Designios Satánicos

La semana que termina, un hombre de 24 años apuñaló en diez ocasiones a Salman Rushdie en Chautauqua, un condado al Oeste del estado de Nueva York.

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En el mercado de libros de Teherán, todo el mundo estaba al corriente el sábado del intento de asesinato sufrido el viernes por el escritor británico Salman Rushdie, pero entre las opiniones sobre el ataque solo parecía haber dos posturas: el apoyo o el silencio.
En el mercado de libros de Teherán, todo el mundo estaba al corriente el sábado del intento de asesinato sufrido el viernes por el escritor británico Salman Rushdie, pero entre las opiniones sobre el ataque solo parecía haber dos posturas: el apoyo o el silencio.

Su agente informó que el escritor puede perder un ojo, que su hígado había sufrido daños severos al igual que los nervios de su brazo. Desde la publicación de Los Versos Satánicos en 1988, el autor se ha convertido en el símbolo mundial del respeto a la libertad de expresión: 13 países prohibieron su libro por considerarlo una ofensa al Islam y al profeta Mahoma, el Ayatollah Khomeini expidió una fatwa ordenando la ejecución del novelista por considerar su libro blasfemo y se ofreció una recompensa por su muerte. Como resultado, Rushdie ha vivido la mayor parte de su vida bajo protección de la policía en Estados Unidos.

La intención de grupos religiosos o nacionales de controlar las narrativas que contradigan sus principios fundacionales es tan vieja como la humanidad misma. Contra ella ha luchado el liberalismo a través de la consagración del derecho a la libertad de expresión que hoy es considerado un principio fundamental que es protegido por múltiples formas del derecho nacional de muchos países y consagrado en el derecho internacional.

A pesar de esa aparente universalidad, las amenazas a la libre expresión se han transformado y han adquirido un vigor en ascenso. Para empezar, la acción de quienes atentan contra la libertad de expresión se ha globalizado, sin reparar en fronteras o ciudadanías. Esa globalización de la persecución no la han podido parar los gobiernos, algunos por indiferencia, otros por complicidad y unos más por incapacidad.

La realidad es que la persecución a quienes disienten, desafían o se oponen a los credos oficiales va en ascenso. El ataque a Rushdie en Nueva York, el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en un consulado en Estambul y el veto que el gobierno colombiano impuso a importantes escritores colombianos en la Feria del Libro de Madrid, son ejemplos poderosos de que a los Estados les importa un bledo la libertad de expresión.

Imagen de archivo del escritor Salman Rushdie entrevistado durante el Heartland Festival en Kvaerndrup, Dinamarca. 2 junio 2018. Carsten Bundgaard/Ritzau Scanpix/vía Reuters.  ATENCIÓN EDITORES - ESTA IMAGEN FUE ENTREGADA POR UNA TERCERA PARTE.
Imagen de archivo del escritor Salman Rushdie entrevistado durante el Heartland Festival en Kvaerndrup, Dinamarca. 2 junio 2018. Carsten Bundgaard/Ritzau Scanpix/vía Reuters. ATENCIÓN EDITORES - ESTA IMAGEN FUE ENTREGADA POR UNA TERCERA PARTE.

Las fronteras no les importan a quienes quieren acallar las voces incómodas. En cambio, esas mismas fronteras son invocadas con frecuencia para frenar—con la excusa de la soberanía o la religión o el talante nacional—las denuncias de la sociedad civil o de las organizaciones defensoras de la libertad de expresión.

La no intervención en asuntos internos es un concepto muy práctico para impedir la fiscalización colectiva o internacional de las barbaries que muchos países despliegan en su intención de silenciar a los que piensan diferente. Biden, para citar solo un ejemplo, después de una vociferante condena a los asesinos de Khashoggi, durante su reciente visita a Arabia Saudita tuvo que hacer de tripas corazón y sonreír diplomáticamente al regente Mohammed bin Salman. Al saludar al monarca en ciernes no le dió la mano si no que escogió un choque de puños como gesto de protesta por el asesinato. Valiente forma de expresar su compromiso con la defensa de la libertad de expresión.

Además, toda la ola de populismos de derecha y su arremetida contra los medios de comunicación y contra el establecimiento liberal también terminaron por inyectarle una dosis de legitimidad enorme a quienes todos los días se creen con el derecho a negarle la libertad de decir, de contar, de narrar y de crear a otros. Se volvió popular y masivo callar: a punta de insultos e intimidaciones en redes, a punta de discursos públicos amenazantes e intimidantes, y en últimas, a punta de asesinatos y atentados. Todo en nombre de un proyecto nacional o religioso que normalmente es tan débil que no aguanta ni la más mínima crítica o parodia. Su temor a las otras voces y versiones es proporcional a su propia fragilidad.

En Colombia estamos viviendo una versión dramática de esta tendencia. La disputa por las narrativas sobre el conflicto armado que ha vivido el país se quiere resolver a punta de silenciamiento y prohibiciones. Ahora resulta que el trabajo cuidadoso y riguroso de reconstruir las atrocidades de nuestro conflicto armado que llevó a cabo la Comisión de la Verdad le debe ser vedado a los jóvenes de nuestros colegios. Acallar las narrativas, las formas de contar, la reconstrucción de nuestras historias parece ser la forma que muchos han encontrado para disciplinar nuestra memoria y la de nuestros jóvenes y niños. Construir nación sobre la base de una versión de nuestro pasado controlada, aséptica y hasta mentirosa parece ser su consigna.