La necesidad de desafiar las convenciones

Por Gustavo PerilliLa escuela económica ortodoxa entiende que la inflación es un fenómeno monetario que se resuelve absorbiendo liquidez del mercado. Pero en realidad es un problema social, que exige una estrategia integradora en lugar de una binaria y lineal

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En 1962, en pleno furor de la Guerra Fría, las cámaras de televisión registraban al detalle las célebres caminatas del presidente de EEUU John F Kennedy por las galerías de la Casa Blanca. Su mesurado semblante, sus persistentes brazos cruzados, la mano en su mentón, los diálogos en confianza familiar con el Fiscal General, su hermano, Robert Kennedy, y la atención escéptica puesta a las recomendaciones recibidas por parte de las máximas autoridades militares y de su secretario de Defensa, el controvertido Robert McNamara, parecían reflejar la manera poco convencional en que siempre abordaba sus desafíos. En octubre de ese año, su preocupación no era menor: una copiosa flota de barcos soviéticos cargada de misiles de largo alcance se dirigía decididamente hacia Cuba. Debía dar una respuesta, pero no lo hizo de inmediato ni de manera tan lineal como se "lo sugería" el entorno. La idea de enfrentar el problema sin el uso de armas lo obligó a ingresar en una compleja prueba de temperamentos con el presidente de la URSS Nikita Kruschev, un hombre experimentado que supo evadir "las purgas" de Stalin, y a enfrentar al status quo estadounidense. De manera similar enfrentó las primeras fases del conflicto que, finalmente, derivaría en tragedia. Su estrategia contemplativa de caminos alternativos (pese a habérsela considerado deficiente vía un razonamiento contrafáctico porque el magnicidio impidió constatar resultados), evitó que el conflicto armado se destapara instantáneamente. La perspectiva Kennedy se diferenciaba del diagnóstico y la terapia lineal de su sucesor, Lyndon Johnson, y "el renacido McNamara" a partir del episodio ficticio pergeñado en el Golfo de Tonkin y su consecuencia instantánea, la Guerra de Vietnam.

Al evitar el pensamiento único y simplista (concreto y matemático, incluso) para atender complejos problemas sociales de múltiples aristas y vericuetos, Kennedy empleaba elementos de una heterodoxia que desafiaba e incomodaba a una palpable ortodoxia estadounidense incapaz de incorporar la evolución y a continuar "considerando dadas a las instituciones sociales, políticas y económicas específicas para sólo contemplar conductas individuales (Landreth y Colander, 2006)". Con su amigo, y funcionario de su Gobierno, el economista John Kenneth Galbraith, entendían que en el campo social el empleo de "teorías nuevas, a menudo a partir de la definición de hechos históricos nuevos, modifican un determinado marco económico y social y torna inadecuadas las teorías preexistentes (Bresser Pereira, 2004)". Sin lugar a dudas, su heterodoxia visible en múltiples ocasiones disparó, en gran medida, el episodio de aquel viernes 22 de noviembre de 1963, en la calle Elm en Dallas. ¿Cómo ubicar al heterodoxo Galbraith en ese contexto? Simple, sostenía que "ninguna política encaminada a promover la estabilización de los precios tendrá ninguna probabilidad de éxito continuado, si depende, tanto directa como indirectamente, de una desocupación prolongada de un modo deliberado (Galbraith, 1961)". Desde su experiencia y sus conocimientos de la economía, sus pronunciamientos se asemejaban a los de su amigo, pero a diferencia de él, vivió más años: falleció en 2006 a los 97 años.

Una política económica que contempla diversos aspectos de un individuo desarrollando su actividad en el tiempo, en el marco de instituciones, el respeto de la soberanía y el próximo (el prójimo) dista, sin lugar a dudas, del pensamiento que cuestiona todo lo que no es productivo y rentable. Supone siempre que un Estado bien entendido y arraigado en el concierto plural puede captar y fusionar armónicamente la totalidad de las necesidades sociales, estudiarlas concienzudamente y emitir un veredicto integrador (no para una empresa o un individuo particular). "Un producto público" de esta naturaleza, evitaría también el ingreso en profusas mecánicas perversas y masificadas, impulsadas por eslóganes diseñados para combatir "a ese monstruo" que, según Nieztsche, "es el más frío de todos los monstruos fríos: miente fríamente y ésta es la mentira que sale de su boca: yo, el Estado, soy el pueblo. ¡Qué gran mentira! (Nietzsche, 1924)". Al consolidarse estos deseos como una suerte de pegajosidad social (fijado por el corpus social de la ignorancia), cualquier medida gubernamental de tinte heterodoxa que busca "dar innovadoras vueltas de tuerca" queda atrapada en una "telaraña".

Un problema social como la inflación no se resuelve sólo con retirar dinero del mercado

La sociedad vota, se regocija por su participación cívica y festeja los resultados como si se tratara de esos famosos juegos donde un director técnico arma equipos de fútbol. Nunca se esfuerza (ni jamás hará, supongo) en tratar de entender que un problema social como la inflación, por ejemplo, no se resuelve por completo sólo mediante el retiro de dinero del mercado. Contemplar a la economía de manera tan binaria es, ni más ni menos, una amarga frustración para quienes están dispuestos a arremangarse porque convierte a la ciencia en una técnica que siempre debe velar para que "uno más uno sea igual a dos". En una sociedad diezmada por la luminosidad de la televisión y las teorías tísicas de los falsos íconos, el análisis de la emisión monetaria que, siempre y en todo momento genera inflación, penetra y está en el menú de toda disertación elegante. Como la economía no sólo es el estudio de un balance contable, estas estructuras de pensamiento se transforman deliberadamente en un pensamiento ortodoxo incapaz de resolver problemas sociales de base. No digo que la heterodoxia posea la llave de "la felicidad social" (porque, por razones discutibles, en numerosas ocasiones perdió la oportunidad) sino, simplemente, que los pensadores de esta escuela poseen elementos porque "se han aventurado a traspasar las fronteras de la fronteras de la teoría económica ortodoxa y a adentrarse en la tierra de nadie que se encuentra la economía, la sociología, la antropología, la psicología, las ciencias políticas, la historia y la ética (Landreth y Colander, op. cit.)". Necesariamente esto requiere debatir sobre el funcionamiento coordinado de un Estado, no necesariamente sobre su corrupción o los límites de "su politiquería" dado que, de estos temas estrictamente delimitados por códigos, sólo se debe encargar la justicia.

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Ensuciémonos un poco las manos. El siguiente gráfico, al que me gustaría llamar "¿Y dónde está la confianza?" (algo así como "¿y dónde está el piloto?"), demuestra la manera en que la ortodoxia simplifica el análisis para abordar un histórico problema estructural y expone a la sociedad a una suerte de convulsión (con la participación de otros caceroleros, por ejemplo), más pobreza e inseguridad futura. La línea roja indica la manera en que desde fines de enero estuvo subiendo continuadamente el tipo de cambio, mientras que la verde (en dirección descendente), la forma en que se ha dispuesto disminuir aceleradamente la cantidad de dinero primario de la plaza y, además, forzar la reducción de tasas de interés (no vista en el gráfico). ¿Qué pretendió hacer? Estabilizar y desacelerar el proceso inflacionario. Pero, ¿la inflación disminuyó? No; ¿se estabilizó? No; ¿Se aceleró? Sí. ¿Cuál es el problema? La meta oficial de 25% no se cumpliría porque, para que ello ocurra, en los próximos nueve meses el promedio ponderado de precios debería subir a un ritmo mensual cercano a 0,5 por ciento. Confiando en lo que nos dicen los índices de precios al consumidor de la Ciudad de Buenos Aires y San Luis, cuyas subas se ubican en el orden de 4% por mes, realmente esto luce poco alentador, máxime porque el tipo de cambio sube, la contienda en el terreno paritario se endurece y el incremento tarifario seguro hará daño. Es decir, habrá más traslado a precios.

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Reacomodar precios y atrincherarse detrás de grupos caceroleros obcecados de clase media, de quienes no reciben sus ingresos vía salario (empresarios y rentistas) y de determinados "íconos culturales domésticos", representa un plan demasiado riesgoso que, de ninguna manera, se lo puede definir como "gradualista" o heterodoxo. La cohesión social se resiente. Las encuestas de opinión señalan elementos que permiten inferir que el estado de la confianza comenzó a implosionar (algo que es crítico para toda la sociedad). ¿Por qué? Porque no se trata sólo de mostrar que "de manera express" somos confiables para propiciar el ingreso de "las benditas inversiones", ni de transferir rentabilidad de uno a otro sector social suponiendo que los acontecimientos se moverán en cierto rumbo (materializada en la suba del tipo de cambio, la disminución de retenciones, el aumento de tarifas y la exigencia de productividad a rajatablas), sino de revisar la existencia de virtudes y deslices anteriores y recién a partir de ahí evaluar potenciales cambios de rumbo. "La cuestión pendiente sigue siendo la determinación de la tasa de rendimiento objetivo, o de la tasa de beneficio normal, que contribuye a fijar el mark-up sobre los primeros costos unitarios (Lavoie, 2005)" para que las subas de precios no contribuyan a aumentar desmesuradamente las ganancias empresarias y deteriorar pronunciadamente el bienestar de aquellas familias cuyos ingresos provienen exclusivamente del salario (o sea, no distorsione la distribución del ingreso). Antes de convalidar rotundos virajes y estrategias de shock de naturaleza ortodoxa (avalada por sustanciales porciones de la clase media), quizás sea necesario incorporar condimentos de heterodoxia a nuestra "histórica ensalada social". Con la mano en su mentón, seguramente Kennedy se planteaba aventuras similares.


Gustavo Perilli es socio en AMF Economía y profesor de la UBA

Twitter: @gperilli