El drama del partido de futsal viene desde que el deporte perdió su noble esencia y se convirtió en el becerro de oro

Muchos padres no alientan a sus hijos a jugar por placer y diversión: los alientan a ganar por obligación y hasta con malas artes, esperando que ganen una fortuna. El hijo debe tener un futuro de caja registradora

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El club de Munro donde ocurrió el trágico episodio
El club de Munro donde ocurrió el trágico episodio

Hace muchos años –más de los que quisiera–, los sábados a la mañana iba con mi padre a la cancha de Defensores de Belgrano, en la avenida del Libertador, bajo de Núñez.

A esa hora jugaban las divisiones inferiores.
No era la gran fiesta, pero mi padre no se animaba todavía a llevarme a los tablones de Platense, nuestros colores, por seguridad.

¡Y era 1946! El fútbol no era todavía una pelea de perros ni una batalla campal, fuera y dentro del estadio, con muertos y heridos.

De esas mañanas aún tengo un recuerdo. En lo alto de la abertura que servía de entrada al campo -Defe, como tantos clubes chicos, no tenía túnel-, en un cartel pintado de plateado y con letras negras se leía: "La serenidad, el respeto y la cultura honran y estimulan por igual a locales y visitantes".

Por algo, pasadas tantas décadas, no lo olvidé…

Porque ese modesto cartel de madera de un igualmente modesto club de barrio definía el profundo sentido del deporte desde milenios antes de Cristo.

Griegos y romanos coronaban a los vencedores… pero no humillaban ni mataban a los perdedores.

Entre los siglos I y II de nuestra era, el poeta latino Decimus Iunius Juvenalis (Juvenal, años 60 a 128), en una de sus Sátiras, escribió una sentencia universal: "Mens sana in corpore sano".

Su sentido es claro: el equilibrio humano exige ambas cosas.
Mente y cuerpo sin mácula como camino a la perfección.

No por error, esa sentencia fue
Salud mental + salud corporal + entrenamiento + voluntad, fue tomada por el deporte como bandera.

Pero de mediados del siglo XX en adelante, y más agudamente hasta hoy, una ola contracultural que nada tiene que ver con la verdadera cultura –no sólo deportiva sino social en toda su dimensión–, ha empañado, envenenado y teñido de sangre la historia de la fuerza y la inteligencia.

¿Cuándo empezó? No hay una fecha precisa. Pero sí un cambio profundo.
Cuando sobre los deportes profesionales llovieron montañas de dólares.
O de cualquier otra moneda dura…

Esas fortunas acuñadas por los ídolos, los campeones, los más grandes, publicadas en caracteres tan o más grandes que los triunfos, desataron un tsunami de codicia paterna.

Agoniza el "andá a jugar a la pelota, divertite, no te lastimes".

Fernando Pereiras, el técnico que murió golpeado
Fernando Pereiras, el técnico que murió golpeado

La pelota es el becerro de oro.
Si es adversa no divierte. Pero de lo que ayer era un rato de amargura ("Perdimos, mala suerte"), hoy es un drama.

Porque en este viciado universo sólo hay un camino: ganar.
El que gana es un dios.
El segundo no existe.
Del último se hace escarnio.

He visto padres presionando de modo cruel, casi brutal, a sus pequeños hijos, porque no aciertan a vulnerar el arco contrario o no le toman la mano a la raqueta. O…

Por más que lo nieguen, esos padres diluyen el sagrado amor paterno, la comprensión, el aliento, la palmada cariñosa ante la derrota.
Mastican bronca.

"Así no vas a ningún lado". "No dejes que te peguen: ¡pegá primero" "Si un chico te provoca, defendéte. O llamáme, que voy y le rompo la cara al padre".

Por desdicha, no hay otro trasfondo que el dinero.
Ese padre sueña con el triunfo de su hijo con mente y espíritu de caja registradora.
Piensa "ganá, ganá, ganá, que nos salvamos todos".

Pero esa meta asesina el placer del juego.
Se dice "vamos a jugar", pero se traduce en "vamos a ganar".
El juego -diversión muere en brazos del juego- fortuna.
Pero eso exige otras formas de crueldad.
Entrenamientos agotadores a edades inadecuadas.
Cara de perro paterna ante una caída.
He oído, lo juro, y más de una vez, "Sos un idiota. ¿por qué el penal no lo pateaste vos? ¡Aprendé a imponerte, carajo".

Mueren también los buenos modales. El esencial y magnífico fair play.
"¿Por qué le diste la mano a ese referí hijo de p…? Sos un cagón. Tenías que escupirlo".

Esa infancia vigilada y atormentada deja claras enseñanzas.
Violar las reglas.
Sacar ventaja como sea.
Hacer trampa.
Simular.
Pegar patadas y codazos, y protestar si hay tarjeta.
Pedir tarjeta para otros. ¡qué buchón! En el barrio o en la escuela era mariconería, y ahora es virtud…

Descarto que hay excepciones, sí.
Pero la mala índole se agudiza.
Y el entorno se pudre al compás: barrabravas armadas, tiroteos, puñaladas, pedradas…
Y el negocio consabido: reventa, punga, droga.

Lo sucedido en el partido de futsal que le costó la vida, de una trompada, al entrenador que intentó detener una pelea… lo explica todo.

Era un partido amistoso.
Los jugadores eran adolescentes.
Jugaban por nada.

Pero la serpiente ya había roto su huevo, y vivía entre nosotros.

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