El cubrebocas de Andrés Manuel López Obrador ante Trump

El viaje de López Obrador a Estados Unidos puede poner en prueba la solidez esa imagen que se ha trabajado a través de los años, y el primer ejemplo han sido sus fotografías en el vuelo, donde usa cubrebocas

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(Foto: cortesía)

La mayor dificultad que he tenido para explicar el gobierno de López Obrador a personas de otros países es dar a entender cómo su imagen y discurso dominan por encima de la racionalidad. Por ejemplo, cuando se refiere a los conservadores, no piensa en un tory británico, sino en el grupo que fue derrotado por los liberales en el siglo XIX, y eso es lo que transmite. Eso lo hace porque hay multitudes que fueron educadas en esa historiografía, lo cual explica su eficacia.

También me es difícil explicarles por qué el presidente no se pone cubrebocas en eventos oficiales dentro del territorio nacional, e incluso menospreció la pandemia hasta que fue obligatorio declarar cuarentena. Es muy complejo mostrar como un simple acto de responsabilidad choca frontalmente con la imagen que ha construido de sí mismo a lo largo de tres décadas.

¿Cuál es el problema? Su narrativa personal se asienta sobre una contradicción. Por una parte, se ha presentado como alguien que encarna al mexicano “del pueblo”: come en cualquier fonda, no cuida mucho su apariencia personal, usa expresiones coloquiales, usa vuelos comerciales y viaja en un Jetta. Esto en sí no rompe con las imágenes y discursos de gobernantes en otros países, quienes buscan así marcar su diferencia ente una élite política anquilosada al mostrarse como “auténticos”.

Sin embargo, también se presenta a sí mismo como un prócer vivo, continuador del legado Juárez, Madero y Cárdenas, e incluso se ha autoproclamado estadista durante la campaña de 2018, sin haber tomado decisión de gobierno alguna. Para dar legitimidad a su gestión, ha usado cuanto símbolo de poder ha podido apropiarse, como vivir en Palacio Nacional. Con el fin de mostrar la dimensión histórica de su presidencia, le otorgó un nombre que la conecta con una interpretación de la historia de México: la cuarta transformación, tras la independencia, la guerra de reforma y la revolución.

La tensión entre estos discursos encontrados le ha dado al presidente una cualidad distinta ante sus seguidores: para ellos, su autenticidad como alguien del pueblo no solo les inspira confianza y en ocasiones hasta veneración, sino también una dimensión moral. Por eso son capaces de perdonarle cualquier cosa que habría sido inconcebible si lo hubieran hecho presidentes anteriores. Así es como su legitimidad es eminentemente emocional antes que racional.

El viaje de López Obrador a Estados Unidos puede poner en prueba la solidez esa imagen que se ha trabajado a través de los años, y el primer ejemplo han sido sus fotografías en el vuelo, donde usa cubrebocas. El mensaje: fuera del entorno que controla, la “fuerza moral” que le atribuyó Hugo López-Gatell no opera. Incluso en la escala que hizo su vuelo, tuvo que acatar las instrucciones de seguridad de las autoridades estadounidenses. Por más spin que se le quiera dar, no es un tlatoani y menos un iluminado.

Todavía está por verse cómo reaccionará López Obrador en un entorno que no puede controlar del todo, como sucede en México. ¿Habrá algún desplante por parte de Donald Trump? ¿Abrirá espacios para la prensa extranjera, o seguirá optando por ambientes controlados? ¿Qué posibilidad habrá de alguna expresión de terceros que no pueda prever o contestar como hace en sus “mañaneras”? ¿Se sometería a pruebas médicas, si lo requiriese el protocolo? Y a su retorno, ¿tendrá que guardar cuarentena, como se esperaría? ¿Alcanzaría su fuerza moral hasta para brincarse así las medidas básicas de sanidad, con sus posibles consecuencias?

Dado lo anterior, la principal motivación del presidente en Estados Unidos será tomar los menos riesgos posibles. Además, cuidará mantener la mayor congruencia posible con su imagen y narrativa personal, aunque le haga ver anacrónico o incluso ridículo. Sin embargo, también tiene claro que lo criticarán quienes no lo quieren: su éxito está en mantener un entorno de polarización, donde siga controlando las emociones.

Bajo estos entendidos, lo peor que puede hacer la oposición es burlarse directamente, pues afianza la simpatía del presidente ante sus leales, fortaleciendo su narrativa moralizante. ¿Qué hacer entonces? Tomar distancia y hablar sobre la forma que las incongruencias y decisiones nos han afectado. No obstante, soy poco optimista sobre las capacidades de los críticos del presidente a estas alturas del sexenio.

*Analista político

Lo aquí publicado es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio