Regresé a China en busca del pasado secreto de mi hija

Por Robin Reif

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(Brian Rea/The New York Times)
(Brian Rea/The New York Times)

CUANDO ERA BEBÉ, MI HIJA FUE ABANDONADA EN UN PUENTE CON UNA NOTA PRENDIDA EN SU SUÉTER. CREÍ QUE ENCONTRAR ESA NOTA TRAERÍA RESPUESTAS PARA LAS DOS.

Recorrer 11.265 kilómetros era un trayecto muy largo para hallar un pequeño pedazo de papel. La nota estaba sujeta al suéter de mi hija cuando la encontraron con siete semanas de nacida en un puente de Yixing, China. Eso es lo que me dijo el coordinador de adopción de esa ciudad cuando la puso en mis brazos.

Esta búsqueda se puso en marcha hace quince años cuando Sophie, a sus 3 años, quedó impactada al enterarse, de mi boca, de que no todos los bebés provienen de China, sino del vientre de sus madres. Cuando le expliqué que otra mujer la había dado a luz y no yo, se molestó.

No me atreví a darle la respuesta evasiva pero bien intencionada de que “nació en mi corazón”, como lo habían hecho muchas otras madres adoptivas que conocía. Pero no importaba lo que yo dijera, su mundo ya se había puesto de cabeza y ella seguía tratando de enderezarlo.

A los 4 años, me dijo: “Mami, siempre pienso: ‘¿Cómo me hicieron?’, ¿de qué estoy hecha?, ¿alguien me hizo?’”.

Estaba confundida y angustiada.

A los 5, una noche, después de que la acosté en su cama, me preguntó: “Pero ¿por qué me regaló?, ¿no me quería?”.

“Sophie, estoy segura de que ella te amaba”.

“¿Pero por qué no me quería? ¿Por qué me dejó tirada?”.

En ocasiones, imploraba: “Mami, ¿la conoces?, ¿podemos llamarle?”.

Sus preguntas me apretujaban el corazón, así como la certeza de que el mismo sistema que me había permitido adoptarla también me había hecho cómplice de su desarraigo.

A veces, cuando la abrazaba, pensaba: “Hueso de mis huesos, carne de mi carne”, para luego percatarme de que no tenía derecho a decir esa frase, y de que había dos personas en este planeta que sí podían decirla. Quería que Sophie tuviera la oportunidad de encontrarlos. El único vínculo que había entre ella y esa parte de sí misma que había perdido en ese puente era la nota.

Nuestra diferencia de edad hacía más urgente la búsqueda. Yo hacía los cálculos de manera obsesiva: cuando ella tenga 20 años, yo tendré 70. Cuando ella tenga 30, yo tendré 80. En algún momento, cuando ella sea muy joven todavía, yo ya no estaré. Estaba convencida de que, a medida que madurara, no sería suficiente solo saber que fue parte de una generación de 35 millones de hijas perdidas que, conforme a la política de “hijo único”, al parecer fueron abortadas, abandonadas o condenadas a un destino peor. O que nació dentro de una cultura en la que el linaje lo transmiten los varones y la sabiduría popular considera más conveniente criar gansos que niñas.

Conocía a mi hija. Ella desearía una razón más específica y personal. Yo quería que tuviera cualquier evidencia disponible antes de que esta desapareciera, o de que yo ya no pudiera estar aquí para ayudarla.

Empecé a soñar con esa nota. Interrogué a las personas que me ayudaron a adoptarla, tanto en Estados Unidos como en China. Me reuní con funcionarios chinos, quienes fueron muy amables y receptivos, pero la nota nunca apareció.

Tiempo después, cuando Sophie cumplió 11 años, tuvimos la oportunidad de regresar a China en un recorrido turístico de invierno. Para entonces, ya no me preguntaba sobre su madre biológica; solo le interesaban “Los juegos del hambre”, sus amigas y convencerme de tener un perro. Ya no montaba escenas de abandono con sus juguetes; ahora pasaba su tiempo libre practicando el paso de baile de “Gangnam Style”. Su pasado ya no parecía atormentarla, pero yo no podía olvidarlo.

Después del recorrido, hice los preparativos para que fuéramos a Yixing, la pequeña ciudad en el delta del río Yangtsé donde la encontraron. Si esa nota aún existía, tenía que estar ahí.

Un día nublado, a principios de enero, emprendimos el viaje con nuestro chofer y traductor. Yo estaba absorta en el paisaje helado que veía desde la ventana; Sophie estaba absorta en su iPod.

Nuestra primera parada fue el puente Yuedi, donde, el 4 de agosto de 2001, al amanecer, un transeúnte escuchó el llanto de una bebé abandonada. En mi imaginación, se veía como uno de esos puentes elegantes curvos que aparecen en las pinturas antiguas chinas, pero el puente Yuedi era un bloque de concreto que colgaba sobre un canal contaminado.

Mientras lo recorríamos, quise arrodillarme ante la diosa de las segundas oportunidades que me había concedido a esta niña cuando estaba a punto de renunciar a la idea de ser madre.

Miré a Sophie, tratando de contener mis lágrimas, y vi su mirada nublarse.

“Cariño, sé que es difícil”, le dije.

“Mami”, me respondió con voz temblorosa. “Esto es aburridísimo”.

Yo no dije más, solo la abracé con fuerza.

Quienquiera que haya encontrado a Sophie, la llevó a la estación local de policía, el único lugar al que no había llamado porque no pude identificar cuál era la comisaría exacta en los expedientes. Esa fue nuestra siguiente parada. Enseguida, nos encontramos frente a una mujer que con suerte podría ayudarnos. Sin embargo, le dijo a nuestro intérprete con una sonrisa: “Los archivos con fecha anterior a 2005 se perdieron en un incendio”.

“¿Cómo se atreve a sonreír?”, exclamé. “¡Una parte de mi hija se perdió en ese incendio!”.

Sophie me miró asustada. “¡Mamá, cálmate! ¡Nos van a meter a la cárcel!”.

“Está bien, deberíamos irnos”, dijo el intérprete.

Nuestra última parada fue el orfanato donde Sophie vivió durante nueve meses después de que la hallaron, un lugar que parecía suspendido en el tiempo. Cuando adopté a Sophie, Yixing estaba cubierta de hollín viejo. Los fuereños no teníamos donde pasar la noche. Ahora tenía 30 hoteles. La China que produjo una generación de niñas abandonadas casi había quedado borrada por el paso de los años.

Nos presentaron al nuevo director, quien dijo que Sophie parecía “una lugareña”. Le encomendó a mi hija que estudiara mucho, que ayudara a los demás, que siempre amara a su madre y que me cuidara en mi vejez.

Sophie se esforzó por mostrarle una sonrisa cortés, aunque pude percibir que estaba haciendo un gesto de fastidio.

De salida, el director me entregó un archivo. Empecé a hojearlo y vi los documentos de adopción que había firmado diez años atrás. Luego noté algo pegado entre dos páginas: un pedazo de papel desgastado y rasgado de una libreta que tenía unos garabatos escritos con bolígrafo.

Levanté el trozo liviano de papel. Las líneas se habían desvanecido. Había algunos caracteres en mandarín y unos números. Pude descifrar la fecha de nacimiento de Sophie, la cual conocía, por supuesto, así como la hora exacta en que nació, la cual solo podrían saber sus padres biológicos.

Esta era la nota.

Se la di a Sophie, quien le echó un vistazo y me la devolvió.

Su expresión parecía indiferente, pero yo estaba conmovida. Entre lágrimas, tomé una foto tras otra.

Cuando íbamos de regreso en el auto, Sophie comentó: “La nota no decía nada, ¿para qué vinimos entonces?”.

Yo también estaba decepcionada por lo poco que habíamos encontrado, pero recordé haber leído que las madres biológicas que estaban a punto de abandonar a sus hijas escribían cartas de muchas páginas, pero luego las rompían por vergüenza y solo anotaban la fecha de nacimiento. Una madre biológica incluso le había confeccionado a su bebé un conjunto de tela estampada, de la cual había conservado un pedazo: una pequeña prueba que conservaría hasta el día en que tal vez se rencontraran.

De lo que sí estaba segura era de que, incluso en su brevedad, la nota era la prueba de que mi hija fue abandonada con la intención de que la encontraran, y que no la habían dejado a merced de la muerte.

Sophie ahora tiene 18 años. La niña que antes se me pegaba al pecho como un percebe, ahora se tiende en el sillón después de su entrenamiento de atletismo, con su trenza posada en su hombro y compresas de hielo en cada rodilla.

“Mami, ¿me sobas los pies?”.

Últimamente, este es el único contacto físico que me permite. Aprovecho lo que puedo. Masajeé las plantas suaves de sus pies, noté las uñas de sus dedos, perlinas y perfectas. Le pregunté qué opinaba sobre nuestro viaje en busca de la nota, con la esperanza de que reconociera la importancia de las palabras de sus padres biológicos, por escasas que fueran.

“A mí no me importaba la nota”, respondió. “A ti sí. Te apropiaste de la historia, y es mi historia, no la tuya”.

¿Acaso no había notado lo decepcionada que quizá se sintió por ese pedazo de papel que habíamos buscado con tanto empeño y que al final decía tan poco? ¿No me había percatado de lo insistente que fui debido a mi culpa, mi determinación y, tal vez, incluso mi proyección de abandono y pérdida?

Si no hubiese convertido la nota en mi ballena blanca, tal vez me habría dado cuenta de que, a sus 11 años, Sophie estaba simplemente concentrada en crecer como una hija adorada en Estados Unidos. Y, aunque creí que la nota la ayudaría a volver a conectar con sus raíces, su molestia me hizo dudar si algún ser humano puede decirle a otro qué necesita para sentirse arraigado.

¿A quién pertenece la historia? A Sophie, sin duda, pero también es mía. Más allá de mi propio deseo por saber qué podría revelar la nota, para mí se trataba del único vínculo con las personas cuya pérdida había derivado en mi privilegio de criar a una hija y ver su vida transcurrir. ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué sufrimiento sintieron al abandonar a su hija?

Después de todo, también es su historia, pero la suya está oculta a nuestra vista y existe solamente como un fragmento garabateado, unas cuantas marcas en un trozo de papel que, salvo por ellas, está totalmente en blanco.

(Robin Reif es una escritora que vive en la ciudad de Nueva York).

*Copyright: 2019 The New York Times Company