que hacerlos. A veces fingía estar al borde de la muerte y no poder levantarme de la cama para que mis padres la llamaran por mí. Cuando mis abuelos telefoneaban a casa y querían hablar conmigo, casualmente siempre me encontraba en algún punto al que el cable enrollado del auricular no podía llegar, distraída. Pero los primeros móviles y su don de la ubicuidad mandaron mis tácticas a la mierda. Tuve entonces que hacer dos cosas: informar definitivamente a mis seres queridos de mi aversión al teléfono y sus posibles consecuencias y elaborar una lista de excusas para no responder llamadas.

De niña, cuando me llamaban, me situaba lejos del teléfono y fingía estar distraída porque sabía que el cable del auricular no podía llegar hasta mí. Los móviles mandaron a la mierda mi inocente estrategia infantil

El día que me compraron mi primer móvil, un Alcatel muy pequeño con carcasas de colores intercambiables y la pantalla de luz azul, llegó mi salvación: los SMS. Ya nadie tenía excusas para telefonearme, o eso pensaba. Pero ocurrió lo inimaginable: a medida que avanzó la tecnología, mi problema se intensificó: cada vez había más herramientas de las que rehuir. Telefónica lanzó al mercado aquella maravilla llamada DOMO que permitía las llamadas múltiples y fui la única de mi grupo de amigas del instituto que se negó a continuar la conversación del recreo por las tardes ante el rechazo colectivo. Nadie entendió más tarde que nunca respondiera a las videollamadas de MSN, y mis relaciones con colegas que se iban de Erasmus se vieron años después condenadas a debilitarse porque jamás usaba Skype. Me di cuenta entonces de que el asunto iba más allá del teléfono: me ponía nerviosa establecer cualquier comunicación oral con alguien que no tuviera enfrente en formato 3D.

He pensado muchas veces en las razones por las que abomino las llamadas/videollamadas y, a lo largo de mi vida, he encontrado algunas. La primera y más potente de ellas es que son intrusivas. Cuando alguien te llama por teléfono o por Skype asume que estás disponible para él. Que puedes darle tu atención plena y dejar lo que estés haciendo. Los SMS, WhatsApp o el email son respetuosos con el tiempo del otro: no requieren una respuesta inmediata ni que el receptor interrumpa aquello que está haciendo a no ser que des con una de esas personas que empiezan a mandar "Holaaaa?" cuando ven el check azul y no han recibido respuesta. Las llamadas son para los ególatras, aunque puede que los WhastApp sean para los cobardes. Y este es otro de mis argumentos estrella para echar por tierra la comunicación oral no presencial.

A medida que avanzó la tecnología, mi problema se intensificó: cada vez había más herramientas de las que rehuir: Skype, Hangouts… me daba miedo cualquier forma de comunicación oral no presencial

Las llamadas y su evolución, las videollamadas, exigen una respuesta inmediata. No te puedes quedar callada cuando el tío con el que estás tonteando te pregunta si quedáis ni puedes pensarte si aceptas un curro de mierda si te lo ofrecen por teléfono. Tampoco está bonito titubear cuando un colega que está trabajando fuera de España te presenta por Skype a su nueva pareja y piensas que se parece al espantajo de los melones del huerto de tu abuelo. Para aquellos que valoramos la mentira piadosa o la excusa barata pero el embuste se nos nota en la mirada y en la voz, las herramientas de comunicación escrita instantáneas son el maná de las telecomunicaciones. Eso y las notas de voz de WhastApp, única excepción de entre las formas de comunicación a distancia que impliquen voz que tolero.

La gravedad de mi problema con las llamadas en todas sus formas se manifestó definitivamente cuando me vi obligada a llevar, durante unos meses, una relación a distancia. Mi entonces pareja había decidido invertir su verano en viajar mientras yo me quedaba en Madrid haciendo mis primeras prácticas al acabar la universidad.

La gravedad de mi problema con las llamadas en todas sus formas se manifestó definitivamente cuando me vi obligada a llevar, durante unos meses, una relación a distancia

Él era consciente de mi problema, pero no lo suficiente como para evitar pedirme que me creara una cuenta en Skype e ir un paso más allá y pedirme que la usara. Tras cuatro o cinco intentos fallidos y dos años de relación, acabamos dejándolo por WhatsApp. No tuve ni la deferencia de usar Skype para cortar con él. Mi incapacidad para mantener una conversación con alguien que no pudiera tocar no fue la única razón para dejarlo, pero sí una de ellas. Dada la trascendencia de aquello, no coger jamás el teléfono cuando no conocía el número y pocas veces si lo conocía, dejar de escuchar canciones en Spotify para que el colega que me estaba llamando por Hangouts no supiera que estaba frente al ordenador o que la peña se asustara cuando veía una llamada entrante mía en su móvil me empezaron a parecer menudencias.

Entonces acudí al lugar en el que consulto por qué me ha salido un sarpullido en la pierna o cómo curar las anginas sin antibióticos: internet. Descubrí entonces que no estaba sola. Padecía telefonofobia, un miedo irracional a hacer o recibir llamadas que no tiene nada que ver con no querer hablar con alguien sino con la ansiedad natural que les provocan a ciertas personas las llamadas telefónicas personales. Y este epíteto, "personales", fue el que me hizo identificarme al cien por cien con los síntomas de la fobia al invento de Graham Bell: nunca me ha dado miedo apretar el botón verde cuando recibo llamadas de trabajo o por cuestiones burocráticas.

Tras este descubrimiento, en lugar de intentar tratarme la telefonofobia, empecé a sentirme orgullosa de ella. De pertenecer a la resistencia. Comencé relacionarla con el romanticismo de leer a alguien e imaginarme su voz en lugar de a un temor completamente irracional. A enfadarme cuando algún capullo me llamaba y me interrumpía cuando estaba haciendo scroll en Instagram. A no tener vergüenza de inventarme las excusas más inverosímiles si rechazaba sin querer una llamada cuando intentaba silenciarla (que estaba reunida con la ONG con la que colaboraba ha sido el colmo de mi zafiedad). A mis 26 años, sé quiénes son los que realmente me quieren por lo poco que me llaman. Y ellos no dudan de que yo lo haga aunque no descuelgue sus llamadas.

Publicado originalmente en VICE.com