“Mayda sangraba en mis brazos, se me iba... La bala le destrozó su corazoncito, y hoy no hay culpables”

El desgarrador testimonio de Verónica, la madre de la pequeña Mayda Caccone, de 3 años, asesinada de un balazo durante un asalto de motochorros. Quebrada por el dolor, pero con la fuerza intacta para pedir justicia, no se resigna a la absolución dictada por los jueces

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"No voy a parar. No voy a parar. No voy a parar hasta que se haga justicia", repite una y otra y vez Verónica Acuña, la madre de Mayda Ayelén Caccone, asesinada de un tiro en el pecho por uno de los dos motochorros que esa mañana, la del 27 de julio de 2015, asaltaron una distribuidora de gaseosas.

Verónica Acuña, que entre el dolor y la furia no puede creer que los jueces de la Sala II del Tribunal Oral en lo Criminal número 2, Osvaldo Cerrati, Humberto González y Aníbal Termitte absolvieran a Gabriel Zapata (23) y Darío Pucheta (30), a pesar de que la fiscal Cecilia Corpfield pidió condena para el primero 18 y 22 para el segundo.

Mayda, la pequeña asesinada
Mayda, la pequeña asesinada

En la tarde del viernes 30, Verónica habló con Infobae:

–¿Cómo fue aquella mañana?
–Como todos los días. Salí de mi casa de la calle Gaboto con una sobrina, mi hija mayor, Camila, de trece años, y Mayda, la bebé. Mi bebé…
Íbamos a la farmacia…
–¿Qué pasó entonces?
–Vimos a los dos motochorros en pleno asalto, me refugié en un kiosco, y sonó un disparo.
–¿Les vio las caras?
–Reconocí una moto roja y negra, y la campera roja de uno de ellos. Y me dí cuenta de que el balazo había entrado en el pecho de Mayda. Se lo destrozó. Sangraba en mis brazos. Se me iba…

Su última palabra fue “mamá”. La misma que me decía cuando no me veía: “Mi mamá, dónde está mi mamá”

–¿Alguien la ayudó?
–Sí. Vecinos, gente que pasaba… La llevaron al hospital Héroes de Malvinas, de Merlo, pero no fue posible salvarla.
–¿La oyó decir algo?
–Dijo "mamá". Su última palabra. La misma que decía siempre cuando no me veía. "Mi mamá, adónde está mi mamá", y me buscaba por toda la casa. Éramos muy unidas, imagínese. Tenía tres años, y todos los mimos que merecía.

Lo más difícil es levantarme a la mañana y no verla, su camita vacía, el osito Winnie Pooh del que nunca se separaba

–¿Cómo era?
–Una nena feliz.
–¿Qué es ahora lo más difícil?
–Levantarme a la mañana y ver su camita vacía, su taza, sus cositas…
–¿Un juguete favorito?
–El oso Winnie Poon… No se separaba de él.
–Los demás dicen siempre que hay que seguir viviendo…
–Sí. Pero nunca de la misma manera. Porque éramos muy unidas, inseparables, y ahora…, ¿cómo olvidarla entre mis brazos, sangrando, yéndose, cuando lo normal era volver de la farmacia y seguir nuestra vida de todos los días?

Mi marido estaba trabajando en el colectivo como todos los días. Cuando supo lo que había pasado, enloqueció

–¿Cuándo nació Mayda?
–El cuatro de octubre de 2011. Y desde entonces fuimos una sola: no quería salir con nadie más.
–¿Cómo si adivinara que algo las separaría?
–Quién sabe… Quién puede saber qué piensa o siente una beba de tres años.
–¿Cómo reaccionó su marido?
–Enloqueció. Por eso quiero dejarlo afuera del caso. Voy a manejarlo yo.
–¿Qué hace su marido, el padre de Mayda?
–No es mi marido. Vivimos juntos. Se llama Marcelo, y trabaja. Es colectivero.
–¿Estaba trabajando esa mañana?
–Sí. Se enteró después.

infobae
Me desmayé cuando leyeron el fallo. Los jueces absoluvieron a los criminales, levantaron sus papeles y se fueron volando

–¿Temía ese fallo de los jueces? ¿La absolución?
–¡Jamás! Porque nadie me saca de la cabeza que fueron ellos.
–¿Volvió a verlos después del crimen?
–No. Pero son de la zona.
–Usted se desmayó al oír el fallo…
–Sí, me descompuse, no lo resistí…
–Cuando recobró el conocimiento, ¿vio a los jueces cara a cara?
–No. Recogieron sus papeles y se fueron volando.

No voy a poder hacer mi duelo hasta que no haya justicia. No quiero que haya más Maydas. Voy a seguir la lucha hasta el fin

–¿Está quebrada?
–Quebrada, sí. Pero no tanto como para no seguir la lucha hasta el fin.
–¿Sabe si el fallo puede ser apelado?
–No. Eso lo lleva mi abogado, Silvio Piorno. Pero insisto: no voy a parar hasta que se haga justicia.
–¿Cree que ya empezó a hacer su duelo?
–No. Y no habrá duelo hasta que haya justicia. No quiero que haya más Maydas…

Nunca, a lo largo de la entrevista, se permitió una pausa, un silencio que prefigurara una lágrima. Se advierte en ella una decisión de hierro: avanzar, sola, hasta el final. Como si hubiera firmado un pacto secreto mientras Mayda la empapaba de sangre.

Verónica, madre leona. Verónica firme hasta que la diosa de la justicia deje caer la venda de sus ojos. Verónica gritando "no esperaba que los jueces tiraran para el lado de los chorros".

Verónica, que este sábado se pondrá a la cabeza de sus amigos y vecinos en una marcha de queja, protesta, dolor, amor: Mayda no volverá, pero su nombre y su sangre seguirá entre las gentes, y su madre no cesará su letanía: "Fueron ellos, fueron ellos, reconocí la moto y la campera del ladrón, y también el arma. Y no éramos los únicos esa mañana y a esa hora en la calle Gaboto, que no es un descampado: transita mucha gente, y seguramente aparecerán testigos". Sí. Porque ya hay testimonios, en apariencia, firmes.

Los motochorros asaltaron el lugar, huyeron mientras disparaban, y fueron detenidos siete horas después durante un allanamiento. Verónica no les vio las caras: llevaban cascos.

Pero la fiscal Corpfield pidió duras penas por algo: "Hubo testigos que reconocieron las ropas", declaró. A Zapata lo acusó de robo con resultado de homicidio y robo agravado por el uso del arma, todos en concurso real entre sí, y a Pucheta por tenencia y portación de arma de guerra, y robo agravado.

Mientras hay otra cuna vacía, un oso de juguete abandonado, y una pequeña tumba en un pedazo de tierra. Como si nada hubiera pasado.

Pero hay algo más sombrío que el crimen nuestro de cada día. De Mayda. De chicas o chicos como ella muertos por balas perdidas o por quedar en medio de un tiroteo. De los estériles pedidos de justicia. De una palabra que lejos de definir, atempera, minimiza: inseguridad. Empecemos a llamarla por su verdadero nombre: crimen, criminalidad.

Hace muchos años, durante la última dictadura militar, los pañuelos blancos en las cabezas de las Madres de Plaza de Mayo ("locas", les decían) fueron un cross a la conciencia. Nadie, salvo los asesinos, dejó de involucrarse. Y más adelante, el asesinato del joven Axel Blumberg desplegó marchas impensables, asombrosas, con dolientes ciudadanos portando velas. El crimen era una de las peores formas del espanto, y como tal creaba reacciones poderosas.

Pero lentamente, por misteriosas razones (agotamiento, desencanto, desconfianza en la justicia, escepticismo), esas fuerzas espontáneas perdieron ímpetu, bajaron los brazos, menguaron en número, y fueron entregándose a la dramática aceptación de lo inaceptable: la muerte como un lugar común fatal. Como un destino inamovible y trazado de antemano. Como un karma del infierno.

Mientras hay otra cuna vacía, un oso de juguete abandonado, y una pequeña tumba en un pedazo de tierra. Como si nada hubiera pasado.