El violador eres tú

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Decirlo así, ad hominem y con el dedo índice en acusación indiscriminada, como propone el colectivo chileno Las Tesis, implica en cierto modo suspender la presunción de inocencia.

Además es equivalente a su razonamiento especular: la frecuente práctica de culpabilizar a la víctima de una violación, por ejemplo por “dónde estaba o cómo vestía”. Como argumento ad feminam, este último también opera con la lógica de la indiscriminación.

Planteada de este modo, la agenda feminista—una agenda por la igualdad—termina sumando cero, deja de ser un juego cooperativo. Expandir la esfera de derechos de las mujeres no puede lograrse por medio de estereotipos, que siempre derivan en menos derechos para otro grupo. La construcción de ciudadanía es un juego de suma positiva. De otro modo, no es.

“El Estado opresor es un macho violador”, dice la canción. El Estado allí tiene género. El razonamiento, de inspiración anarquista, es consonante con el del marxismo, para quien el capitalismo también tenía genero.

En especial para Engels, ello era el resultado de relaciones sociales ancladas en el régimen de propiedad privada, que incluía a la mujer como mercancía. La explotación de la mujer por el hombre era análoga a, y derivada de, la explotación del proletario por el burgués. La sociedad sin clases resolvería ambos conflictos de manera simultánea.

El socialismo realmente existente, sin embargo, dejó en claro que la supuesta emancipación proletaria no significó la automática emancipación de la mujer. Ni mucho menos, apenas emparejó, aunque no igualó, el ingreso entre mujeres y hombres. En las demás áreas de reivindicación—derechos civiles, representación política, autonomía, derechos culturales e identidad—la mujer permaneció tan subyugada como bajo el capitalismo. Sin voz ni voto, más subyugada aún.

La utopía anarquista acerca de la extinción del Estado, sugerida por Las Tesis, opera de manera similar. En tanto opresor, el Estado es el responsable de la opresión de la mujer, adquiere así una identidad eminentemente masculina. Para que la opresión de la mujer cese, el Estado debe entonces desaparecer, menos por ser Estado que por ser hombre.

Un primer problema de dicha utopía es la realidad, pues ninguna forma de vida colectiva mínimamente compleja se reproduce en el tiempo sin Estado. Es decir, toda comunidad política requiere de una institución capaz de ejercer el monopolio de la fuerza, la tributación y la administración de justicia.

El problema adicional es intelectual, que las utopías habitualmente tienden al extremismo. Localizado allí, un movimiento de cambio social igualitario corre el riesgo de diluirse como tal, convirtiéndose en secta o facción. En eso terminó el anarquismo, mucho antes del surgimiento del movimiento feminista.

“El feminismo es cosa de hombres”, escribí un tiempo atrás, porque ninguna agenda por la igualdad material (igual ingreso por igual tarea) o formal (igualdad ante la ley) prospera excluyendo a la mitad de la sociedad. Todo movimiento de cambio social que tenga éxito es fundamentalmente una gran coalición.

Unos pocos recordatorios: el voto femenino fue legislado por hombres. El fin de la segregación racial fue abogado también por blancos. Los derechos laborales fueron aceptados por la burguesía. El Estado de Bienestar contó con el apoyo de conservadores ilustrados.

Es que, en definitiva, la movilización desde abajo de los agraviados logra instalar un tema en la deliberación pública, pero el cambio institucional que lo hace realidad requiere una base social mucho más amplia.

Volviendo a lo dicho antes: la construcción de ciudadanía es un juego de suma positiva o no es. El feminismo necesita hombres, no la estigmatización de los hombres.