La estrategia de Donald Trump

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El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (EFE/Al Drago)
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (EFE/Al Drago)

Al fin terminaron las convenciones. La de Trump fue mucho más vistosa que la de Biden. Lo asombroso es que los estadounidenses no le prestaron la atención debida ni a una ni a otra. Los jardines de la Casa Blanca eran un set natural para proyectar el mensaje de Trump. El argumento de que la ley prohíbe la utilización de espacios públicos para hacer campañas partidistas es más débil que la silenciosa presencia del Covid-19. Son épocas especiales. Sin embargo, los asistentes, salvo unos cuantos ciudadanos respetuosos de los demás, no portaban mascarillas ni guardaban la “distancia social” debida. Dios los coja confesados.

El tema de la campaña republicana es el supuesto socialismo de los demócratas. Ese argumento me ha mordido antes. No me lo creo. Ni Joe Biden ni Kamala Harris tienen nada que ver con la visión comunista de la sociedad. Alegar que Joe Biden es como Fidel Castro es como decir que Donald Trump es como Vladimir Putin. Una manifiesta exageración. (Supongo que Trump no es capaz de envenenar a los opositores).

Recuerdo las elecciones de 1982 en España, cuando triunfó Felipe González por mayoría absoluta. Un cubano que trabajaba conmigo, muy buena gente, entró en mi despacho a decirme que se iba a Estados Unidos. “¿Por qué?” –le pregunté. “Porque el cordón de aceitunas se lo mete su madre”. Él había sufrido mucho por las locuras colectivistas de Castro. Había sido obligado a sembrar café caturra en el “cordón de La Habana”. Cualquier razonamiento que yo alegara se estrellaba contra su experiencia.

Cuatro cubanos figuraron en la Convención republicana. La vicegobernadora de Florida Jeanette Núñez, Mercedes Schlapp, Lourdes Aguirre y Máximo Álvarez, un señor que pronunció un discurso muy persuasivo. Llegó a Florida por la operación “Peter Pan” organizada por los curas y la CIA durante el gobierno de John F. Kennedy. Probablemente, ninguno de ellos se hubiera establecido en Estados Unidos de haber estado en la Casa Blanca un nacionalista antiinmigrante como el señor Trump.

Prueba al canto: Trump, que prometió arrancar de cuajo las “órdenes ejecutivas” de Obama, ha respetado la que le puso fin a la llamada “pies secos y pies mojados” firmada por Bill Clinton, que les permitía a los cubanos pedir asilo en Estados Unidos o presentarse en cualquier puesto fronterizo para recabar la protección americana. Trump no quiere a los cubanos. Por lo menos no los quiere en territorio americano.

Tampoco quiere a los venezolanos, aunque los ayuda económicamente fuera de las fronteras estadounidenses. No sólo les niega a los venezolanos el TPS (Temporary Protected Status) solicitado por Mario Díaz-Balart y otros 30 congresistas, pese a saber que en Venezuela hay una fracasada dictadura comunista, mientras juega cruelmente con los ochocientos mil “soñadores”, estadounidenses sociológicos que vinieron al país arrastrados por sus padres, sencillamente porque a sus bases no les gustan los inmigrantes.

Grosso modo los cubanos apenas constituyen el 4% de los votos de la Florida. Ni siquiera pueden ganar en Miami-Dade. En las últimas elecciones Obama obtuvo el 49% de los sufragios cubanos. En las del 3 de noviembre acaso a Trump lo respalde el 60%, pero los puertorriqueños, avecindados en torno a Orlando, tal vez le den la victoria a Biden, porque tienen razones para sentirse ofendidos por la Casa Blanca. Según Miles Taylor, un alto oficial del DHS (Department of Homeland Security), Donald Trump pretendió vender Puerto Rico, como si la Isla fuese una pieza más del juego Monopoly, o un trozo de real state neryorquino, sin tomar en cuenta que desde 1917, hace más de un siglo, los boricuas son ciudadanos norteamericanos “de nacimiento”.

No puedo ser trumpista, precisamente, porque Trump es un nacionalista, antiinmigrante, antiglobalización, proteccionista, cuatro categorías que me producen un enorme rechazo. Me gusta que sea (teóricamente al menos) prudente en el terreno fiscal, y que prefiera reducir el gasto antes que subir los impuestos, y que haya mudado la sede diplomática a Jerusalén, algo que habían prometido sin cumplirlo media docena de presidentes antes que él, aunque me irrita su fanfarronería hiperbólica y su actitud de bully incapaz de comprender que los daneses no le quieran vender Groenlandia o a los socios de la OTAN no les guste ser maltratados públicamente.

Entiendo que quiera sumar a los cristianos evangélicos, y que tome públicamente partido por los “pro life”, aunque sea un tema resuelto por la Corte Suprema, pero alguien con su biografía al sur de la cintura, que se ufana por agarrar a las señoras por la entrepierna, seguramente lo hace como un sacrificio electoral más que como una convicción arraigada, extremo que le reclama Jerushah Duford, la piadosa nieta de Billy Graham, que suele acusarlo de ser un gran hipócrita.

Sólo faltan dos meses para las elecciones del 3 de noviembre. Veremos qué ocurre. Según Real Clear Politics, Biden está delante en las encuestas. Pero ya sabemos que eso no quiere decir gran cosa.

*@CarlosAMontaner. El último libro de CAM es Sin ir más lejos (Memorias). La obra fue publicada por Debate, un sello de Penguin-Random House. Se puede obtener por medio de Amazon Books.