¿La Edad Media digital?

Basta con iniciar el día vía los periódicos, la TV o las redes sociales para darse cuenta de que todo esto está pasando de nuevo y con mayor intensidad que en la Edad Media

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Un repartidor de la empresa Deliveroo en París, Francia (Foto: Reuters)
Un repartidor de la empresa Deliveroo en París, Francia (Foto: Reuters)

El sistema internacional que conocemos surgió sobre los escombros de dos guerras mundiales. Su propósito fue establecer un conjunto de reglas de conducta entre los estados nación que impidieran que los conflictos degeneran en guerras y que los pueblos perdieran sus derechos a la autodeterminación. Ese sistema que algunos llaman de Bretton Woods ha sido un éxito. Bajo su marco las exportaciones mundiales crecieron de USD 61.810 millones en 1950 a USD 19.468 billones, sentando las bases para el desarrollo y crecimiento de una poderosa clase media mundial. También fomentó el desarrollo de la infraestructura comercial y de comunicaciones que hizo del mundo una aldea global. Y si bien han existido muchos, y algunos muy feroces, conflictos armados regionales, ninguno de ellos ha alcanzado los niveles de una conflagración mundial.

Pero el exitoso desarrollo económico promovido por el sistema de Bretton Woods no ha sido acompañado de un desarrollo de las instituciones en que se asienta el estado nación o de las normas que rigen la articulación internacional entre estados. Por ello constantemente se generan presiones entre el curso económico y la armonización y regulación de estas actividades vía instituciones políticas. Esas presiones han fortalecido los aparatos económicos que continúan penetrando las más remotas realidades, pero han debilitado las instituciones políticas. Porque en la medida que las instituciones políticas pierden capacidad de armonizar las relaciones entre lo político y lo económico se producen vacíos que son llenados por actores no estatales como las corporaciones multinacionales, los organismos multilaterales no gubernamentales (FIFA, por ejemplo) y el crimen organizado transnacional. Y en la medida que estos actores toman fuerza, los proyectos democráticos se debilitan porque el estado nación pierde capacidad para controlar su territorio y para proveer a sus ciudadanos de los tres bienes públicos esenciales para que exista un estado de derecho: monopolio de la violencia para garantizar la seguridad física; capacidad de imponer impuestos para financiar la educación y la salud; y administración de justicia para que no exista la impunidad.

Así estamos llegando a una situación que pareciera replicar las condiciones de vida de la Edad Media. En efecto, el periodo comprendido entre el siglo V y el siglo XIV de nuestra historia se caracterizó por inmensas migraciones humanas, invasiones de fuerzas foráneas, la desarticulación de las familias, la desurbanización y las epidemias. Los déspotas ocupaban las posiciones de poder y la población carecía de derechos o de libertades.

Basta con iniciar el día vía los periódicos, la TV o las redes sociales para darse cuenta de que todo esto está pasando de nuevo y con mayor intensidad que en la Edad Media. Cada día es mayor el número de países bajo gobiernos totalitarios. De acuerdo con Freedom House, existen 82 naciones donde impera el estado de derecho y hay libertad; 59 con libertades parciales y 54 donde no hay atisbo de libertad.

En nuestro continente, para 1994, había una sola nación donde no había libertad: Cuba. Hoy tenemos a Bolivia, Cuba, Haití, Honduras, Nicaragua y Venezuela sin libertad. El éxodo de venezolanos que ya alcanza el 20% de la población ha debilitado las instituciones de varios países de América Latina cuyas economías carecen de capacidad de absorción de esta avalancha humana. Igual ocurre en el Medio Oriente y el norte de África, donde oleadas de seres humanos buscan sobrevivir en territorio europeo. En Myanmar la política de exterminio de los rohingya ha catapultado a este grupo social hacia Bangladesh. La Oficina de las Naciones Unidas sobre Drogas y Crimen acaba de indicar que el 80% de la población mundial vive bajo los designios del crimen organizado transnacional. El COVID-19 acaba de hacer estragos en la economía y la política mundial.

Todos estos signos, hoy como ayer, anuncian el fin de un sistema institucional y el comienzo de uno nuevo. El fin de la Edad Media se caracterizó por el ascenso del estado nación. Ahora estamos viviendo el debilitamiento del estado nación.

Además de la globalización, el deterioro del estado nación está afectado por el concepto de soberanía creado en el siglo XVI por Jean Bodin. En ese entonces el concepto puso fin a horripilantes guerras. Pero en el siglo XXI sirve para afianzar despotismos, crear refugios para el crimen organizado transnacional e impedir el desarrollo del estado de derecho. Porque al haber creado la tecnología un espacio económico integrado, mientras la jurisdicción política continúe atada a un solo y único territorio, los actores transnacionales pueden cambiar de circunscripción política para evadir el cumplimiento de normas y reglas que vayan contra sus intereses.

Hemos visto como la creación más fabulosa de riqueza que la humanidad haya visto como consecuencia de la revolución digital no haya sido capaz de transformar el contenido y calidad de los servicios públicos en su país de origen: los Estados Unidos. Porque las vías de escape creadas por la globalización permiten a los líderes del cambio tecnológico pagar impuestos en las jurisdicciones donde la tasa impositiva es más cercana a cero. La soberanía, como está hoy concebida, trabaja a favor de los transgresores y no a favor de quienes cumplen las normas y reglas. La batalla que tuviera que librar Estados Unidos en Cabo Verde para lograr la extradición de un individuo acusado de lavado de dinero es otra prueba del nefasto impacto del concepto de soberanía sobre la capacidad de un estado nación para combatir el crimen. Así el estado nación se ha ido debilitando mientras los actores no gubernamentales transnacionales ocupan más espacios. Afortunadamente el proceso parece estar revirtiendo con el reciente acuerdo del Grupo de los 20 de establecer una tasa impositiva global del 20%. Una vez se recupere la dimensión impositiva, la penal y las otras marcharan hacia la internacionalización poniendo así fin a esta Edad Media digital en la que vivimos.

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