Por qué no alojan narcos con ladrones, el odio de los reclusos a los porteños y otros secretos del mundo carcelario

En el nuevo libro "Cárceles", los periodistas Eduardo Anguita y Daniel Cecchini analizan el sistema penitenciario argentino, recogiendo iluminadores testimonios y desnudando sus brutales defectos. Infobae publica un adelanto

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Un pabellón de la cárcel de Marcos Paz por dentro (crédito: Matías Pellón/MPF)
Un pabellón de la cárcel de Marcos Paz por dentro (crédito: Matías Pellón/MPF)

En conversaciones informales con agentes y oficiales penitenciarios, nos enteramos de historias valiosas. Pese a saber que hablaban con cronistas ávidos de publicar historias, contaron con generosidad. Sus nombres y las unidades carcelarias donde se desempeñan, claro está, se mantendrán en reserva. Incluso, algunas de las cosas que nos confiaron no serán registradas para evitarles cualquier contratiempo.

Dicen, por ejemplo, que "hay presos con códigos y presos sin códigos. Los presos sin códigos son parias. Para los otros, el código carcelario dice que todo lo que ocurre dentro de la cárcel se queda ahí adentro, entre los presos, que no se le habla a la autoridad, porque la autoridad no es el amigo".

Para la distribución de los presos en los pabellones, los penitenciarios admiten que utilizan el ojo de la experiencia. Por caso, "alguien de una condición social más alta que la del resto, será extorsionado". Otra cosa típica que pasa, cuenta un oficial, sucede "cuando llega un primario, alguien que no conocía las tumbas. Ese preso, que llega por drogas o un homicidio familiar o en riña, es recibido por una ranchada, le convidan mate y le ofrecen una tarjeta telefónica que el tipo no puede pagar porque todavía no tiene dinero depositado en una cuenta interna de la cárcel. No te preocupes, le dicen, llamamos a tu familia, danos el teléfono. Entonces llaman a la casa y dicen: estoy con tu hijo, si no traés una bolsa de tarjetas de teléfono, lo mato. No es que lo vayan a matar, pero la familia no lo sabe. Y el tipo ni siquiera se dio cuenta de que lo extorsionaron".

"Los narcotraficantes no van con ladrones", aseguran. "No se llevan bien, no se los puede juntar. Los ladrones suelen llevarse bien entre ellos. En el mundo carcelario se reproducen escalafones jerárquicos: hay delitos importantes y otros de ratas inmundas". A los violadores, por ejemplo, "los suelen tratar con la misma medicina que ellos impartieron a sus víctimas". Y dentro de los delitos bien vistos en el hampa, hay niveles. "Entre los ladrones, la diferencia está entre los que roban bancos y los que no. El que roba bancos tiene en su cabeza a Robin Hood, detesta al que roba un celular a una chica en el tren Sarmiento. Oscar la Garza Sosa o Luis el Gordo Valor no les robaban a los pobres". Eso les da una justificación y, por supuesto, los carceleros sienten orgullo de haberlos conocido. "Los hampones con la mística de bandas serias se sienten más parte de la sociedad que contra la sociedad. Además, desprecian a quienes reclutan pibitos para hacer de soldaditos en los ajustes de cuentas en las barriadas marginales".

Respecto de los narcos, algunos de nuestros informantes sostienen que las diferencias son difusas: "Los verdaderos narcos no llegan a la cárcel, salvo excepciones como Henry de Jesús López Londoño, Mi Sangre", a quien la inteligencia penitenciaria le adjudica una fortuna de cientos de millones de dólares. "Los narcos presos se definen por los recursos que tengan, la capacidad de comprar gente". Un caso: "Un alto oficial tenía que pagar la hipoteca y un día se enteró de que alguien estaba por cancelarla. Es el problema capitalista adentro de la cárcel. Un narco llega a un pabellón de 50 presos y 20 guardias y el penal tiene 70 problemas. Ese narco jamás va a entrar drogas al penal: va a seguir vendiendo y manejando redes desde adentro. No es un personaje interesante dentro de la cárcel. Más bien es un personaje bastante oscuro".

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En cambio, "los jóvenes adultos se clasifican por tribus, por la procedencia". Un oficial de una cárcel federal cercana a Buenos Aires, menciona un caso concreto de incompatibilidad: "La banda de La Boca y la de Villegas. Hay muchos internos de Villegas en el SPF, y vos dirás por qué. Porque cometen delitos en la línea del San Martín. Como no tienen nada en su zona se toman el tren y van a la Ciudad de Buenos Aires. Si ponen a un chico de La Boca en un lugar donde hay muchos de Villegas, es posible que lo maten. No importa la trayectoria, sino de dónde vienen".

Agrega que "cuando pasan los años y esos jóvenes se transforman en presos adultos, ya no importa la procedencia sino el cartel que tenga. Cartel es una palabra clave: lo que podría ser el currículum en un académico o los antecedentes profesionales en un trabajador. Llega un momento en que no importa qué hiciste afuera sino cómo caminás en el pabellón. Si alguien desafía a pelear y el otro no acepta, el desafiante se convierte en un tipo con cartel. Si sabe dialogar y neutralizar a los penitenciarios, es un tipo con cartel. Otro signo de distinción, además de la fuerza y la valentía, es conocer el mundo tribunalicio. Los presos capaces de escribir bien un habeas corpus o recomendar un boga, son los juristas tumberos".

Una de las claves de los penitenciarios es la experiencia. El buen guardia cárcel tiene informantes reservados y olfato como para prever fugas o rechifles, tal como se llama a la quema de colchones o tomas de cárceles con rehenes. "Eso sí, cuando hay superpoblación no hay buchón que sirva ni prebendas con las que conquistar a los líderes. En las prisiones federales no hay superpoblación. En cambio, en las bonaerenses y en las de otras provincias, las condiciones habitacionales y el hacinamiento son bestiales. Así, en las cárceles federales de Chaco o La Pampa las autoridades penitenciarias no deben mezclar a internos provinciales con los que vienen de la Capital. Perdura un odio al porteño, y en esta categoría no entran solo los que nacieron dentro de la General Paz. Los provincianos los odian y los presos de provincias con tradición rural son diestros con la faca. Es probable que terminen matándolos".

Por otra parte, "están los presos de Córdoba o Mendoza que llegan trasladados desde el sistema provincial. A esos no se los puede mezclar con el resto, porque el sistema provincial los traslada cuando ya no los puede controlar. Son tipos habilidosos con el cuchillo. Han llegado a tener tanta prevalencia en las cárceles, tanto cartel, tanta autoridad, que dirigen más que el propio director de la cárcel. Si un tipo así lo dejan crecer, traficar, pasa lo que pasó en el motín de Sierra Chica", cuando un grupo de doce presos tomó diecisiete rehenes. Fue en 1996 y la refriega duró ocho días, al cabo de los cuales los doce apóstoles habían matado de modo sádico a ocho rehenes.

Eso se cumple no solo en cárceles de varones sino también en las de mujeres. "Cuando te mandan alguien de una cárcel del Bonaerense tenés que tener cuidado", explica una oficial del complejo de Ezeiza. "Te las mandan porque ya no las pueden manejar, porque les han perdido el respeto. A esas hay que controlarlas siempre, porque a la primera de cambio cortan a otra presa o te levantan un pabellón".

También, asegura otra oficial, "hay que aplicar ciertos métodos no escritos para evitar problemas entre las presas. Hay cosas que no te enseñan en la escuela, las tenés que aprender vos sola para poder manejar los pabellones. Cuando ves que se te enquilomban, que la lesbiana que maneja el pabellón se aburrió, la cambiás de lugar para que se busque nuevas montas, le cambiás la monta y listo, se quedan tranquilas. Claro que eso no lo podés escribir en el manual".

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Hay un grupo de presos muy curiosos que son los estafadores: "No son el típico preso que no tuvo opciones. De esos hay pocos, muy pocos. Son personalidades muy interesantes, psicopáticas, con capacidad de convencimiento respecto de cosas muy ilógicas".

"Los violadores no son todos lo mismo. No se los puede englobar en la misma categoría. No es lo mismo un violador serial que un agresor intrafamiliar". Un penitenciario insiste en relatar el caso de un preso con el que tuvo mucho trato: "El hijo llegó a su casa con malas notas y el tipo lo violó como castigo. ¿Qué tiene ese tipo en la cabeza? Eso no se puede encuadrar dentro de un violador serial, no tiene nada que ver. En general los violadores son psicópatas con apariencia de tipos centrados: te dicen que ahora entienden que hicieron mal, tienen un trato muy amable, una relación con la autoridad muy buena. Porque tienen problemas con otras cosas pero reconocen la autoridad. Aparte, tienen mucho miedo de que los entreguen a ciertos pabellones porque de cajón los van a violar. Son tipos patológicos que te empiezan a contar algo y a los quince segundos terminan contando una historia completamente diferente. Mienten, pero en definitiva ellos también se creen esa versión, o quieren hacértela creer".

No es lo mismo trabajar con jóvenes que con adultos. "La relación de los penitenciarios con los jóvenes adultos es distinta. El adulto sabe callarse. En cambio, los pibes tienen necesidad de mostrarse, de ganar un espacio. En determinados sectores sociales o grupos de pertenencia, ir a la cárcel es parte de su historia. Su identidad, aunque parezca duro, es ser delincuente. No es que se proyectaron para otra cosa y terminaron siendo delincuentes. Sus padres, muchas veces, son delincuentes. No tiene un carácter negativo ir a la cárcel, es parte de vivir en la delincuencia. Entonces para ellos es una escuela, un lugar donde van a aprender. Saben que se van a tener que pelear con los ratis. Porque ellos están de un lado y los otros del otro".

En el Servicio Penitenciario Federal, con los jóvenes adultos se trabaja desde hace años con la llamada Metodología Pedagógica Socializadora, que implica un trato menos distante con los detenidos: "Eso genera divisiones entre los propios penitenciarios. Los que trabajamos en la metodología, con jóvenes adultos, somos mal vistos. Hay otros penitenciarios que ni nos hablan. Cómo vas a tratar bien a esos hijos de puta, te dicen".

No son pocos los penitenciarios que entran en crisis con su trabajo y con su preparación: "Son cuatro años de formación, es como un internado. Salís nomás los domingos y si tenés un problema, te dejan adentro. Cuando salís de la escuela y empezás a trabajar en una Unidad ya sabés lo que es estar preso", dice una oficial de veintitrés años que trabaja con chicas jóvenes y transexuales de su misma edad: "Hace tres años que estoy acá. Mi marido también es penitenciario. A él le gusta, pero yo quiero estudiar. Quiero poder irme de acá, hay mucho dolor, a veces me parece que yo también estoy presa".

El artículo es un extracto del libro "Cárceles", de Eduardo Anguita y Daniel Cecchini (Aguilar)