Cómo se originó la toma de tierras en Merlo

Veinte días atrás, incentivados por punteros políticos, familias y vecinos con necesidades habitacionales comenzaron a instalarse en el predio de 60 hectáreas de Merlo Gomez

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 Adrián Escandar 162
Adrián Escandar 162

Días antes de las elecciones de octubre comenzó a correrse la voz. Daniel, técnico de refrigeración de 37 años, leyó en Facebook que alguien del barrio se quejaba por la toma. Cuando lo comentó con un vecino, la noticia ya se había diseminado por todo el barrio: estaban tomando terrenos en el predio de 60 hectáreas junto a la ruta 1003. No dudó: dejó a su esposa y sus hijas -un año la más grande, dos meses la segunda- junto a su suegra en la casa donde viven todos juntos, al borde del hacinamiento, y se fue para el terreno, a pocas cuadras de donde vive, en Merlo Gómez.


Al comienzo hubo peleas, desconfianza, desorganización. Las casas de un plan de vivienda que están a medio construir fueron las primeras en ocuparse, presuntamente a instancias del intendente saliente, Raúl Othaecehé. Pero la toma comenzó a extenderse hacia el predio de 60 hectáreas, descuidado, con basura, animales peligrosos y desniveles ocultos por pastizales.


Veinte días después, la "comunidad" parecía algo más organizada. Los vecinos fueron colonizando espacios, a fuerza de desmonte, construcciones precarias y loteos informales. Un vecino electricista se encargó de colgar el cable para la precaria instalación eléctrica. Nadie duda de que fue una toma armada, que alguien dio luz verde. Pero la movida política que sospechan tocó un tema sensible: la falta de vivienda.


Hubo quienes que no resistieron la intensa tormenta que el lunes visitó, fugaz pero intensamente, Buenos Aires y se fueron, contó Juan, de 59 años, changarín. Cuando comenzó a llover le dijo a su esposa que se fuera a la habitación que alquilan juntos a pocas cuadras, en Merlo Gomez, del otro lado de la ruta 1003. A Juan no le pareció conveniente someterla a la lluvia en la intemperie del predio en el que el viento amenzaba con volar chapas e instalaciones precarias de luz. Él resistió la lluvia durmiendo en el Fiat 600 que, por estar cerca de la ruta, logró entrar. Juan fue uno de los primeros en llegar. Dijo que escuchó la noticia en Canal 26 y fue a ver.


Crístofer tiene 21 años. Sonriente, divertido, mostró el "sofá" de su "living": una cubierta de auto que usa para no ensuciarse con la tierra húmeda, apenas protegida con un toldo hecho con lo que alguna vez fue un cartel publicitario. Desde que comenzó la toma se instaló ahí para cuidar los lotes apropiados por sus hermanos. Él vende, en la calle, espejos que compra en una fábrica en San Miguel. Durante la semana se queda en el predio y los fines de semana sale a vender "por ahí". Desde que llegó, uno de los primeros días de la toma, probó liebres y cuises, que otros cazaron y cocinaron. "Con una víbora nos hicimos sushi", bromeó.


Más atrás, en la "calle" que abrieron, había tres policías. O eso es lo que contaban, aunque los policías nunca aparecieron. A lo lejos se escuchó una detonación y Claudio, albañil de 26 años, y Maxi, operario de 22, decidieron que ya había sido suficiente para ellos y se fueron. Estaban hace unos días, llegados desde Rafael Castillo, y se les estaba complicando resistir. Los rumores sobre un pronto desalojo los desalentó. La lluvia de ayer les arruinó el toldo que estaban comenzando a levantar, pero salvaron el equipo de música. Alguien viene corriendo desde tierra adentro, diciendo que "del otro lado" están desalojando, y la conversación se interrumpe. Minutos después estarán cargando un bolso, con el equipo de música, y alguna pertenencia más.


Alejandra cargaba un bidón con agua que fue a buscar a la canilla que queda del otro lado de la ruta 1003, a unas cuatro cuadras. En el camino a la casilla que improvisó su hija, de 24, se encontró con Carina, de 37, y Julieta, de 20. Era el mediodía, y el sol estaba empezando a pegar fuerte, secando la tierra. Durante el día, la toma del predio de Merlo se llena de mujeres: los hombres se van a trabajar y vuelven a la noche a cuidar las parcelas, que con los días y el desmonte van teniendo algo más de precisión en sus límites.


Alejandra está desocupada, por lo que no tiene problema con pasar sus horas en el acampe. Carina se pierde algunas ventas -es vendedora ambulante en la calle Avellaneda, en capital-, pero cuidaba el lote que su hermana tomó. Ella ya tiene casa: "compró", hace no mucho, un terreno fiscal a una puntera del barrio. Pagó 65.000 pesos, no puede escriturar, pero ya está construyendo. Julieta cuida a Santiago, que hasta hace unos minutos tomaba la mamadera a upa y luego corría por la calle que improvisaron. No trabaja, y está terminando el secundario, aunque reconoce que no volvió a ir al colegio desde que empezó la toma.


Walter está separado, tiene 19 años y un hijo. El contrato en la fábrica donde trabajaba se le terminó justo cuando comenzaba la toma. Estaba en la habitación que alquila a pocas cuadras cuando el 21 escuchó sobre lo que ocurría y fue. Se instaló con la esperanza de que le den un terreno que pueda pagar. Sabe que si vuelve a conseguir un trabajo, no va a poder vivir en esa precariedad. "Acá se te funden los calzoncillos", dijo entre risas, antes de detallar los inconvenientes de vivir durante 20 días en un pastizal. "Esta remera no sirve más después de usarla acá unos días". Se llevó una garrafa con un anafe, y los fines de semana lleva a su hijo, de dos años.



Para los chicos improvisaron un merendero. Compran leche en polvo y galletitas. Ayelén, de 22 años, desocupada, llevó ahí a su nena de 3 años. Se le terminaba el alquiler de la habitación donde estaba, y se había mudado a la casa de un primo cuando escuchó de la toma. Junto a un grupo de amigos, fueron y se instalaron. Desde entonces, no volvió a ir al colegio, cuidando el lote que tomó.


Raúl tiene 57 años. Como casi todos en el lugar, tiene un trabajo informal. Vivió toda su vida en la zona, alquilando, en piezas. Es la primera vez que intenta tomar un lugar. "No me da vergüenza", se defendió. No sabe qué va a pasar. No quiere pensarlo, pero en el fondo nadie guarda demasiadas esperanzas.