Las fragilidades democráticas de América

El ciudadano vota, habla y decide pero luego esa voluntad será relativizada por acontecimientos posteriores

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Si algo no debería asombrarnos a los americanos, es la fragilidad de nuestras democracias. Es evidente que hay agujeros negros en el plano institucional y nuevas formas de obtener legitimidad, de manera discutible, que en el mediano plazo buscan enmendar falencias que se cometieron. Observemos algunos casos.

Evo Morales perdió un referéndum por un punto y no podría presentarse a la reelección presidencial según ese resultado. Sin embargo, nadie en Bolivia cree que Evo no seguirá adelante en la perpetuación del poder con semejante apoyo popular. Al fin y al cabo, siempre un 48 y medio del electorado será más que cualquier otro porcentaje obtenido por otros dos o tres candidatos que se presenten fragmentados en la oposición. La tentación de Morales no es menor y su número es relevante. Pero el resultado jurídico lo inhibiría de continuar.

El "no" se impuso en el plebiscito por los acuerdos de paz en Colombia y ello debería haber detenido el curso de los acontecimientos tal como venían procesándose. Sin embargo, todos vimos cómo ha avanzado el asunto y el parecer ciudadano no fue gravitante a la hora de ir en búsqueda de acuerdos sensatos que pacifiquen al país. Juan Manuel Santos hizo su propia interpretación de los hechos y nadie duda de que el parecer ciudadano fue tomado con pinzas por el poder de turno para ir hacia un acuerdo que ahora luce como trascendente y pacificador para Colombia. Es verdad, fue un plebiscito con baja participación, pero el sentido era convocar al ciudadano a expedirse en lo que se le estaba preguntando. O sea, la realidad tomó otro curso distinto al parecer ciudadano y hasta el Papa interpreta la necesidad de pacificación por encima de todo.

En Honduras, una disposición pétrea de la Constitución inhibiría al actual presidente a ser reelecto en su mandato presidencial, pero el candidato está en campaña y parece que ganará sin despeinarse y con margen suficiente como para relegitimar su espacio político de forma contundente. Claro, hubo un dictamen jurídico que lo habilita a presentarse, pero el texto constitucional es incuestionable.

Lo paradójico de todos estos casos es que la voluntad ciudadana no es tenida en cuenta en algún momento, y luego, es la propia voluntad ciudadana la que parece enmendar la decisión que se tomó de manera inicial. No deja de sorprender que la voz del pueblo o las normas dictadas por este no sean respetadas en diversas instancias. Claro, luego parece repararse por el mismo actor lo que inicialmente se rechazó. No deja de ser inquietante el péndulo con el que se asumen semejantes asuntos.

No es un conflicto sencillo el que se nos presenta, porque en el fondo es al Estado de derecho al que no terminamos de respetar en América. Las Constituciones, los marcos jurídicos y las convocatorias ciudadanas no parecen ser demasiado sólidos en nuestra región como para fungir de ultima ratio del ciudadano. El ciudadano vota, habla y decide, pero luego esa voluntad será relativizada por acontecimientos posteriores. Si viviera Jean-Jacques Rousseau, se nos reiría en la cara y advertiría que la voluntad general está siendo hecha añicos.

Claro, todo esto parece menor y casi irrelevante cuando miramos el delirio venezolano, donde se desconoce el mandato popular del pueblo que hizo nacer un Congreso y luego, por una tramoya, irrumpe en escena una asamblea usurpadora de la voluntad verdadera de los venezolanos. El secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) ya no sabe cómo gritarle al planeta que lo que hay allí es un proceso autoritario alejado del respeto por los derechos humanos básicos y una violación de los derechos ciudadanos de aquellos que disienten con el régimen. Claro, Venezuela es el paroxismo demencial de un continente que no termina por entender el abecé de la democracia.

Conocí y admiré en vida a Giovanni Sartori. Sartori sostenía que la democracia, para serlo, por lo menos requería de elecciones libres. Siempre hablaba de elecciones libres, del voto, de la idea de la alternancia (no usaba esa palabra pero ese era el concepto). Una democracia, para ser tal, por lo menos, insistía, tiene que tener convocatoria a elecciones. Y respetar sus resultados, obviamente. Con eso se arranca.

La región no siempre tiene ese modus operandi. Si además se le agrega ahora que se sabe la corrupción imperante, la verdad, no hay demasiado como para estar expectantes de la mejoría de la calidad democrática. Y ese es el debate de fondo: mejorar el funcionamiento de los Estados para que no sean máquinas burocráticas succionadoras del gasto público sino eficientes administradores de los dineros de la gente con marcos jurídicos que los controlen seriamente. Por eso la voluntad del pueblo no puede ser un asunto baladí.

Parece mentira que aún no se entienda que la democracia, para ser real, requiere del respeto siempre de la voluntad popular. Se podrá enmendar con nuevos espacios de relegitimidad posteriores, pero a nadie se le puede ocultar la realidad y la gente no es tonta. Cuando la política es maquiavélica, no gana el príncipe, pierde el ciudadano.