Ante el posible (pero evitable) resurgimiento del fascismo

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Un hombre camina a lo largo de una calle vacía mientras continúa la propagación de la enfermedad coronavirus (COVID-19), en Nueva Orleans, Louisiana EEUU, 4 de abril de 2020. REUTERS/Carlos Barria
Un hombre camina a lo largo de una calle vacía mientras continúa la propagación de la enfermedad coronavirus (COVID-19), en Nueva Orleans, Louisiana EEUU, 4 de abril de 2020. REUTERS/Carlos Barria

Tengo la sensación de que gran parte de los cambios políticos que tendrán lugar como consecuencia del coronavirus serán el resultado de lo que suceda en la derecha. Más precisamente, de la interna que tenga lugar entre las diversas tradiciones que la conforman. ¿Cuáles son estas tradiciones?

El lado más oscuro de la derecha lo representan los movimientos nacionalistas que surgieron a principio de siglo XX en Europa. Este movimiento en su momento fue revolucionario, ya que si bien buscó inspiración en el pasado mítico de las sociedades era, esencialmente, moderno. El fascismo, por ejemplo, vio en el Estado al único representante de un pueblo supuestamente homogéneo. Proponía entonces abandonar a la democracia liberal para elegir, por aclamación, a un hombre fuerte que pudiese hacer uso del aparato estatal para guiar al pueblo a un destino de gloria. Semejante concentración de poder devendría en el totalitarismo y en un nacionalismo que, una vez llevado al campo de la política exterior, fomentó el expansionismo territorial. Como sabemos, este experimento culminó con la caída de los gobiernos nacionalistas de Alemania y Japón al final de la Segunda Guerra Mundial.

Quizás la vertiente más conocida de la derecha sea el liberalismo. La mayoría de los liberales valoran ante todo al individuo y a la razón. Promueven las libertades individuales, el estado de derecho y el equilibrio de poderes que tiene lugar gracias a las instituciones republicanas. Por el contrario, suelen desconfiar del rol que las religiones juegan en la vida pública y se oponen, mayoritariamente, a todo tipo de nacionalismo. En el plano económico defienden al capitalismo, a la competencia y a un Estado que se limite a cumplir ciertas funciones básicas. En política exterior, suelen promover la democracia liberal, los organismos internacionales (como las Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio) y el libre comercio. Con la caída del Muro de Berlín, las ideas liberales pasaron a dominar el discurso político y económico, siendo la globalización uno de sus principales resultados.

Por último, los conservadores buscan alcanzar un equilibrio entre el individuo, el Estado y la sociedad civil. Dentro de esta última, aprecian especialmente el rol que juegan las pequeñas comunidades, las familias y las religiones. Si bien el conservadurismo valora la nación, considera que lo que une a sus integrantes no es una etnia en particular (como lo hacían el nazismo y otros movimientos nacionalistas) sino una historia y una cultura en común. Finalmente, los conservadores suelen oponerse al relativismo moral -que ven reflejado, en mayor o menor medida, en el resto de las ideologías modernas.

Dado que ya he escrito otras columnas sobre el tema, no me detendré aquí a discutir sobre la naturaleza del conservadurismo popular. Tan sólo diré que si bien este movimiento continúa con la tradición conservadora, se diferencia de esta en un aspecto central: es antielitista. En efecto, el conservadurismo popular ataca a las clases dirigentes actuales, a las que considera liberales y progresistas, porque no representan los intereses y los valores de sus pueblos. Donald Trump, Recep Erdogan, Narendra Modi, Jair Bolsonaro, Vladimir Putin y Boris Johnson son algunos de los líderes que pertenecen a un movimiento que hoy en día se encuentra en plena expansión.

Pensando a futuro, creo que uno de los mayores peligros que enfrenta el mundo es el resurgimiento del fascismo. El liberalismo y el conservadurismo son moral y políticamente aceptables, pero el fascismo claramente no lo es.

¿Cómo podría ocurrir esto? Mediante la transformación del conservadurismo popular en un movimiento similar al fascista. En principio esto parece poco probable dado que las diferencias entre el conservadurismo y el fascismo son considerables. Mientras que el primero valora la religión, desconfía del Estado y es realista en política exterior, el segundo defiende las posturas opuestas. Sin embargo, y al igual que ocurrió en la Europa de principios del siglo XX, los temores a los enemigos externos e internos del “pueblo” podrían llevar a que las sociedades, y los conservadores en particular, crean que la solución se encuentra en un Estado y un líder todo poderoso. De hecho, en su defensa de un modelo de democracia más directa el conservadurismo popular ya presenta ciertos rasgos autoritarios. También debemos considerar la posibilidad de que, enfrentados con el posible ascenso al poder de la izquierda, muchos liberales opten por apoyar una versión aggiornada del fascismo.

Debemos velar por que esto no ocurra, especialmente en momentos en que la aparición del coronavirus está generando gran temor en las sociedades. Los mejores representantes del conservadurismo y del liberalismo tienen por delante la responsabilidad de establecer una clara línea entre lo que es aceptable y lo que no lo es. Nuestro futuro puede depender de ello.

El autor es secretario general del CARI y global fellow del Wilson Center.

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