La Justicia del “siga, siga”

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Imposible dejar de sorprenderse con lo que uno ve sucede alrededor de nuestra tan desacreditada Justicia. Jueces y fiscales parecieran decididos a impedir que nuestra capacidad de asombro sea colmada. De la misma forma que pareciera que nada los detiene ni amedrenta al momento de cruzar líneas que en ningún otro país un juez se animaría a cruzar. Lo que en cualquier parte del mundo sería un escándalo aquí es parte de nuestra cotidianidad. En lenguaje futbolístico, sería algo así como "siga, siga".

Con toda naturalidad se habla de coimas, de negociar una decisión a cambio de indemnidad. No importa la gravedad del delito ni lo grotesco y manifiesto. Nada ni nadie se conmueve. Defraudaciones millonarias contra el Estado a las que no se les reconoce la gravedad institucional que encierran, o excarcelaciones entre gallos y medianoche, o concedidas por jueces que solo subrogan por unas horas, son hechos que se han naturalizado con toda impunidad.

Y que por supuesto no son sancionados, más allá de que se finja o simule alguna suerte de reto o llamado de atención a los responsables, en el caso de los funcionarios, o se repita la excusa respecto de los imputados en que recién al final del proceso corresponde que pierdan su libertad, cuando todos conocemos lo que demora un proceso para llegar a una condena final y firme en nuestro país. Tan solo cotéjese cuántas condenas firmes por corrupción o delitos contra el Estado se han obtenido desde el regreso de la democracia hasta la fecha, o cuántos están privados de su libertad por esa razón, o cuántos jueces han sido removidos de sus cargos y luego condenados.

En cualquier otro país, la Justicia es un pilar indiscutido del sistema. Es la garante de la república. Y el mismo cuerpo se encarga de generar sus propios anticuerpos y garantizar que el sistema así funcione. Brasil es un buen ejemplo de ello, lo mismo que Italia. Desgraciadamente, en nuestro país, no solo ello no sucede, sino que la Justicia es parte del problema. Jueces que se repiten en dejar en libertad delincuentes que deberían estar cumpliendo su condena y que no más salir vuelven a cobrar vidas de inocentes. Jueces que anteponen su compromiso político e ideológico por sobre el judicial. Jueces que son sospechados de cobrar coimas como si tal cosa. Jueces que se niegan a reconocer que el delito merece sanción. Pero todos siguen siendo jueces y, lo peor, dando visos de legitimidad a hechos definitivamente ilegales.

Desgraciadamente, no existen anticuerpos que reaccionen frente a hechos como los descritos. Ello por cuanto la corporación, la gran familia judicial, está más preocupada por temas mucho más mundanos que por razones de índole institucional. Si a un juez, a una cámara o a un fuero se los acusa de corruptos, ello no motiva ni merece la reacción del cuerpo. Total, está visto que no pasa nada. Pero si del impuesto a las ganancias se trata, arde Troya. Allí la corporación judicial en su conjunto se une y mimetiza para dar una respuesta inequívoca y unificada, en defensa y garantía de los derechos que supieron conseguir. Jubilación de privilegio y exención de ganancias no son temas que sean materia de revisión. Corrupción es una cosa; jubilación y ganancias, otra muy distinta. No rige una conciencia social ni un sentir institucional. Solo manda el interés particular del sector, aun a expensas de las graves irregularidades que están a la vista de todos los argentinos.

Por supuesto que el Poder Judicial no está solo; la descomposición derrama y golpea en el sistema todo. Todavía resuena fuerte el "que se vayan todos". Y por supuesto, la sociedad tampoco es ajena. Hay que aceptar que los argentinos hemos perdido, si es que lo tuvimos en algún momento, esa identidad que nuclea y une a los ciudadanos de un país. Ni conocemos con certeza los colores de nuestra bandera. Si se pregunta en la calle al azar los colores de nuestra insignia patria, seguramente algunos la reconocerán con el sol al medio, y otros sin él; mucho menos sabrán desde cuándo es una y hasta cuándo fue la otra. Debe ser uno de los pocos países en el mundo donde sus ciudadanos están más preocupados por conseguir un pasaporte de distinta nacionalidad que de circular por el mundo con el suyo propio. Seguramente, esa falta de identidad o de conciencia nacional sea uno de los tantos factores que coadyuvan a alimentar y padecer nuestra falta de institucionalidad.

Será por eso que a nadie asombre que, tras recuperar su libertad, imputados procesados por defraudar al país en miles de millones de pesos se sientan con la libertad de gritar públicamente que son ellos quienes demandarán al país por haber osado privarlos de su libertad, y que el periodismo se pelee por conseguir la primicia de una nota con ellos. O que procesados imputados de encubrir actos de traición a la patria llamen a terminar con el gobierno constitucional. En cualquier otro país, esto sería un escándalo. En todo caso, sencillamente no sucede. Entre nosotros, lamentablemente, este grotesco se ha convertido en la regla, y la excepción, y el deseo por cierto, sería que no suceda más.