Política de drogas: lo público no es moral

Como sabemos, y como seguramente sabe el presidente, las políticas públicas son dispositivos de poder. Su uso tiene un impacto no menor, sino decisivo en la población y en los sectores sociales a los que se dirigen.

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Hace unos días, el presidente Andrés Manuel López Obrador realizó, nuevamente, una declaración desafortunada a propósito de la crisis de violencia que aqueja a nuestro país. Una crisis que en campaña él prometió detener, pero que hasta ahora no se ha ralentizado sino, por el contrario, se ha intensificado. En su conferencia mañanera, el presidente dijo que el sesenta por ciento de las personas asesinadas en enfrentamientos armados se encontraban bajo los efectos del alcohol y “fundamentalmente de drogas”.

La declaración es terrible por tres razones. Primero, porque criminaliza a los usuarios y justifica, en última instancia, el asesinato de personas: “En algo andaban…”, parece decir el mandatario. Segundo, porque no existen datos públicos que, desde un punto de vista científico, permitan sostener su afirmación. Y tercero, porque el presidente filtra prejuicios y juicios de valor en una declaración pública sobre el uso de sustancias ilícitas y, peor aún, vincula el consumo de drogas con la violencia.

Cabe decir que no es la primera vez que el presidente López Obrador realiza declaraciones de ese cariz. En noviembre del año pasado, en el contexto de la crisis de Culiacán —que fue consecuencia del operativo de captura de Ovidio Guzmán López—, el presidente dijo que los delincuentes que participaron en el sitio de la ciudad se encontraban en un “nivel de descomposición extremo… son gentes drogadas, eso está probado. Cuando están en la acción, en los enfrentamientos, la mayoría drogados.”

Las declaraciones, además de que generan efectos perversos —como, insisto, la estigmatización de usuarios—, significan un retroceso en el nivel de la conversación pública sobre la política de drogas. Esta no debería edificarse sobre prejuicios ni abandonar la razón, sino privilegiar la evidencia científica y la fuerza de los argumentos.

Recordemos que el régimen internacional de control de drogas, ese artefacto legal e institucional que se consolidó a lo largo del siglo XX, se construyó, precisamente, sobre la base de preceptos morales, discriminación étnica y cánones religiosos. En otras palabras, la estructura normativa que hoy define o informa la legislación sobre la producción, trasiego, comercialización y consumo de drogas se levantó sobre la base de principios fundamentalistas que justificaron —o pretendieron justificar— la prohibición de sustancias en aras de proteger la salud, la seguridad nacional y la civilización.

De ahí la importancia de que la discusión actual sobre la política de drogas se organice sobre otros principios y fundamentos. Sin embargo, la administración del presidente ha sido ambivalente en su posición sobre la política de drogas. Peor aún, el discurso del primer mandatario pareciera contraponerse a las posturas personales de funcionarios de su gabinete y a los posicionamientos oficiales de su administración, como queda establecido en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2019-2024, que explícitamente propone reformular el combate a las drogas. Desafortunadamente, las contradicciones y ambivalencias se trasminan a la acción del gobierno, a los programas y a las políticas públicas.

Así, un programa como “Jóvenes por la Paz” representa un claro ejemplo de los riesgos de construir políticas públicas sobre prejuicios o, en el mejor de los casos, sobre concepciones erróneas. Si uno observa la infraestructura discursiva de ese programa, es evidente que se ordena a partir de figuras retóricas que vinculan juventud, infelicidad, drogas, delincuencia y violencia. De tal suerte que —desde este discurso— se construye un sujeto, el joven, que aparece, a los ojos del Estado, en una situación de riesgo, en la que podría sucumbir a la influencia de las drogas o caer en la criminalidad. En esta narrativa, no solo se despoja al joven de su capacidad de agencia, sino que también, se criminaliza el consumo de sustancias, y se adopta una posición moral y paternalista para enfrentar el problema.

Como sabemos, y como seguramente sabe el presidente, las políticas públicas son dispositivos de poder. Su uso tiene un impacto no menor, sino decisivo en la población y en los sectores sociales a los que se dirigen. Las políticas públicas delinean a esas mismas poblaciones, les dan forma, les imponen etiquetas y contenidos de clase, étnicos, morales. A través de las políticas, acciones y programas gubernamentales, no solo se norman y disciplinan los cuerpos, sino también las subjetividades. Pensar desde el discurso del poder a las víctimas de homicidio doloso como individuos “drogados” tiene consecuencias graves y ominosas sobre esas mismas personas y, al mismo tiempo, se envían mensajes falaces que influyen la construcción de programas de gobierno y de políticas públicas.

En efecto, la elaboración de políticas públicas no es tampoco un ejercicio inocente. La construcción del problema público, la elaboración de diagnósticos, el diseño de alternativas y la evaluación de los resultados e impactos son dimensiones de las políticas que se sostienen sobre supuestos filosóficos y antropológicos, pero también se moldean bajo las presiones de fuerzas económicas, ideológicas, sociales.

De ahí la obligación ética de disciplinar el diseño de esas políticas. De ceñirlas, en la medida de lo posible, a la observación científica y a la fuerza coercitiva de la argumentación y la evidencia. Fundamentarlas sobre la razón, y no en la emoción, la convención o la convicción ideológica y/o religiosa.

Hoy sabemos —existe abundante investigación académica y periodística al respecto— que el esquema punitivo de prohibición de drogas —al que coloquialmente llamamos la guerra contra las drogas— naufragó en México y en el resto del mundo. Hoy sabemos que no solo los objetivos de reducción de la oferta (un mundo sin drogas) y de reducción de la demanda fracasaron, sino que, además, trajeron consigo efectos perversos y consecuencias inesperadas. Hoy sabemos que una visión distorsionada acerca del fenómeno de las drogas y una definición equivocada del problema público de la violencia ha generado más maleficios, que beneficios. Por ello, es imperativo exigir al presidente no caer, de nueva cuenta, en el discurso fácil y falso de la condena moral y fundamentalista, sobre un tema socialmente complejo y apremiante.

* Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro

Lo aquí escrito es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio