Jaime Bayly: "La mujer del bikini invisible"

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Jaime Bayly
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Mi mujer y yo estábamos en la piscina techada del hotel Mandarin de Barcelona, jugando con nuestra hija, cuando los pocos bañistas allí presentes enmudecimos súbitamente. De pronto entró al área cálida de la piscina una mujer sola, espigada, de pelo negro, cubierta por un albornoz blanco, y caminó sin mirar a nadie, y nos dio la espalda, y se despojó lenta y calculadamente del albornoz, y exhibió, a sabiendas de su poderío erótico, un cuerpo alucinante, glorioso, de modelo profesional. Contemplándola desde la piscina o las tumbonas, los hombres allí presentes quedamos demudados. La mujer llevaba un traje de baño tan minúsculo que, en verdad, parecía desnuda. Dicha prenda diminuta ponía énfasis en mostrar sus nalgas harto deseables. Babeando, con taquicardia, con ataques súbitos de hipo, un puñado de hombres la miramos embelesados. Mi mujer, a su turno, la miraba con aire reprobatorio, diciendo que era una vulgaridad alardear de un trasero como lo hacía nuestra admirada visitante solitaria.

Poco después, cuando la mujer se animó a entrar en la piscina, los hombres no vacilaron en meterse en las aguas climatizadas a toda prisa. De pronto ella nadaba y un puñado de cinco o seis hombres, incluyéndome, la devorábamos con la mirada, la celábamos, la seguíamos atenta y minuciosamente, la fisgoneábamos abriendo los ojos debajo del agua, la rodeábamos como pirañas a una presa, ávidos de hincarle los dientes afilados. Mi mujer salió de la piscina y, desde lejos, me miraba y sonreía, condescendiente, como diciéndome ustedes, los hombres, son unos simios, unos chimpancés, todos iguales, todos tan básicos, tan burdos, tan predecibles. Pero, a pesar de sus miradas, yo seguía vigilando a la bañista del cuerpo alucinante, que, por supuesto, nos ignoraba, como una deidad ignora y hasta desprecia a sus reverentes adoradores. Luego la mujer sacó medio cuerpo de la piscina, se apoyó sobre el borde y dejó en exhibición, a vista y paciencia de nosotros, las pirañas, su trasero memorable, que era una pequeña obra de arte, y ella lo sabía bien. A continuación, empezó a hacer unos ejercicios francamente provocadores, que consistían en mover hacia atrás y adelante sus nalgas, como poniéndolas en subasta. Los bañistas nos encontrábamos de pronto hipnotizados por los encantos de la mujer, por aquella retaguardia guerrillera en posición de combate. Mi mujer y las otras señoras veían con creciente hostilidad a la visitante que había despertado la libido de los hombres, casi todos franceses, un par de alemanes, un americano y yo.

Cuando la mujer casi desnuda, ensimismada, salió de la piscina y entró en la cámara de vapor, los hombres salimos más o menos apurados de las aguas salinas de la piscina y entramos en el recinto vaporoso. Solo había cuatro camas de cerámica turquesa allí adentro, y ya ella ocupaba una, los ojos cerrados, el cuerpo en reposo. Como en el juego de sillas con música que se interrumpe en las fiestas infantiles, solo los más afortunados conseguimos echarnos en las camas quemantes, y los otros, derrotados, se quedaron de pie y tuvieron que salir ofuscados. El aire espeso y ardiente, el vapor que difuminaba los rostros y los cuerpos, la lujuria de los mirones desvergonzados, las respiraciones profundas y acezantes, todo aquello era un espectáculo decadente, patético, y, al mismo tiempo, humano, profunda y miserablemente humano: tres hombres sudando copiosamente, dejando el resto de sus vidas, mirando de soslayo, como antiguos piratas, el cuerpo de aquella mujer que había venido a turbarlo todo, a perturbarnos, a conturbarnos, a ponernos a competir a ver quién era suficientemente valiente para hablar con ella.

Al cabo de diez minutos, uno de los corsarios desertó y se retiró, a punto de desfallecer. Yo decidí quedarme, transpirando como un animal. Cuando el otro francés se puso de pie y salió, quedamos a solas, en los baños de vapor, la mujer del bikini invisible y yo. Entonces me armé de valor y le pregunté en inglés de dónde era. Abrió los ojos, me miró con simpatía y respondió dulcemente que era turca. Me dijo que vivía en Nueva York. Le pregunté en qué trabajaba, a qué se dedicaba. Me dijo que era modelo, aspirante a actriz. Le pregunté qué la traía a Barcelona. Me dijo que se había casado, estaba de luna de miel. Luego añadió que su esposo se hallaba arriba, en la habitación. Habían salido a cenar la noche anterior, la comida les había caído mal, su esposo se había quedado en la habitación, indispuesto, intoxicado, vomitando. Me preguntó qué hacía yo en Barcelona. Paseando, solo paseando, le dije. Luego me puse de pie, sin saber que mi esposa estaba viéndome a través de los cristales, desde su tumbona, y pensé en darle un beso fugaz en la mejilla, si seré imprudente, y le dije que estaba alojado en la suite 616, a sus órdenes, para lo que pudiera necesitarme. Ella sonrió y me dijo que increíblemente estaban alojados en la 615, mismo piso, la puerta de al lado. Si a la noche no puedes dormir, me tocas la puerta, le dije, y ella sonrió. ¿De verdad estaba casada, de luna de miel? ¿En serio se habían intoxicado? ¿O era una refinada mujer de compañía que se ofrecía en la piscina del hotel y por eso sonreía tan dulcemente? Luego, sin saber que mi esposa estaba viéndonos, me agaché y no le di un besito, pero acaricié su pie derecho, solo su pie derecho, y le dije eres muy linda, ojalá volvamos a vernos.

Por suerte mi esposa no se molestó. Se reía de mí. Le conté que era una modelo turca en plena luna de miel. No me creyó. ¿Tenías que echarte a su lado?, me preguntó. ¿Tenías que hablarle? ¿Tenías que tocarle el pie, como un viejo mañoso? ¿No te das cuenta de que estás haciendo el ridículo? Perdóname, amor, perdóname, le dije. Tenía una curiosidad literaria, quería saber quién era, qué carajos hace sola y casi desnuda en esta piscina, qué se propone con sus técnicas de seducción, dije. A lo mejor es una puta de lujo, añadí. Obviamente es una puta, sentenció mi mujer. Y ni siquiera es bonita, tiene cara de perro, añadió. Me reí. No tiene cara de perro, discrepé. Es linda, aunque no le vi mucho la cara, todos le miramos el poto, dije. No tienes que decírmelo, ya me di cuenta, dijo mi mujer. Por suerte no se molestó.

Nadie tocó la puerta de mi habitación aquella noche. Escribí una nota breve, con mi email, diciéndole a la turca, si de veras era turca, y sí parecía serlo, porque en los baños de vapor o baños turcos se quedó media hora, tan fresca, que, si su esposo seguía enfermo, y ella quería tomar una copa, nos tocase la puerta o nos llamase. Nunca apareció. Tal vez le molestó que le acariciara el pie sudoroso antes de despedirme. Pero, en ese momento, cuando le toqué el pie, me sonrió mansa y dulcemente, mansa y diría que aprobatoriamente. En cualquier caso, no la extrañé, porque mi mujer y yo hicimos el amor, pasamos la noche amándonos, y a las seis de la mañana bajamos a desayunar, y a las siete subimos a la camioneta rumbo al aeropuerto, para tomar el vuelo de regreso a casa.

El incidente con la turca en los baños de vapor me hizo preguntarme, y preguntarle a mi mujer, si soy, en esencia, un hombre infiel. No lo sé. Desde que estoy con mi mujer, hace ya muchos años, nunca, ni una sola vez, le he sido infiel. He deseado, sí, a otras personas, pero se lo he contado siempre, no se lo he ocultado, y esos deseos han sido sublimados, no se han materializado. No me cuesta trabajo ser fiel porque amo a mi esposa y es la mejor amante que he tenido y me complace como nadie. Pero, a veces, bien sea con una venezolana que se aparece en el estudio de televisión, bien sea con una turca en los baños de vapor, la tentación aparece, cobra cuerpo, invita, perturba, y uno de pronto recuerda que es vulnerable a esos estímulos, esas provocaciones.

Con mi primera esposa, que me dio dos hijas maravillosas, también fui fiel, todo el tiempo fiel, los años que estuvimos casados. Sin embargo, estando casados, a veces le era infiel en la mente, imaginariamente, porque necesitaba evocar, recuperar, maliciar a un hombre que fue mi primer amor, y esa dualidad me hacía sufrir, nos hacía sufrir a mi esposa y a mí. Nunca más fui amante de ese hombre, pero supo acompañarme en los laberintos de mi imaginación todos los años más o menos torturados que estuve casado con mi primera esposa.

Confieso que he sido infiel, sin embargo, y no pocas veces. Ya divorciados, mi exesposa y yo seguimos haciendo el amor, lo que era una infidelidad a nosotros mismos, a nuestro estatus legal, o así lo parecía. Después tuve una amante chilena, entonces casada, con dos hijos, que le mentía a su esposo, diciéndole que yo era gay, totalmente gay, y entonces él aprobaba que ella viajase conmigo, siempre a Buenos Aires, donde celebrábamos nuestro romance furtivo, clandestino: cómo amé a esa mujer, cómo sigo amándola, mi esposa la adora también, es una mujer fascinante, una gran artista, una amiga leal, y era, en el territorio de los encuentros eróticos, absolutamente impredecible e insuperable. También le fui infiel, bastante infiel, a mi novio, aunque él lo sabía bien. Tuve dos novias a hurtadillas en Buenos Aires, y una se tatuó mi nombre en la espalda, me temo que ya lo habrá borrado. Tuve una amante uruguaya, tuve una chica linda en Madrid. Mi novio sabía que me gustaban las mujeres y no le molestaba demasiado. Solo se enfadó bastante cuando descubrió que me había enamorado de una jovencita de Lima que parecía mi hija, la misma que es ahora mi esposa hace años, a quien le he sido fiel, dócilmente fiel, todo este tiempo, porque la amo sin reservas ni duplicidades, y puedo compartir con ella mis fantasías eróticas más desbocadas o insolentes.

Estos últimos años con mi mujer, el gran amor de mi vida, solo han ocurrido tres apariciones místicas, sobrenaturales, que me han dejado bobo, tieso y transpirando: el modelo en Nueva York, que me despreció porque le parecí un gordito gagá; la bomba sexy que se ofreció a trabajar conmigo sin cobrar; y la esfinge turca de Barcelona, la mujer del bikini invisible. En los tres casos, mi mujer ha sido informada de todo, lo ha sabido todo y, al final, se ha reído de mis ridículos arrestos de cincuentón baboso que se niega a tirar la toalla.

Lo que me salva es ser un escritor: como lo escribo todo, lo cuento todo, especialmente todo lo que me ocurre en el ámbito más íntimo y personal, no sé ocultar nada, no soy bueno para esconderle a mi esposa, ni a nadie, todo lo que pasa por mi cabeza, incluso aquellas cosas que me dejan en situación bochornosa, desdorada. Vivir para contarlo, y contarlo para no ocultarlo, y no ocultarlo para ser leal a mi mujer y mis lectores, tal parece ser mi mantra.

Si quiere leer otras columnas de Jaime Bayly: http://www.elfrancotirador.com/