Erdogan y el Viejo Continente

Julián Schvindlerman

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Recep Tayyip Erdogan no sabe aceptar un "no" como respuesta. Cuando Holanda y Alemania le negaron el permiso para hacer campaña electoral en su suelo, el presidente turco se ofuscó. "¡Eh, Alemania! Tus prácticas no tienen nada que ver con la democracia, al contrario, lo que hacen no se diferente de lo que hacían los nazis", escupió. "A Holanda y a los holandeses los conocemos por la masacre de Srebrenica. Sabemos de su carácter y su forma de ser perversos por cómo masacraron allí a ocho mil bosnios", lanzó. Austria, Suecia y Suiza tampoco admitieron politiquería turca en sus tierras. "Llevaremos esta cuestión a los foros internacionales", amenazó Erdogan, "porque no queremos ver un resurgimiento del nazismo" en Europa. Su declaración nazi es especialmente curiosa al contrastarla con su propia alabanza al nacionalsocialismo, que tomó por buen ejemplo de gobierno. En enero de 2016, a su regreso de una visita a Arabia Saudita, un periodista le preguntó si un sistema presidencial ejecutivo era posible manteniendo la estructura unitaria del Estado. Respondió Erdogan: "Ya hay ejemplos en el mundo. Puedes verlo cuando miras la Alemania de Hitler".

La furia del neootomano tiene sus raíces en la necesidad de ganar el referéndum que ha convocado para mediados de abril, mediante el cual aspira a remodelar la Constitución para potenciar su régimen presidencialista. Si triunfa, podrá legislar por decreto, suspender el presupuesto y declarar el estado de excepción, entre otras atribuciones. Europa acoge a importantes diásporas turcas (más de 3,5 millones en Alemania, 650 mil en Austria, 400 mil en Holanda) a las que Erdogan anhela seducir para que voten a su favor. Francia cedió y accedió a un mitin proselitista del canciller Mevlüt Çavusoglu en la ciudad de Metz, evitando así la ira del Gobierno turco pero quebrando la solidaridad europea. Berlín, Viena, Estocolmo, Berna y La Haya se plantaron ante el bullying de Erdogan y llovieron insultos sobre ellas.

Europa decidió responder a las agresiones turcas con altura, evitando entrar en el juego de quién grita más fuerte. "Uno no puede comentar con seriedad tales pronunciamientos desubicados", dijo Ángela Merkel. Mark Rutte halló los exabruptos "inaceptables" y la acusación sobre Bosnia, "una repugnante falsedad". Jean-Claude Juncker advirtió: "Lo único que hace quien así habla es distanciarse de la Unión Europea, no tratar de entrar. Es Turquía la que quiere unirse a la Unión Europea, no la Unión Europea a Turquía". Europa sabe que Erdogan es un exaltado al que conviene no torear dada su membrecía en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), su cooperación en la lucha contra el Estado Islámico en Medio Oriente y su administración del flujo de emigrantes sirios a través de sus fronteras. Parafraseando el conocido lema aplicado antaño a Somoza, decía el comentarista Sohrab Ahmari: "El señor Erdogan podrá ser un cabrón con mentalidad del siglo XIX, pero es nuestro cabrón con mentalidad del siglo XIX".

A estas alturas, no obstante, cabe preguntarse si no habrá llegado el momento de replantear las relaciones con Ankara. "La pregunta más amplia es si Occidente debería seguir sosteniendo la ficción de que Turquía es todavía un socio confiable del club occidental", planteaba el analista arriba citado, al recordar que hasta pocos años atrás Erdogan solía llamar "hermano" a Bashar al-Assad, tenía buena relación con Teherán y está ahora pivoteando hacia Moscú. El historiador español Nicolás Baverez reclamaba: "La triple ruptura de Erdogan con la democracia, con Occidente y con la modernidad exige clarificar su estatus con relación con la OTAN y sobre todo en relación con las instituciones europeas". Otros observadores políticos han expresado aprehensiones similares.

No hay duda de que los líderes europeos comparten en privado estas preocupaciones. Saben que Turquía ha devenido en una democradura —una democracia formal que es en la práctica una dictadura— y que su presidente se ha convertido en un islamista. Han visto la respuesta brutal y desproporcionada de Erdogan a la asonada militar de julio del año pasado: 45 mil opositores arrestados, 160 mil funcionarios despedidos, 2.100 escuelas y universidades clausuradas, 150 medios de prensa cerrados, 10 mil millones de dólares confiscados. Conocen la represión del Gobierno contra los kurdos y el pasado flirteo comercial con el ISIS. Notan que el velo ha regresado al espacio público bajo la rúbrica oficial y que se ha lanzado una guerra contra el laicismo. Y observan, al tope de todo ello, al aspirante a sultán sentado en el trono del palacio de gobierno que se hizo construir, a un costo de 600 millones de dólares, en la capital del país. Advierten que el superpresidente no bajará un cambio a su retórica antieuropea. Al contrario, acaba de arengar a los turcos europeos así: "No tengan tres, sino cinco hijos. Porque ustedes son el futuro de Europa".

¿Hará algo determinante Bruselas al respecto? El Viejo Continente no parece todavía dispuesto a renunciar a los lazos con su problemático socio islámico y a la vez entiende que no podrá tolerar incesantemente el avasallamiento del mandamás turco. De qué modo Europa manejará este delicado asunto será uno de los desarrollos geopolíticos más interesantes a seguir en el próximo futuro.

 

El autor es analista político internacional, escritor y conferencista. Su último libro es "Triángulo de infamia: Richard Wagner, los nazis e Israel".