El porvenir del peronismo

Jorge Ossona

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¿El peronismo aún existe? ¿Sobrevivirá? ¿Qué cosa es? Las dos primeras preguntas admiten especulaciones tan variadas como impredecibles; la tercera puede habilitar algunas dilucidaciones más fértiles siempre y cuando no se caiga en el mito de su misterio, una concesión a la medida de su misticismo metafórico y una de las armas de su seducción providencial.

Porque el poliedro peronista contiene, entre muchas de sus facetas, esa dualidad congénita: sus definiciones épicas se ubican más bien en el plano literario; las prácticas de sus dirigentes, en cambio, son más abordables. Sólo basta con prestar atención a su parecido de familia. Precisamente en donde también residen sus principales deudas con una sociedad a la que recurrentemente encanta, tal vez porque una porción considerable de su ciudadanía, de todas las clases sociales, ha terminado pareciéndoseles.

Los peronistas desean el poder, lo paladean, lo gozan y no lo disimulan. Los excita tanto que a veces les hace perder de vista el cálculo racional indispensable en la política. Y es lógico: la voluntad de poder ilimitado, al cabo, obnubila el juicio.

Una de las respuestas posibles a la tercera pregunta remite precisamente a ello: la pasión por un mando discrecional a la cabeza de una jerarquía que no puede prescindir ni del Estado ni de una jefatura paternal, autoritaria y conocedora de las debilidades humanas. Como la de su fundador en sus tiempos canónicos o la de sus sucesores más idóneos: Carlos Menem y Néstor Kirchner.

El poder discrecional desciende de su ideal de conducción sólo comprensible en la clave castrense de sus orígenes. El conductor del movimiento encarna al pueblo esencial y eterno; una categoría entre metafísica y sociológica pero que encubre a otra política dirigida a sus enamorados. A aquellos incluidos en un espíritu en el que el ciudadano individual se disuelve, encuadrado en sus respectivos cuerpos orgánicos de una comunidad unánime.

Y ahí confluyen amorosamente ricos y pobres; profesionales, empresarios y trabajadores en tanto abracen a un movimiento que se cofunde con toda la nación, y de la que, por lo tanto, quedan excluidos aquellos renuentes a renunciar al juicio personal caratulados mediante los estigmas de rigor: "oligarcas", "cipayos", "gorilas" o "traidores" si son astillas del mismo palo, las que más duelen.

Ahora bien, ¿cómo se selecciona al nuevo jefe cuando este caduca por razones biológicas o por la pérdida de su capacidad para enamorar? La respuesta tal vez se halle más cerca de Hobbes y de Darwin que de Montesquieu o Voltaire. Las luchas a cuenta por la sucesión del Perón exhausto de los 70 continuaron durante quince años; la puja entre Menem y Eduardo Duhalde, a fines de los 90 y las desatadas con sordina tras la muerte de Kirchner, hoy nuevamente desembozadas, así lo testimonian. La ortodoxia de los primeros 80 se parece en no poco al kirchnerismo duro actual, aunque con una diferencia sustancial: nadie podía discutir las credenciales peronistas de los ortodoxos —Saadi, Herminio, etcétera. El kirchnerismo es más complejo, como lo confirman conversos procedentes de tradiciones tan distantes como Boudou, D'Elía, Kicillof, Sabbatella, Zannini o Hebe de Bonafini.

Hoy por hoy, una eventual reunificación en esas condiciones sería tan estéril y angustiante como en los tiempos de Isabel o los primeros años de democracia. Sólo la astucia y la intuición de un nuevo Cafiero, Menem o Kirchner podrían recomponer la conducción y aglutinar a la red de solidaridades corporativas y territoriales que se identifican con la franquicia peronista. "Obedientes y disciplinados", los peronistas tampoco son suicidas y son pocos los que realmente quieren someterse a una autoridad simbólica tan autista y poco proclive a las artes del diálogo y la persuasión como errática en sus saldos concretos. Su colectivo se parece a una religión, jamás a una secta, como lo recordaba el General.

Si el peronismo aspira a ser útil a la nación verdadera, esto es, a aquella inexorablemente plural, debería comenzar, como en los 80, a revisar muchos de sus valores doctrinarios. Por caso, la anacrónica concepción de entreguerras de movimiento nacional, aviniéndose a su transformación en un partido que admita la competencia civilizada entre vertientes internas. Un buen camino para saldar otra de sus cuentas pendientes: retornar del salto para atrás kirchnerista que excluye de la nación a quienes no caen en la tentación de sus seducciones románticas. Porque el pueblo lo constituimos todos los argentinos de bien sin distinción.

De paso, reconocer los límites formales indispensables de una democracia republicana a la que su plebiscitarismo delegacionista rechaza tan visceralmente por "liberal". Por último, dejar de concebir al poder como patrimonio discrecional de sus jefes siempre tentados por una corrupción legitimada en nombre de "elevados valores" cuya contumacia los ha convertido en una oligarquía conservadora tan cínica como onerosa.

El autor es profesor de Historia, egresado de la Universidad de Belgrano. Actualmente se desempeña como docente e investigador en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Es miembro del Club Político Argentino.