La pandemia y la voluntad de Dios

Por Ross Douthat

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Una mujer reza frente a la puerta de la Catedral de Westminster, que fue cerrada debido al coronavirus, en Londres, el Viernes Santo, 10 de abril de 2020. (Andrew Testa/The New York Times)
Una mujer reza frente a la puerta de la Catedral de Westminster, que fue cerrada debido al coronavirus, en Londres, el Viernes Santo, 10 de abril de 2020. (Andrew Testa/The New York Times)

A pesar de las ingenuas esperanzas del presidente Donald Trump, la pandemia que se propagó por el mundo durante la temporada cristiana de Cuaresma no va a terminar milagrosamente ahora que el Viernes Santo dio paso al Domingo de Pascua. El calendario litúrgico ha transcurrido, pero las iglesias siguen vacías, y la larga Cuaresma impuesta por el coronavirus continuará durante varios meses más.

Sin embargo, el paso a la Pascua es un momento apropiado para reflexionar sobre el significado de las cosas en medio de la confusión generada por tanta muerte y sufrimiento a nivel mundial. Una pandemia enfatiza las preguntas permanentes de la teodicea, los debates sobre si es razonable creer en un Dios bueno y amoroso en un mundo tan plagado de miseria. No obstante, dado que cualquier justificación de la voluntad de Dios puede parecer arrogante y abstracta cuando se contrasta con las terribles particularidades del dolor, los creyentes solemos evitar los debates directos en estos momentos, y optamos por enfatizar la solidaridad y el misterio, en lugar de agobiar a los dolientes con nuestras especulaciones morales.

Por ejemplo, el padre James Martin, el famoso jesuita, hace poco arguyó que “el misterio del sufrimiento no tiene respuesta”, no hay explicación que baste para todas las diversidades del dolor humano y, por lo tanto, lo que los cristianos deben ofrecer en lugar de un argumento es la persona de Jesús, cuyo ministerio de sanación revela a un Dios amoroso y nos muestra dónde encontrar su presencia ahora mismo, entre la gente que cuida de los afligidos, los moribundos y los enfermos.

En su artículo para la revista Time, el famoso teólogo anglicano N.T. Wright ofreció una conclusión similar: en vez de buscar explicaciones para nuestro desastre actual, debemos “recuperar la tradición bíblica de la lamentación”, una expresión de solidaridad tanto con nuestros hermanos humanos como con Dios mismo, quien en el Antiguo Testamento lamenta la infidelidad de su pueblo y en la persona de Jesús llora por Lázaro. La tradición cristiana, según arguye Wright, no nos pide que expliquemos “qué está pasando y por qué. De hecho, es parte de la vocación cristiana no poder explicar… y, más bien, lamentar”.

Para la gente que está sintiendo el dolor más profundo, es apropiado contemplar el cuerpo sin vida y el sepulcro abierto, una respuesta de simple solidaridad y lamento. Sin embargo, muchas personas sufren más despacio y con menos intensidad; incluso en esta pandemia, se repartirá mucho dolor en dosis lentas a medida que se extiendan sus consecuencias sociales y económicas. Mientras tanto, incluso la gente que sufre el dolor más profundo dejará de pararse junto al sepulcro y comenzará una vida después de la tragedia. En ambos casos —el sufrimiento que perdura y el sufrimiento que se queda en el pasado— se necesita algo más que solidaridad conforme pasa el tiempo; existe una necesidad de narrativa, de integración, de alguna historia sobre lo que significó ese dolor y esa angustia.

Esta necesidad es tan poderosa que incluso las personas que oficialmente creen que el universo es carente de Dios y arbitrario cuentan historias de cómo su propio sufrimiento tuvo un papel crucial en el patrón de su vida, cómo un bien importante provino de un mal grave. Y es una necesidad que los creyentes religiosos debemos respetar y responder: podemos reconocer el misterio, con Martin y Wright, y a la vez, insistir en el hecho de que, en sus propias vidas, las personas deben buscar destellos de un patrón, señales de lo que podría significar una dificultad en particular.

El elemento de lo personal y lo específico es crucial en este punto, pues la tradición cristiana no ofrece una sola explicación sino muchas distintas sobre cómo el sufrimiento encaja en un plan providencial. En algunos casos —el avaro que envejece solo, el dictador consumido por la paranoia— los malvados quizá sufran como una forma de castigo, merecido y que ellos mismos han creado, por sus pecados. Pero en otros casos, el sufrimiento tal vez sea un regalo para los justos, que se les da debido a que su bondad supone que pueden soportar más de su ardua medicina, su fuego purificador (hay una antigua tradición cristiana que considera más desconcertante, en términos teológicos, cuando le suceden cosas buenas a la gente buena que cuando le pasan cosas malas).

También hay otros casos en los que el sufrimiento está ligado a algún propósito más allá de uno mismo. Antes de que Jesús cure a un hombre ciego, los discípulos se preguntan qué pecado lo había dejado sin vista, y la respuesta de su maestro es cruda: “Ni este pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Aquí no hay ningún misterio; el hombre nació ciego solo para que el Mesías pudiera curarlo.

Dado que no somos Jesús, es una muy mala idea andar por ahí diciéndoles a los desconocidos que su sufrimiento sirve para que se manifieste la obra de Dios. Pero como amigos, podemos participar en el discernimiento y la búsqueda de patrones de otros, y podemos intentar discernir el propósito de lo que sucede en nuestra propia vida: el sufrimiento como castigo, el sufrimiento como purificación, el sufrimiento como juicio sobre una nación o sociedad, el sufrimiento como una oportunidad o el sufrimiento como parte de una historia que no es nuestra.

Este deber de discernir es tan aplicable a una pandemia como a cualquier otra circunstancia menos grave. Como escribió la semana pasada el teólogo dominicano Thomas Joseph White, para la revista First Things —en un mensaje dirigido en particular a los cristianos que quieren rebelarse contra las cuarentenas que han mantenido cerradas tantas iglesias— tenemos un deber religioso de interpretar el momento presente, no solo buscar soportarlo o escapar de él: “¿Qué significa que Dios haya permitido (o provocado) estas condiciones temporales en las que nuestro estilo de vida elitista de viajeros internacionales se ha quedado en tierra, nuestro consumo se ha reducido al mínimo, nuestros días están ocupados con las responsabilidades básicas para nuestras familias y comunidades inmediatas, nuestros recursos y esperanzas económicas han disminuido, y nos hemos hecho más dependientes unos de otros? ¿Qué significa que nuestros Estados naciones de pronto parezcan menos poderosos y nuestros ejércitos sean infectados por un contagio invisible que no pueden erradicar, y que los países más avanzados en materia tecnológica se enfrenten a la humildad de sus límites? … Podríamos pensar que nada de esto nos dice algo sobre nosotros mismos, ni sobre la compasión y justicia de Dios. Pero si solo queremos que todo esto pase con la esperanza presurosa de regresar a la normalidad, tal vez no hayamos entendido el objetivo fundamental del ejercicio”.

Plantear estas preguntas no implica respuestas crudas o simples, ni respuestas que cualquier ser humano pueda defender con certeza. Sin embargo, debemos buscarlas de todas formas, puesto que, si hay un mensaje que los cristianos pueden llevar del Viernes Santo y la Pascua al mundo ensombrecido por una plaga, es que el sufrimiento sin sentido es el objetivo del demonio, y encontrar significado en el sufrimiento es la obra salvífica de Dios.

(c) The New York Times 2020