La competitividad es mucho más que el tipo de cambio

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La Argentina estuvo sumergida en un proceso estanflacionario en toda la segunda Presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. De hecho, en 2012-2015 la tasa de expansión del PBI promedió 0,3% anual, mientras que la inflación se ubicó en torno a 30% promedio anual. En este marco de estancamiento económico y elevada inflación (estanflación), gran parte de mis colegas economistas volvieron a colocar al tipo de cambio en el centro de la discusión económica.

Según la visión de la mayoría de mis colegas, la economía no podía producir, exportar, ni generar (mantener) puestos de trabajo, porque se había quedado sin competitividad debido al atraso cambiario. Así, la devaluación era propuesta como la piedra fundacional del resurgimiento del nivel de actividad en Argentina. Según esta visión, la devaluación aumentaría la competitividad precio del tipo de cambio, abarataría nuestras exportaciones y encarecería las importaciones y, por ende, al estimular la inversión y las exportaciones, impulsaría la demanda agregada y el nivel de actividad económica.

Por el contrario, nosotros (Javier Milei y yo) teníamos otra visión, porque pensamos que la competitividad no depende únicamente del tipo de cambio, sino también de la relación gasto público-PBI, de la presión tributaria, del costo de capital (tasa de interés), de las condiciones monetarias relativas (emisión e inflación) entre países y de los términos de intercambio. También de la relación salario-productividad del trabajo, de la economía de escala y de las expectativas (inflación y devaluación).

En este contexto, postulábamos que, sin mejorar las condiciones de todas las anteriores variables que influyen en la competitividad, la devaluación haría, por sí sola, resurgir el nivel de actividad. La realidad confirma nuestro planteo. A fines de febrero 2016 y con un dólar nominal a 15,5 pesos, el índice de tipo de cambio real bilateral (TCRB) de Argentina contra Estados Unidos aumentó un 45% desde el mes previo a la salida del cepo, pasando de 0,98 a 1,42 entre noviembre de 2015 y febrero de 2016, respectivamente.

En relación con Brasil, el índice de TCRB subió un 43% desde la salida del cepo, pasando de 1,16 a 1,66 entre los meses de noviembre pasado y febrero de este año, respectivamente.

Sin embargo, para el caso del sector agroexportador y las economías regionales, a la devaluación hay que sumarle el impacto de la quita (baja) de retenciones. La competitividad precio del sector agro exportador, medida a través del Icopesa E&R, aumentó 67% desde el mes previo a la salida del cepo, lo que permitió que el índice se ubicara un 44% por encima de la salida de la convertibilidad (diciembre de 2001). Las mayores ganancias de competitividad se registraron en trigo (139%), girasol (115%), maíz (86%), carne (83%), cuero (78%). La competitividad precio de las economías regionales, medida por el ICER E&R, mejoró en promedio un 63% con respecto a la salida del cepo. Los productos más beneficiados son los que percibían alícuotas de retención más alta, como el algodón, el tabaco, y la pera, cuyas mejoras alcanzaron 76,1%, 68,4% y 66,2%, respectivamente.

En otras palabras, la devaluación del 60% y la quita (baja) de retenciones no alcanzan para compensar la elevada presión tributaria y la tasa de interés, el desacople entre salarios y productividad, la imposibilidad de seguir financiando (con inflación, impuestos o deuda) el actual nivel de gasto público ni tampoco las fuertes expectativas de inflación.

Dicho de otra forma, el actual gradualismo fiscal pone una pesada mochila sobre los hombros de los contribuyentes y la espalda del Banco Central. Por el lado de los contribuyentes, el programa fiscal mantiene una elevada relación gasto público-PBI y presión tributaria que asfixian al sector privado, lo que desincentiva la inversión, la acumulación de capital, el crecimiento y la generación de nuevo empleo genuino.

Por el otro lado, el gradualismo fiscal dificulta la política antiinflacionaria del Banco Central. El mercado tiene dudas de que el actual programa fiscal pueda ser financiado en forma plena en el mercado y a tasas razonables. En consecuencia, contempla la posibilidad de que se tenga que recurrir al financiamiento con emisión monetaria, que descuenta más (expectativas de) inflación y devaluación. Los números avalan esto último. Antes del anuncio del programa fiscal, el Banco Central acumulaba reservas (79 MM de dólares diarios) y la tasa de las LEBAC (a 30 días) había bajado de 38 a 31 por ciento. Luego de la presentación del programa fiscal, la política antiinflacionaria se dificulta, porque: 1) el Banco Central pasó a perder reservas (-71 MM de dólares diarios); 2) el dólar subió más de la cuenta, lo que encarece más de dos pesos y obliga al Banco Central a emitir por futuros y así abandonar (aunque sea momentáneamente) su sesgo contractivo antiinflacionario; 3) el Banco Central tuvo que subir nuevamente la tasa de las LEBAC (a 30 días) de 31% a 38% anual, lo que impacta negativamente sobre el nivel de actividad.

En síntesis, el actual combo de política fiscal y política monetaria impide despejar dudas, eliminar la incertidumbre y generar expectativas positivas que alienten la inversión y apuntalen el nivel de actividad en 2016. En este contexto en el cual las previsiones sobre inflación, mercado cambiario, costo de financiamiento futuro, costos fiscales y costos laborales no son positivas, el empresario prefiere asumir una postura "wait & see", no arriesgar y no invertir, con lo cual la mejora de competitividad por tipo de cambio y quita (rebaja) de retenciones queda anulada.