Historia de una negación argentina: entre latinoamericanos y europeos

Juan Francisco Baroffio

Compartir
Compartir articulo

La Argentina es un país con una visión distorsionada de sí mismo. Renegamos de nuestra verdadera identidad. Nos negamos a encontrarnos, a diferencia de Francisco Narciso de Laprida en el Poema conjetural de Jorge Luis Borges, con nuestro destino sudamericano.

Estamos acostumbrados a pensarnos como la nación que le falta a Europa. ¿Cuántas veces hemos oído expresar que Buenos Aires es el París de América? Tristes ínfulas de enano fanfarrón. Es cierto que, a diferencia de la mayoría de las naciones latinoamericanas, en la Argentina ha predominado cierta identidad europea. Hubo un programa sistemático, impulsado principalmente por la Generación del 80, para erradicar la raíz hispana de nuestra identidad. Los edificios coloniales y la herencia española eran sinónimo de atraso y barbarie. La misma religión católica era vista con cierta antipatía (no tan pronunciada como a veces se cree). La arquitectura de nuestras grandes ciudades ha imitado las formas francesas, inglesas y alemanas. En menor medida, la estética italiana. Pero parecer no es ser. Y por lo mismo, no parecerse no es dejar de ser. Aunque no queramos aceptarlo, somos un país latinoamericano. Con todo lo bueno, buenísimo, malo y terrible que esto implica.

No tenemos las mezclas raciales tan acentuadas de indios y africanos que predominan en los países latinoamericanos. Ni los acentos tan característicos de las naciones hermanas. Pero en nuestra identidad fluye la misma esencia. En nuestro país la frase "unidad latinoamericana" nos suena a marxismo, a Sierra Maestra y al Che Guevara. Prejuicio de la derecha y tergiversación de la izquierda.

Con todas nuestras hermanas repúblicas compartimos una relación de amor y de odio, muy telenovelesca con los Estados Unidos de Norteamérica. En este momento el despecho se siente más en México que en Argentina, es evidente. Pero hirió nuestro orgullo que no nos compraran limones (aunque eso no impida que la Argentina sea el primer exportador mundial de aquel fruto). Otro rasgo común lo encontramos en el devenir histórico de las expresiones políticas de Hispanoamérica. Todas, en mayor o menor medida, desde la conquista y la evangelización española, hemos tenido guerras de independencia y sus subsiguientes guerras civiles. Multitudes confusas de caudillos, lanzas, degüellos y literatura han dejado su marca. Somos naciones de acentuado machismo y anhelante autoritarismo. Pero también somos alegres, amigables y familieros.

Porque a veces para muestra basta un botón, pensemos en México. Este bello, culturalmente vasto y poblado país, siguió un proceso de formación muy similar al nuestro. Desde la imposición dogmática de una historia oficial maniquea hasta la consolidación de un partido político sumamente original y profundamente autocrático. En México la historia consagró a un bando y al otro lo fulminó. Benito Juárez fue endiosado y el pobre emperador Maximiliano, vilipendiado. Pensemos, sin hacer un paralelismo exacto, en el endiosamiento del unitario Bernardino Rivadavia que hizo la historiografía fundacional y en el lugar sombrío que reservó para los caudillos federales (lo cual denota una notoria contradicción para un país que se considera federal).

Otra similitud: el lugar que ocupa en México el Partido Revolucionario Institucional (PRI), y toda la compleja contradicción que encarna ese nombre. Este espacio político que gobernó ininterrumpidamente por más de setenta años se caracterizó por reflejar y hacer propios, como ningún otro, elementos esenciales de los mexicanos. De los buenos y de los malos. Y también de los peores. En un libro de reciente publicación en aquel país, El priista que todos llevamos dentro (Grijalbo, 2017), sus autores, María Scherer Ibarra y Nacho Lozano, afirman: "Nuestro priistita se revela cuando nos empeñamos en convencer a otros de que tenemos razón y nos exhibe cuando somos autoritarios. Se hizo presente cuando dimos alguna mordida y cuando hicimos trampas (…). Se nos asoma el priista que llevamos dentro cuando hablamos con rodeos, cuando decimos una mentirita para sosegar al otro, o cuando nos ponemos de acuerdo. Una de las máximas aspiraciones de los priistas es ponerse de acuerdo". Al que lea esto le propongo un pequeño juego: cambie la palabra priista por peronista y analice si no se aplica a la perfección.

Corrupción estructural, pobreza desahuciante, delincuencia incontrolable, sindicalistas millonarios, paros injustificados, desorden y otras yerbas por el estilo nos asemejan aún más a aquella nación. México no tiene los niveles inflacionarios de nuestro país, pero tiene una desigualdad social acuciante. En este punto, hay que detenerse y hacer una breve reflexión. La Argentina aún tiene clase media. Es, junto con Chile y Uruguay, la única región que conserva su clase media hasta la frontera.

Queda una cuota de esperanza. Además de un sentido del humor sumamente irónico y la famosa arrogancia, la clase media, cada vez más apretada, y la movilidad social, cada vez más lenta, son lo que más nos distingue de nuestras naciones hermanas. Pero si no se protegen con políticas de Estado profundas, desaparecerán. El crecimiento del narcotráfico apurará su destrucción. Recordemos los pueblos controlados por narcos en México.

Para dar remedio a nuestras problemáticas sociales, políticas y económicas, necesitamos ver nuestro rostro, el que negamos desde hace más de cien años. Seremos desdichados al igual que Dorian Gray, pero donde aquel encontró la ruina nosotros podemos encontrar la redención. Así como no existe un determinismo histórico, tampoco existen la fatalidad ni el destino manifiesto.

Hoy los mexicanos hacen un esfuerzo enorme para cambiar sus hábitos sobre el uso racional del agua y del papel. Los niveles alarmantes de contaminación los han llevado a tomar conciencia de su realidad. Nosotros debemos ir por el mismo camino. Pero si nos seguimos creyendo un próspero país europeo, estamos perdidos. Félix Luna, cuya revista Todo es Historia este año cumple su 50º aniversario, escribe en su libro sobre Marcelo T. de Alvear que es absurdo hablar de aristocracia en Argentina, pues las familias patricias que no tienen un contrabandista o un bolichero en su origen han perdido su brillo de hidalgos españoles. Dejar de lado nuestra ínfula de nación más civilizada y bajarnos del endeble pedestal nos hará tomar conciencia de dónde estamos y hacia dónde queremos ir. También nos ayudará a tener una relación madura y de mutuo beneficio con nuestros países hermanos. Para redimir, hay que asumir, dicen los teólogos.

 

El autor es escritor, historiador y director de seminarios del Instituto de Cultura del Centro Universitario de estudios (Cudes).