Se hace camino al andar

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Voy a contarte una historia. Ocurrió hace muchísimos años. El relato involucra a una mujer y bien podría representar una réplica a menor escala del desafío que afrontará María Eugenia Vidal al asumir —o aun en la previa— la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

El desayuno empresarial había sido convocado, entre otros tantos anuncios, para presentar en sociedad a esa mujer por su reciente incorporación a una compañía multinacional. Le dieron la bienvenida con un tarjetero de plata grabado con su nombre y, en el interior, una parva de tarjetas que anunciaban un cargo tan rimbombante (directora estratégica de posicionamiento y bla, bla, bla) que necesitó de la compresión de la tipografía para que cupiese íntegro. Pero —en honor a la verdad— la misión de esa mujer consistía en vender productos masivos a supermercados. Cuando los formalismos de rigor terminaron, se le acercó un hombre y otro y otro. En trío, esos barones que la duplicaban en edad la apartaron amigablemente y con educación la arrinconaron a un costado, mientras intercambiaban sendas tarjetas: jefe de ventas interior, jefe de ventas mayorista, director de Contaduría.

"Ojo con lo que gastás", arrancó el primero, interpelándola en tono imperativo, sin alterar el rictus amable. "Tu rendición de viáticos no debe ser inferior a tanto", agregó otro en voz grave y seca. Finalmente, el de Contaduría marcó los topes: "Un almuerzo, no menos de tanto; combustible mensual, no menos de tanto; estadía en hoteles, por encima de tanto", y etcéteras.

Entiéndase que lo que le estaban diciendo a esa mujer era que si su rendición mensual de gastos suponía menos que la de ellos, los pondría en evidencia. Te lo digo más simple: lo que le pedían no era sólo que se asumiera cómplice haciendo oído sordo a sus chanchullos, sino que pretendían también que fuera igual que ellos, corrupta. Y si no, ¿qué?

Esa mujer desatendió la sugerencia, menos por valiente que por no distraerse: sus intereses estaban puestos en otro lado. A la mañana siguiente, o más bien de madrugada: apenas eran la 5 de la mañana, sorprendió, a fuerza de toques de bocina, frente al portón de la planta de Ciudadela, en el sector en donde los camiones se abastecían de mercadería para distribuir. Esa mujer, que vestía un tailleur claro de buena hechura, se presentó con un paquete de medialunas recién horneadas y reunió a los muchachos frente a una pizarra. Allí, entre mate y mate, desplegó un organigrama inmenso con días y horarios de recepción de mercadería en cada boca de expendio y les explicó la importancia de que la mercadería llegara en tiempo y forma a cada sucursal. Esa mujer sabía que el mejor comercial de la mejor agencia no surtiría efecto si el producto no estaba en destino. Escuchó con atención las dificultades que se les presentaban a esos hombres a diario que hacían que en ocasiones el camión regresara a planta con toda la mercadería de vuelta. Y tomó nota. Junto al jefe de depósito, controló notas de pedido, remitos y cargas. Luego, esa mujer, valiéndose de la mano que le tendió un camionero, subió a la cabina del Scania para acompañar la primera entrega del día. Una hora después, ya estaba en el salón del híper, cuando este aún no había abierto las puertas al público, para ubicar el primer producto en góndola frente al staff de repositores externos. Era imperioso que esos jóvenes entendieran la importancia del layout. Esa mujer sabía que el mejor comercial de la mejor agencia no surtiría efecto si el producto no ganaba dimensión en góndola, donde la renta se calcula por centímetro lineal, donde el estante a altura de la vista es el más codiciado, donde si la rotación no es alta, el producto pierde espacio, donde la reposición debe ser inmediata para evitar el hueco, donde la falta de stock no se perdona y se traduce en franquear el paso a la competencia.

Mientras el vaivén de roscas fluctuaba en drives de golf, amarras sobre el río Lujan o brunchs nutridos con finger foods de trucha ahumada, esa mujer construía, día a día, junto a los camioneros y los repositores —sus verdaderos aliados—, una maquinaria que llevó a que la venta en supermercados representara el 80% de la facturación de la compañía, y de su sueldo.

Una mañana, a punto de cumplirse un año de aquel desayuno de bienvenida, esa mujer encontró el capó de su vehículo rayado con una inscripción que decía "Bye Bye".

Fin del cuentito.

María Eugenia Vidal —Heidy, según el apodo que le adjudicó Felipe Solá, uno de sus oponentes— ganó sorpresivamente y contra todos los pronósticos la gobernación de la provincia de Buenos Aires, de tradición peronista. Probablemente por desatender las sugerencias de los barones del conurbano; probablemente por valiente y por no distraerse: sus intereses estaban puestos en otro lado. El caudal de votos estaba en el interior de las casas. Caminó la provincia puerta a puerta escuchando a la gente. Y tomó nota. Pero sabido es que ni la mejor campaña de la mejor agencia hubiese sido efectiva si los bonaerenses conquistados no encontraban boletas de Cambiemos en el cuarto oscuro, y si no se hubiese puesto la lupa de control sobre la fiscalización y el conteo final. Cerrado el circuito en ese sentido, el resultado lo conocemos. El primer anuncio de la flamante gobernadora fue que no ocuparía la residencia de la gobernación, en la ciudad de La Plata; conservará su domicilio para no alterar la rutina familiar.

Pero no es el fin del cuentito. Esta historia recién comienza, porque no basta con ganar las elecciones, hace falta tomar legítimamente el poder. En esa línea, tal vez se entienda la designación de Cristian Ritondo como ministro de Seguridad, un duro capaz de entenderse de igual a igual con la estructura de los barones del conurbano y el fantasma de la mano de obra desocupada.

Voy a contarte otra historia. Ocurrió hace un par de semanas en Canadá. El relato involucra a un hombre joven, misma edad que María Eugenia, misma épica: Justin Trudeau, líder del Partido Liberal, que, contra todos los pronósticos, destronó a su oponente conservador Stephen Harper, que se postulaba para su cuarto mandato a primer ministro, luego de tres períodos consecutivos. La rotunda victoria de Trudeau fue sorpresiva en tanto y en cuanto en las últimas elecciones (2011) su partido había obtenido el peor resultado de la historia y al inicio de la campaña electoral los liberales se situaban en tercer lugar en la preferencia de voto, por detrás del Nouveau Parti Démocratique (NPD) y del Partido Conservador. Trudeau logró contradecir los sondeos con una victoria más amplia de lo que incluso sus seguidores auguraban. ¿Y adivinen qué? Su campaña tuvo como eje el recorrido exhaustivo, puerta a puerta, para tomar contacto directo con los votantes. Con la nieve hasta el tuétano caminó —pienso en Robert Walser— la misma espesura blanca que casi dos décadas atrás, vuelta avalancha trágica, había sepultado a su hermano menor. ¿Y adivinen qué más? Su primer anuncio fue que él y su familia no se mudarían a la residencia oficial de Gobierno, en Ottawa.

Improviso una moraleja. Tal vez la enseñanza sea que en una sociedad democrática todos somos políticos. La división entre los que mandan y los que obedecen es espuria, porque los que mandan son nuestros mandados, aquellos a los que nosotros hemos mandado mandar y, si lo hacen mal, peor lo hemos hecho nosotros eligiéndolos o no vigilando su gestión. Basta ya de que los políticos son una suerte de casta especial. Es imperioso entender que el ministro que está en su despacho es tan ciudadano como la señora en su casa. Pecamos por naturalizar el maltrato y el consecuente desprestigio del concepto de ciudadanía por parte del poder político. En las urnas es posible reivindicarlo.


La autora es escritora, Primer Premio Literario Archivos del Sur 2012. Acaba de publicar el libro In Memorian, en homenaje a su primo, Alberto Nisman.

@_APG_