El infierno de la 4T

El gobierno debe explicarnos qué entiende por narcotráfico y crimen organizado. Debe decirnos cuál es su estrategia de paz.

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Elementos de la Guardia Nacional cerca de la escena en donde 24 personas fueron asesinadas en Irapuato. (Photo by MARIO ARMAS / AFP)
Elementos de la Guardia Nacional cerca de la escena en donde 24 personas fueron asesinadas en Irapuato. (Photo by MARIO ARMAS / AFP)

No es ninguna novedad saber que las relaciones entre el Estado y el narcotráfico o crimen organizado, son inestables. Históricamente, es sabido que estas relaciones dependen de múltiples factores, tanto internos como externos, a decir, la política norteamericana y las decisiones políticas de seguridad nacional o seguridad interna. Hasta Netflix ha construido apócrifas narrativas en ese sentido.

Las acciones violentas perpetradas por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en la Ciudad de México y en el país no son un caso extraordinario, aislado, mucho menos ajeno a la política de combate implementada, de manera soterrada, por el régimen de la 4T contra el narcotráfico y el crimen organizado.

Hagamos un somero recuento histórico de la relación del Estado mexicano y estos grupos de poder económico, armamentístico y de negocio corporativo y clientelar ilícito.

Desde la tercera década del siglo pasado y hasta mediados de los años 80, los vínculos entre los líderes del narcotráfico con la burocracia, políticos y cuerpos policiales fue una constante, la existencia de una plaza, su mantenimiento y función operativa dependía de la protección de una autoridad capaz de usar la violencia y el terror contra los opositores y traidores.

Las plazas del narcotráfico no podrían existir sin la complicidad de autoridades de varios niveles, tanto municipales, estatales y federales. No es sólo que los capos hayan corrompido los cuerpos policiales, militares, políticos y funcionarios públicos, se trata de un sistema de estrategias y cálculos básicos para que los cárteles de droga existan y para que el Estado siga manteniendo la coerción a través del monopolio del uso legítimo de la fuerza, la cual sería vertida contra un conjunto de actores cada vez más violentos por la defensa de sus intereses privados.

Los pactos no firmados entre los grupos de narcotraficantes y el Estado revestían una conveniencia mutua: los grupos del narcotráfico aseguraban espacios para sembrar, procesar y comerciar con seguridad; mientras que el Estado obtenía control, cohesión y poder -un poder adquirido de manera ambigua- puesto que, si bien vendía protección, contrariamente, también golpeaba a los cárteles, detenía, encarcelaba y decomisaba cargamentos en retenes improvisados, etc. De esta forma, el Estado renovaba, a través de mediadores, su coerción sobre los grupos de narcotraficantes cada vez más consolidados, poderosos y violentos. Para el Estado seguían siendo grupos subordinados.

En este contexto, el Estado no daba muestras de debilidad en cuanto al control de la seguridad interna, o al aseguramiento de la paz, estabilidad económica y social se refiere. Por el contrario, el Estado los logró controlar y administrar de forma ilegal, a través de la venta de protección a los cárteles de la droga, ubicándolos en espacios geográficos ‘estratégicos’: las ‘plazas’. Desde esos espacios el Estado impidió la confrontación entre los cárteles, las disputas por el territorio y el uso indiscriminado de la violencia, a pesar de su robustecimiento armado. El narcotráfico tenía un alto nivel de politización.

En los años 90, con la descentralización y desregulación del Estado en materia de seguridad, el crimen organizado optó por adquirir protección buscando la ‘libre’ producción, comercialización de estupefacientes, para ello captó a la burocracia, jefes policiales, procuradores y fuerzas armadas, los cuales, brindaron su apoyo y protección. Estos pactos económicos entre el narcotráfico y funcionarios activos del Estado, así como de instituciones fue para el Gobierno Federal un mecanismo indirecto de control, no sólo de los grupos de narcotraficantes, sino de importantes espacios geográficos medulares para la producción y el tráfico de sustancias ilícitas.

Resulta cándido asumir que la inteligencia del Estado ignoraba las relaciones económicas que sostenían los gobiernos locales, instituciones y funcionarios de diversos niveles con los cárteles. Si bien esta relación no era novedosa, sí sufrió modificaciones. El Estado dejó de ser el centro del control y la politización del narco.

A finales de los años 90 fue imposible para el Estado mexicano establecer, como en el pasado, un acuerdo nacional con los múltiples cárteles existentes, motivo que indujo al narcotráfico a comprar protección fragmentada: policías municipales y estatales; agentes del ministerio público, alcaldes, secretarios de seguridad pública, jueces; directores de cárceles; comandantes de la judicial federal; militares de guarniciones y zonas militares.

Comenzaron a colaborar con los cárteles –además de los múltiples cuerpos policíacos y militares- jóvenes observantes, camioneros, taxistas, aboneros, tenderos, pistoleros y maleteros apostados en centrales de autobuses, quienes rendían informes pormenorizados de los movimientos en las zonas, así como de múltiples empresarios que auxiliaron a los cárteles en el lavado de dinero. De esta forma se conformó el binomio ideal para el narcotráfico: tener bajo control y a su servicio algunos aparatos e instituciones del Estado y múltiples ejércitos ciudadanos dispuestos a colaborar por una remuneración económica.

El Estado mexicano abandonó la centralidad de su poder sobre el crimen organizado y creó una administración con control diverso, ramificado en espacios geográficos, -los cuales, a finales del año 2006, se volvieron más urbanos- la venta de protección y la compra de favores fueron la base de la impunidad recíproca en esta “relación” tensa y ambigua entre ambas partes, tanto por parte de las fuerzas del orden, como de los grupos del narcotráfico. En otras palabras, el Estado optó por mantener el control del narco de manera fragmentada, el narcotráfico aprendió a subsistir sin la centralidad del control estatal. Se despolitizó aceleradamente.

Esta estrategia de control social y administración de la violencia pública y mediática deslindó al gobierno local y al Estado mexicano de la responsabilidad ante el horror, los ajusticiamientos y la desaparición de personas, este fenómeno fue únicamente atribuido a los grupos del narcotráfico y el crimen organizado que, en afán de extender su poder, conquistar o defender la ‘plaza’ desborda la violencia.

La desagregación del poder del Estado en los ámbitos locales, la conformación de intermediarios reguladores y administradores de la violencia, así como la proliferación de las fuerzas armadas en las calles no necesariamente limitaron al gobierno federal; tampoco lo convirtieron en un Estado fallido o un Estado ‘débil’ como reza múltiple literatura, más bien, justificó la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado durante el periodo de Felipe Calderón, y continuada durante el periodo de gobierno de Enrique Peña Nieto.

El horror de una guerra por todos conocida y padecida. La salida militar al conflicto, que pudo resolverse por la vía de la regulación, fue la elección más cómoda y legítimamente aceptada como un imperativo moral.

El gobierno de la 4T heredó un conflicto que ha tratado de ser manejado con la cautela propia de un Estado que se presume fuerte, semejando aquella estrategia implementada hasta finales de los años 80: la centralización del Estado en el control.

La 4T anhela centralizar nuevamente el control y la administración, cohesionando al narcotráfico a partir de una nueva repolitización. Hay una diferencia considerable, los embates que el gobierno federal ha implementado para estos fines, han sido sumamente institucionales: ha echado mano de la unidad de inteligencia financiera, el Centro Nacional de Inteligencia -cuya inteligencia ha faltado- y de operativos focalizados de la Marina, Sedena y Guardia Nacional.

El razonamiento que justifica estas decisiones gubernamentales es simple, y hasta inocente: atacar a los más beligerantes. En los últimos días hemos visto que los más beligerantes han sido el CJNG y el Santa Rosa de Lima, a los cuales se les han congelado cuentas, extraditado a algún familiar, detenido otros parientes –posteriormente liberados- y han padecido el constante asedio de la Unidad de Inteligencia Financiera y de las fuerzas armadas con despliegues de baja intensidad.

Mientras que el trato a otros cárteles, como el de Sinaloa por ejemplo, ha sido mucho más condescendiente, como la liberación de Ovidio Guzmán y el saludo del propio presidente a la abuela de éste y madre del máximo capo mexicano extraditado y recluido en Estados Unidos.

La respuesta del Estado ha sido disímbola, las consideraciones y regulaciones del Estado entre un cartel y otros son nuevamente alarmantes. Son focos rojos que reavivan el contexto previo a la guerra de Calderón.

Falta que la 4T explique qué entiende por narcotráfico y crimen organizado, y nos evidencie cuál es su estrategia para alcanzar la anhelada paz. Los gobiernos del pasado, tampoco lo explicaron.

Es importante recordar al gobierno federal que el narcotráfico no es un ente emocional al que basta con concientizar e invitar a que actúe con prudencia, mesura, a “portarse bien”. Las autoridades deben tener en cuenta que el crimen organizado es más que eso, tal vez, teniendo a la mano las palabras de Norberto Emmerich:

· El narcotráfico sólo puede ser comprendido estudiando la formación histórica del Estado nacional.

· El narcotráfico es un proceso, no una acumulación de hechos posibles de ser estudiados uno por uno.

· El narcotráfico es una actividad invisible. Solo es parcialmente visible en la etapa de crímenes predatorios, cuando está pugnando por territorio.

· El narcotráfico, por tener un carácter organizacional, cumple rutinas organizacionales estandarizadas, o sea, procedimientos predecibles, estructurados, repetitivos y burocráticos.

· El narcotráfico es coactivo, monopólico, territorial y estable. Tiene un comportamiento político con fines estatales.

· Narcotráfico y droga son entidades vinculadas, pero distintas.

· La vinculación del narcotráfico es más fuerte con el Estado que con las drogas.

· Definir al narcotráfico como tráfico de drogas es etimológicamente correcto, ontológicamente equivocado y políticamente inútil. En realidad, el narcotráfico es un proceso organizacional cuya finalidad es conquistar territorio para producir o vender drogas. Sin ese monopolio cuasi legítimo de la violencia en un territorio determinado puede haber comercio de drogas, pero no hay narcotráfico.

· La afirmación de que el último objetivo del narcotráfico es la obtención de ganancias es cierta empíricamente, pero falsa científicamente. El narcotráfico genera capital, no sólo dinero. Es una industria, no sólo un negocio. Es una relación social de dominación, no sólo una actividad comercial ilegal.

Definamos, a partir de ello, qué está haciendo el gobierno federal: qué se combate y con qué estrategia; y qué combatirá el gobierno de la 4T. A simple vista, queda, al igual que en pasado, muy lejos la repolitización del narcotráfico; sigue vivo el ejercicio de la violencia predatoria. Hoy como ayer, el infierno se está ensanchando.

*El Dr. Rodolfo Gamiño es académico de tiempo completo del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México

Lo aquí publicado es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio