¿Las lecciones de la historia nunca han servido de nada?

El heroísmo fue el mismo en los dos bandos. Durante el conflicto los británicos fueron mis enemigos, pero con el más alto respeto. Comportamiento de caballeros y no de villanos es el que ambos observamos en Malvinas

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El 14 de junio de 1982 al mediodía finalizó la Guerra de Malvinas, un pequeño gran conflicto insular y el primero de la era misilística. Después del infierno de las últimas cincuenta horas, saturado por cientos de proyectiles que salían de las bocas de nuestros cañones y otros tantos que recibíamos del enemigo, un silencio sepulcral reinaba en nuestras posiciones. Se había cumplido lo que Jorge Luis Borges, fallecido, curiosidades del destino, justamente un 14 de junio cuatro años después, había expresado en su Poema conjetural: "Zumban las balas en la tarde última. / Hay viento y hay cenizas en el viento, / se dispersan el día y la batalla deforme / y la victoria es de los otros".

Ese 14 de junio salí de mi puesto de comando y me dirigí, una vez más, a recorrer mis baterías. Me abracé con mis soldados, con mis suboficiales y con mis oficiales. El dolor nos embargaba a todos, pero, a pesar de ello, creía ver en sus obnubilados y mojados ojos no sólo la mirada firme y franca de leales litoraleños, sino también de quienes lo habían dado todo en una lucha desigual. Los notaba agotados y a la vez me sentía orgulloso de haber mandado hombres tan dignos. Ellos y yo fuimos conscientes de la inutilidad de la lucha, pero nunca vacilamos en seguir combatiendo. Nuestro adversario seguramente confiaba en la victoria, pero no ahorró sacrificios para obtenerla. El heroísmo fue el mismo en los dos bandos. Durante el conflicto los británicos fueron mis enemigos, pero con el más alto respeto. Comportamiento de caballeros y no de villanos es el que ambos observamos en Malvinas; respetamos los usos y leyes de la guerra.

Aquella fría mañana culminaba la denominada por el adversario Operación Corporate, que se había iniciado con el desembarco el 21 de mayo anterior. Después de una leve nevisca que cayó sobre nuestros silenciados cañones, quedé deslumbrado por un tenue destello del sol que se abrió paso en la niebla que cubría el mar. La lucha había terminado, pero las secuelas recién empezaban. Era el fin del comienzo, de un comienzo que aún continúa. Días después, en el campo de prisioneros de guerra en San Carlos, la derrota nos dolía y las noticias del continente nos entristecían. Los generales Galtieri y Nicolaides mencionaban el "éxito" de Malvinas; ellos y luego Bignone dispusieron el ingrato y humillante regreso de los combatientes al continente.

No pocos en el Ejército pretendieron atribuir la derrota no a la incapacidad manifiesta de los altos mandos y a los complacientes seguidores que evidenciaron un optimismo y una servil incapacidad; no a las imprevisiones; no a la falta de apreciación estratégica nacional y militar; no a la carencia total de inteligencia táctica; no a la falta de abastecimientos ni a la ausencia de la flota de superficie de la Armada y a nuestra inferioridad aérea.

Pretendieron atribuirla a las valientes tropas y a los jefes tácticos, con las excepciones que existen en todos los conflictos. La carrera militar de quienes hicieron esas acusaciones estaba jalonada por una total ausencia del campo de combate. Estos "portagalones" obraron acorde con el aforismo que dice: "El mantenerse lejos de la metralla y los proyectiles hace llegar a viejos a los generales". Porque, además de no asumir su responsabilidad ante la derrota, iniciaron un proceso de desmalvinización y olvido.

Se escucharon muy pocas voces que reconocieron a los combatientes, entre ellos recuerdo a los generales retirados Ricardo Flouret, Tomás Sánchez de Bustamante y Benjamín Rattenbach.

Una distorsionada expresión del "ser nacional", exitista y derrotista por antonomasia, no rescató en su justa medida la valentía, la dignidad y la profesionalidad de los soldados que pelearon por un sentimiento. Los primeros en hacerlo fueron los británicos y el conocido Informe Rattenbach.

A pesar de los 35 años transcurridos, aún recuerdo el silencio del campo de combate cuando cesó el rugir de los cañones, nunca más oiría yo el silbido de los proyectiles de la artillería enemiga, ni vería en la noche profunda la estela roja del fuego trazante de las ametralladoras. Tampoco escucharía las voces juveniles, la alegre risa y los estentóreos sapucay de cientos de correntinos. Siempre tengo presente a mis oficiales y suboficiales muertos en combate.

El mejor reconocimiento a todos los muertos, a los mutilados y a todos los combatientes sería profundizar con diligencia prospectiva qué queremos como nación en materia de defensa y seguridad, dejando de lado estériles prejuicios y barreras partidistas para priorizar con seriedad la realidad nacional en el contexto internacional y adaptar el papel de las Fuerzas Armadas para afrontar en las mejores condiciones nuevas crisis y amenazas. En síntesis, constituir un elemento disuasivo en defensa de los intereses esenciales de la nación en un mundo poco predecible, poco estructurado e incierto.

Desde hace más de medio siglo, el país, pese a aislados esfuerzos, aún carece de un real sistema integrador de defensa nacional en torno a definiciones, objetivos y misiones concretas que abarquen a las tres Fuerzas Armadas, y es preciso que lo tenga. Tal sistema excede los tiempos de cualquier gobierno y requiere continuidad y una mirada desideologizada de corto, mediano y largo plazo, garantizado mediante un compromiso de las principales fuerzas políticas.

La guerra no es una obra de Dios, es la paz la que debe ser depositada en el corazón de los hombres. Pero sería ingenuo ignorar que en el presente siglo ningún país está exento de enfrentar distintas situaciones potencialmente críticas, entendiendo por tales aquellas de índole sociocultural, político, étnico, religioso, económico o militar, potenciadas por un demencial terrorismo cuyo acceso a los agresivos químicos y biológicos, ya no es remota hipótesis, que afectan o pueden afectar con distinta intensidad a los Estados nación, con la posibilidad de transformarse en focos de crisis o conflictos, pudiendo o no requerir el empleo del factor militar

Fue el gran romano Cicerón quien expresó: "La historia es maestra de la vida". Frente a un nuevo 14 de junio, vuelvo a recordar aquella jornada aciaga para los argentinos y vuelven a mi espíritu estos cuestionamientos. Y de corazón, espero que en el futuro no se cumpla en nuestra Argentina aquella sentencia del escritor francés Paul Valéry, la que señala: "Las lecciones de la historia nunca han servido de nada".

El autor es veterano de Guerra de Malvinas, ex jefe del Ejército y ex embajador en Colombia y Costa Rica.