La marcha de la impunidad

Jorge Enríquez

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Salvo algunos sectores muy minoritarios, nadie cuestiona en la Argentina la necesidad de la existencia de sindicatos. La propia Constitución los prevé en el artículo 14 bis, cuando establece que las leyes garantizarán al trabajador una "organización sindical libre y democrática". Al margen de las consideraciones jurídicas, el sindicalismo ha cumplido en el mundo un valioso papel al permitir compensar las desigualdades en las relaciones de empresarios y trabajadores.

En la Argentina ha ocurrido lo mismo, pero con ciertas particularidades que reflejan la fuerte impronta de lo realizado por Juan Domingo Perón a partir de fines de 1943, cuando el gobierno militar surgido del golpe del 4 de junio de ese año le confió la titularidad de la flamante Secretaría de Trabajo y Previsión, que fue una jerarquización de una dependencia que hasta ese momento era el Departamento Nacional del Trabajo. Desde esa función y, a partir de 1946 como presidente constitucional, Perón desarrolló una vasta labor social, generalizando, profundizando y poniendo en práctica, en la mayoría de los casos, normas que ya existían. La contracara de esa tarea fue la "peronización" de los sindicatos, a través de la concesión discrecional de la personería gremial.

Así fue que en nuestro país nos acostumbramos a una situación que es en verdad anómala y no tiene parangón en otras partes del mundo democrático. Es cierto que en muchos países hay sindicatos vinculados con partidos políticos, pero en esos casos hay pluralidad de representación gremial. Lo nocivo es que en el modelo sindical argentino, que conlleva la unidad de representación, los sindicatos se manifiesten abiertamente como parte de un determinado partido o movimiento, como si todos los trabajadores a los que representan lo fueran también. Ese fenómeno se acentúa cuando se advierte que, desde el gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía, los sindicatos poseen obras sociales cuyos aportes se detraen forzosamente del salario de los trabajadores.

La falta de libertad sindical, sumada a las opacas relaciones entre sindicatos, obras sociales y oscuras empresas vinculadas con los propios sindicalistas o sus allegados, han conformado en muchos casos situaciones de evidente corrupción. Los ejemplos más notorios pueblan hoy las páginas de los diarios y las pantallas de los televisores. Por cierto, sería injusto achacar a todos los sindicalistas esos vicios, pero sin dudas se trata de una patología bastante extendida.

La Argentina que revierta tantos años de decadencia debe fundarse en la plena vigencia del Estado de derecho, en la igualdad ante la ley y en la transparencia. El Estado no puede desentenderse de maniobras que afectan los recursos de los trabajadores. Los sindicalistas, por su parte, nada deben temer si han obrado correctamente. La reticencia a brindar información sobre el origen y el destino de los fondos que manejan es un indicio grave de que algo pretenden esconder.

En este marco, la marcha convocada por Hugo Moyano y apoyada por el kirchnerismo nada tiene que ver con la defensa de los intereses de los trabajadores. En lugar de marchar y cortar calles, lo que afecta sobre todo a quienes verdaderamente trabajan, el clan Moyano debería brindarles a los jueces las explicaciones que les piden sobre su patrimonio, llamativamente importante para alguien cuya única actividad conocida ha sido la de dirigente sindical.

Nadie está por encima de la ley en la Argentina actual. Es muy mezquino usar a los trabajadores para defender intereses personales espurios. No puede hablarse en este caso de reclamos legítimos. Es solo una presión indebida a jueces y fiscales. Es la marcha de la impunidad.

El autor es diputado nacional, Cambiemos-CABA.

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