"El Polaquito": el fracaso de una sociedad

Gastón Vigo

Compartir
Compartir articulo

Quienes lo vimos nos fuimos a acostar con un sabor amargo. Hiela la sangre semejante historia. Periodismo Para Todos, el programa conducido por Jorge Lanata, realizó un informe sobre "El Polaquito", un menor acusado de robar un jardín infantil en Villa Caraza, Lanús. Conocido en el barrio por sus delitos, asegura ya haber matado a un hombre que quiso robarle parte de un botín en una ocasión. No teme con sus dichos repetir en un futuro la tragedia de su padre, al que hoy solo puede visitar tras las rejas. Conoce las reglas, por eso no tiene miedo. Amenaza policías mirando a la cámara y cuenta orgulloso sobre las armas que pasaron por sus manos, a la misma edad que otros ordenan sus juguetes usados.

¿De qué se hablará esta semana? ¿Otra vez sobre la baja de imputabilidad? Es increíble que con 34 años de democracia no hayamos encontrado una mejor solución. ¿Podemos estar peor? Si no entendemos que la desnutrición es el tema capital y debe ser la prioridad número uno a resolver, sí. Insisto, como hace unos meses, con el mismo concepto: la violencia requiere leyes, pero, antes, cerebros intactos. Podremos buscar soluciones transitorias, pero jamás encontraremos respuestas de fondo si seguimos negando el origen del problema.

Quien ha sido desnutrido y no fue tratado a tiempo cargará con una discapacidad a largo plazo, porque en él se produjo una atrofia cerebral. Posee menores conexiones interneuronales y alteraciones bioquímicas, neurofisiológicas, metabólicas y bioeléctricas, lo que hace que ese ser humano tenga una menor capacidad para absorber conocimientos y comprender las consecuencias de sus actos.

¿Estoy criminalizando la pobreza? Por supuesto que no. Ningún pobre significa un potencial delincuente (existen corruptos millonarios) ni tampoco quien queda con daños cerebrales irreversibles está condenado a trasgredir la ley. La existencia de un individuo es compleja, la realidad en la que viven algunos, ni les cuento. Basta con decir que el 51% de la población no tiene cloacas y el 30% de nuestros menores de 18 años comparte un colchón para dormir.

Rolando Barbano, el periodista que realizó la nota, explicó: "En aspecto parece un nene de 8 años. Él dice que tiene 12, pero nadie lo tiene del todo claro". Su altura me llamó la atención también a mí y enseguida me acordé del doctor Fernando Mönckeberg, el mentor de Abel Albino, cuando expresa en uno de sus libros: 'En esta etapa del desarrollo, frente a la restricción calórica y de nutrientes, el programa genético del niño no se detiene, y por necesidades de supervivencia, se ve obligado a seguir vías metabólicas erróneas, acortadas, que en definitiva se traducen en restricciones de la expresión del potencial genético. Ello deja secuelas permanentes, que más tarde, en edades posteriores, terminan en enfermedades degenerativas del adulto. Del mismo modo, persiste un retraso del crecimiento físico, que afecta especialmente a los huesos largos, dejando desproporciones antropométricas, resultando en una menor talla, con piernas y brazos más cortos, además de una débil contextura física, con menor contenido de masa muscular'".

¿Puedo asegurar que "Polaquito" es un desnutrido crónico más, de los millones que existen en el supuesto granero del mundo? Permítanme esa hipótesis osada. Pienso que, en una nación sin culpables, arriesgarse con verdades que nadie quiere revelar es un acto lógico y coherente.

Consultado sobre por qué delinque, remarca que en su casa nunca se ocuparon de él, razón por la cual abandonar la escuela en cuarto grado fue su decisión voluntaria. Sabe, lector, la desnutrición afectiva es tan cruenta como la que se produce por falta de alimentos.

Nicolae Ceausescu gobernó la República Socialista de Rumania desde 1967 hasta su ejecución, en 1989. Para ese entonces, había 1.700.000 huérfanos que residían en orfanatos. Lo que se había hecho con ellos era un horror. A los pequeños no se les permitía salir de sus cunas y carecían de cualquier motivación sensorial. Los cuidadores —en promedio uno para 45 infantes— tenían órdenes de no alzarlos ni demostrarles ningún afecto aunque lloraran. Se alineaban delante de unos orinales para hacer sus necesidades y todos debían llevar el mismo corte de pelo. Es cierto, comían, pero las criaturas estaban privadas del más mínimo apoyo emocional.

Sin afecto repetido y frecuente, se detiene el desarrollo cerebral. En Conin, fundación que erradicó la desnutrición infantil en Chile y lo intenta incansablemente en la Argentina desde hace 25 años, se demostró científicamente esto hace décadas. El profesor de pediatría de la Universidad de Boston, Charles Nelson, también buscó explicaciones de este tipo en Rumania y encontró idénticos resultados: los niños poseían un coeficiente intelectual entre setenta y ochenta, comparado con la media, que suele ser cien; les costaba mucho hablar y descubrió que la actividad neuronal de ellos estaba drásticamente reducida.

Estoy convencido de que donde no están satisfechas las carencias más elementales indefectiblemente aparecerá la desnutrición infantil; y si esta no se recupera en los primeros mil días de vida, los bajos resultados escolares llevarán al abandono de los estudios, por lo que no podrá escapar del subempleo o el desempleo y será incapaz de hacerse de recursos suficientes para progresar socialmente. En esa instancia, se sentirá un marginal que tratará de que alguien lo asista. Con el tiempo, si aquello no sucede, sus opciones serán pocas. A su vez, cada año postergado hará más hostil el universo tecnológico que los desnutridos no pueden comprender ni detener.

Apartados, estarán incentivados a delinquir. ¿Estoy justificando la delincuencia? Todo lo contrario. Solamente advierto que el tema es de tal urgencia (tenemos 5,6 millones de niños pobres y 1,6 millones sufren hambre) que no deseo ir con rodeos ni perder más tiempo: es indispensable actuar de inmediato. El dilema es claro: preservamos los cerebros para que puedan ser educados o, entre otros males, seguiremos lamentando muertes.

¿Puede entonces sorprender que desde 1999 hasta la fecha se haya duplicado la cantidad de presos en la Argentina, que pasaron de 30 mil a 60 mil? ¿Debe asombrar la noticia de que del total de los reclusos solamente un 39% tenga el primario culminado (uno de cada tres presos) y un 7%, el secundario completo (uno de cada catorce presos)?

¿Qué nos indicó el informe anual del sistema nacional de estadísticas sobre la ejecución de la pena del año 2011, cuando concluyó que el 76% al momento de ser apresado no tenía un trabajo a tiempo completo? ¿No debe ser motivo de análisis que 9.680 de los presos procesados o condenados están en la cárcel por homicidios dolosos (7.623) o culposos (2057), es decir, uno de cada seis fue detenido como responsable o probable responsable de alguna muerte violenta?

Hay otro dato llamativo del documento mencionado y que impacta en el centro del problema: 7.479 presos no recibieron visitas de ningún integrante de su familia o amigos (uno de cada ocho presos), lo que denota ausencia de contención familiar. También se sabe de otros miles cuyas visitas fueron tan solo una o cantidades mínimas. Esto revela que muchos presos fueron, a lo largo de su vida, víctimas de la falta de amor, y estas amargas raíces comenzaron a crecer en la más tierna infancia. Por ende, la estimulación afectiva que proponemos es no solo un derecho humano básico de todo niño, sino un arma fundamental para prevenir el delito.

¿Hasta cuándo seguiremos en silencio? Ya sé. Hasta que lloremos un familiar nuestro.

El autor es magíster en Economía por la Swiss Management Center University de Suiza. Licenciado en Administración de Empresas (UCA). Director de Desarrollo de Fundación Conin.