El autor es investigador principal del Conicet, miembro del Club Político Argentino.
El futurista Filippo Marinetti decía que la guerra era la única higiene del mundo. No creo que se refiriera a la roña de las calles de Roma, sino a la fealdad de una civilización decadente, de un orden mediocre, que el futuro debía sepultar. En esta aproximación estética a lo político la guerra ya no es siquiera "la continuación de la política por otros medios", frase que ha sido horriblemente arrancada del contexto conceptual de su autor, Carl von Clausewitz, que no quiso decir la necedad que le atribuyen, sino que pensaba en su mundo, el mundo de Estados y diplomacias del siglo XIX. Para el poeta Marinetti la guerra es, en cambio, en el camino pavimentado por la técnica, la única posible y definitiva ruptura con esa civilización insoportable. Y anticipa la antorcha con la que Luis Buñuel soñaba con incinerar a todos los museos. El italiano no está demasiado lejos de un fenómeno intensamente contemporáneo, que Benjamin, desde la teoría crítica, denominó con una agudeza que todavía me asombra, estetización de la política, contraponiéndola a la menos sofisticada politización de lo estético del estalinismo.
Esa estetización probablemente haya nacido como acontecimiento de masas con el nazismo, pero, mejor no nos hagamos los tontos: nos es muy familiar a los argentinos, aunque no nos demos cuenta. Y como no nos damos cuenta, nos hace bastante daño y no nos proporciona ningún bien. Voy a tirar del hilo más provocativo que encuentro: el eslogan "Macri, basura, vos sos la dictadura". ¿Por qué es tan exitoso, tan pregnante, a pesar de ser tan insensato, tan inicuo? Veo dos causas: la primera es la apatía moral y mental de los que lo gritan. Pensar se podría, pero da mucho trabajo. Indagarse a uno mismo sobre los fundamentos morales de ese grito es posible, pero es caro y riesgoso. ¿Para qué? En realidad, esta apatía quizás sea el estado natural del ser humano, lo más cómodo, más barato, más práctico, para mantener condiciones favorables de existencia. A la larga, la apatía se paga muy cara, pero los seres humanos no están muy habituados al largo plazo. Pero la segunda causa es su contundencia expresiva, que proviene de su perfección: rima, métrica, ritmo, se conjugan en una sintaxis difícil de superar. Estamos pues delante de un fenómeno eminentemente estético.
Claro, se podría argüir que la relevancia de cada causa es muy diferente; la apatía gravita mucho más que la estética. Yo lo dudo. Por el contrario, creo que se conjugan y refuerzan mutuamente, la estética es una excelente coartada para la apatía, y la apatía se acomoda mejor gracias a la estética. La mirada penetrante del "Che" desde su archiconocida imagen icónica nos reconforta: todo ha sido dicho y no precisamos pensar nada más. Recíprocamente, los materiales mentales que nos resistimos a poner en cuestión, fueran cuales fueren los hechos, porque la introspección es dolorosa, concurren a reforzar el sentido de nuestra percepción estética. La belleza de unas banderas, de una chica sobresaliendo entre la multitud en hombros de su compañero, se potencia al contar con un fundamento conceptual, sean la unidad del pueblo, la lucha contra el imperialismo, el fin del socialismo real o, el tiempo dirá, por qué no, la libertad de mercado. Apatía y perfección estética proceden así al apuntalamiento de las emociones compartidas, a la hermandad que es en sí misma un gozo extraordinario (y no me refiero al goce lacaniano, sino al sentido más castizo del término).
Las manifestaciones, las marchas, por ejemplo, son para muchos, jóvenes y no tanto, ebrios de autocomplacencia y comunión, un terreno emblemático de la política expresiva, y este terreno nos muestra su componente estético por donde se lo mire. No es nada raro que las apelaciones, sin duda muy justificadas, por la aparición de Santiago Maldonado, como lo discute Alejandro Katz días atrás, imiten las portadas de la revista satírica Charlie Hebdo o que los carteles con el rostro de Maldonado se exhiban en festivales de música reggae, en un gesto que parecería en ocasiones haber perdido su carácter trágico; como si contar con una víctima fuera un motivo de celebración.
Es que de hecho es motivo de concelebración, profana y sagrada, y ese carácter es todo uno con su dimensión estética. Y me interno ya en un campo minado: si hay una esfera donde la estética y la política se funden mejor, es la de la violencia. Marinetti sabía muy bien de qué diablos hablaba. Otra vez, se podrá alegar que siempre es mejor la violencia sublimada que la consumada. Es indudable pero, ¿podemos conformarnos con eso o exigirnos un poco más? Deberíamos encontrar los modos en que la imprescindible dimensión estética de lo político no nos impida pensar; no desconozco que es una empresa ardua. Es difícil que la contemplación de Los embajadores, de Holbein el joven, nos conduzca al arrobamiento. Es una obra que obliga a la reflexión, y en eso radica parte de su moderno mérito extraordinario. Pero descubrir La virgen de las rocas, o el Guernica, sí pueden llevarnos a él, y es maravilloso que así sea. De hecho, pocas cosas se equiparan al éxtasis que puede suscitarnos en la adolescencia chocar con una reproducción de la Santa Cena (incluso la de Ghirlandaio), o de Il quarto stato de Volpedo, o a la emoción de contemplar la hinchada de Boca en la Bombonera a la salida de su equipo a la cancha (antes que sea tarde, dejo sentado que soy cuervo). Porque en toda esa belleza hay, aunque quien experimenta ese momento no lo sepa, una promesa imprecisa de redención humana que por unos segundos se convierte en acto.
Pero la vivencia estética es capaz de lo bueno y de lo malo: es capaz también de aturdir y bloquear el proceso de pensamiento, con la ominosa amenaza a la vida en común que eso conlleva. En América Latina la mixtura por excelencia de política, violencia y estética es desde luego el "Che", el "Che" del Hombre Nuevo y los incentivos morales. Para desmontar ese conjunto monumental de desatinos por los que los cubanos y los latinoamericanos todos hemos pagado un precio tan alto, hace falta mucho más que razonar: hay que trasponer un muro de belleza. Este es mi punto aquí. No deseo ser crudo, pero recuerdo muy bien la fascinación de jóvenes y lindas militantes no por las armas, sino y muy especialmente por los compañeros con credenciales de "andar calzados" y que, se suponía, de vez en cuando las hacían brillar al sol (parafraseando a Serrat). La violencia directa era cosa principalmente de hombres pero cuando, excepcionalmente, se cambiaban los papeles, la dama del caso pasaba a ser una diosa.
¿Y del otro lado de la (mal llamada, si no inexistente) grieta? Del otro lado han inventado, con materiales de todas partes, como siempre sucede con cualquier invención, una estética política diferente que no sé si funcionará. Con globos y papelitos no se va muy lejos. Si empezaron por ahí, les va a costar remontar en esa dimensión crucial de la política. Tal vez sea mejor así, pero no estoy seguro de querer vivir en un mundo de política sin estética. Pero no se preocupen, muchachos, pueden ir tirando: de momento la estética de Cambiemos tiene cara de mujer. Joven, cara lavada, desprovista de cualquier rasgo de soberbia, presunción o chetaje, humilde para cargar sobre sus espaldas el peso inconmensurable de los humildes de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal es la imagen perfecta de la guerrera incansable dispuesta a darlo todo en aras de su compromiso. Es la imagen: el tiempo dirá si como ronca duerme, pero hay que admitir que su potencia expresiva tiene un valor superior, porque se contrapone a cualquier artefacto estético al alcance de la mano que, sea por torpeza o sea por distracción, podría confirmar los peores prejuicios contra una élite que "gobierna para los ricos". Hay allí, o quiero yo creer que hay, una promesa de estética política, alejada de la violencia, y que se detiene a los límites de la estetización, que podría prosperar. Pero nada es gratis en este mundo: una estética personalista puede ser sumamente eficaz en alcance y profundidad, y en esa misma eficacia radican sus peligros. En estas regiones, la tradición plebiscitaria no es joda.
En todo caso, a la hora de apostar prefiero ser más conservador y mantener a raya mis ilusiones: si Salvador Dalí resucitara en Buenos Aires y tuviera que volver a justificar el malévolo anagrama que le endilgó merecidamente Breton, Avida dollars, yo le aconsejaría, por una modesta participación en sus beneficios, que comenzara con una muestra sobre la Casa de Gobierno en llamas. Se vendería como pan caliente.