Cuatro noticias se juntaron en estos días que, aunque no parezca, tienen algunos denominadores comunes.
Dos de ellas se originaron en Brasil y dos tienen que ver con la Argentina. En el país vecino, el juez Sérgio Moro condenó a nueve años y medio de prisión al ex presidente Lula da Silva por un caso puntual de corrupción por el que Lula recibió un piso triplex en Guaruya, un balneario del sur brasileño, a cambio de favores que su administración concedió a un grupo económico local.
No hay dudas de que cuando uno compara la marcha que tienen los casos de corrupción en el país vecino, nombre que la política desarrolló para llamar diplomáticamente a lo que para todos los demás es un robo liso y llano, con la que tienen en la Argentina, no se puede menos que sentir una sana envidia.
Es cierto que Lula tienen aún mucho apoyo popular, pero si violó la ley, ese es un hecho independiente de su simpatía personal o de su carisma político. Naturalmente, en ese escenario resulta muy sencillo, para quienes lo siguen, hablar de una "persecución". Lo que esa gente no entiende es que, sí, efectivamente a Lula lo persiguen. Pero no lo persiguen la política, el neoliberalismo o los poderes concentrados: lo persigue la policía; no lo persiguen los dos tomos de La riqueza de las naciones de Adam Smith, lo persigue el Código Penal.
Lo mismo podría decirse de Cristina Fernández. La diferencia consiste es que, en Brasil, Lula tiene nueve años y medio de cárcel por apelar y Fernández es candidata a senadora. Esta es la moraleja que demuestra la enfermedad de la Argentina, cuán corroído está el sistema judicial argentino y cuán podridas están sus instituciones.
La segunda noticia también viene de Brasil y vuelve a producir cierta envidia. El Congreso brasileño acaba de aprobar una amplia reforma a las leyes laborales del país para bajar el costo no salarial del trabajo, embistiendo contra privilegios sindicales y rigideces que encarecían la producción local. Por alguna de las nuevas disposiciones, las empresas podrán contratar gente de modo temporal, o por semana o por quincena. Se permitirán los contratos a prueba y otra serie de actualizaciones que impactarán en los precios que Brasil pueda ofrecer a sus consumidores y a sus compradores externos. Eso posibilitará que mucha gente que pensaba dos veces antes de empezar una actividad por el temor a "embarazarse" de trabajadores de los cuales nunca más pudiera desprenderse, ahora inicie precisamente esas actividades y con ello incrementaría la demanda de trabajo. Son reformas a favor de los trabajadores y no en su contra. Porque lo primero que hay que tener para ser un trabajador es trabajo.
El hecho vuelve a contrastar con lo que ocurre en la Argentina, en donde un soviet paquidérmico enquistado en las estructuras de poder impide que se mueva un pelo del statu quo que está matando el aparato productivo, la capacidad de generación de riqueza, el trabajo y los consumidores de la Argentina.
En nuestro país nada puede hacerse porque de inmediato estalla un miedo generalizado en la sociedad. Si en el país hubieran existido los sindicatos cuando Thomas Edison inventó la lámpara incandescente, Argentina todavía se iluminaría con velas. Parece mentira que tipos que la van tan de guapos y de malos sean tan cobardes a la hora de enfrentar el desafío de vivir.
Las otras dos noticias se relacionan más directamente con la Argentina. Si bien en la historia del país es poco menos que revolucionario que un presidente diga: "Los impuestos nos están matando", lo cierto es que el presidente no puede hacer un comentario como si fuera Jorge Lanata, porque es él el que está en la precisa posición de hacer algo al respecto. Los dirigentes argentinos se han acostumbrado a comentar la realidad como si fueran una especie de Diego Latorre, comentan los partidos pero que no están con los cortos en la cancha. Él sí está con los cortos en la cancha para impulsar una reforma de esta naturaleza. Es verdad que los impuestos son un resorte del Congreso, pero naturalmente el presidente tiene un papel mucho más importante que un comentarista de la realidad.
Otro tanto puede decirse de la legislación laboral que comentábamos recién respecto de lo ocurrido en Brasil. Ahora han supeditado estas reformas al resultado electoral. Pero en alguna medida, si la Argentina fuera un país normal, debería ser al revés: el ímpetu reformista debería ser lo que impacte en las elecciones. Es cierto que los impuestos que nos aplastan son la contracara de un gasto estatal que la sociedad avala para que el Estado la cuide. Los argentinos tienen la particularidad de pedir protección y de quejarse de lo que cuesta protegerlos.
La última noticia que merece una glosa de este comentario tiene que ver con el Papa. Francisco dijo que no vendrá a la Argentina hasta que no termine la grieta. Hay algún comentario por allí que afirma que el último sucesor de Pedro ha ordenado que en sus viajes a Latinoamérica incluso su avión no pase por el espacio aéreo argentino.
No hay dudas de que Bergoglio hubiera tenido un horizonte político en la Argentina. Porque Bergoglio no es un papa, es un político que, al menos con la Argentina, ha decido archivar su papel pastoral para jugarse políticamente por el populismo.
Por lo demás, también ha adoptado la cómoda posición del comentarista al decir: "La grieta arréglenla ustedes; cuando la arreglen, voy". ¿Y usted, Bergoglio, y su discurso pacificador? ¿Por qué no viene a ponerlo en práctica acá?