Desde abril de 2016, quienes manejan y utilizan la aplicación Uber como modo de llegar a personas que quieren ir de un lado a otro se ven sometidos a una doble persecución. Por un lado, autoridades judiciales de la Ciudad de Buenos Aires los denuestan públicamente como si fueran miembros de la mafia. Los encausan en procesos penales con el único fin de asustarlos y que desistan de trabajar. La Policía los detiene. Por otro lado, avalados por este actuar de las autoridades estatales, terceros privados se sienten impunes para organizar emboscadas en las que de a varios contra uno los atacan, los amenazan, queman sus autos.
¿El motivo de estos embates? Trabajar como conductores, llevar a personas con las cuales se han conectado a través de la aplicación Uber.
Para impedir que entrara la competencia en el mercado, las autoridades no se anduvieron con chiquitas. En la Legislatura se propusieron proyectos de ley para darles a los fiscales y a la Policía la facultad de bloquear páginas y aplicaciones. Una jueza ordenó bloquear la aplicación de Uber. Los conductores fueron rotulados de delincuentes por, supuestamente, ejercer una actividad lucrativa en el espacio público —con igual criterio habría que prohibir a quienes hacen delivery de comidas para que dejen de usar el espacio público para llevar sus pedidos. Estas acometidas estatales fueron absolutamente desproporcionadas.
En primer lugar, bloquear un sitio web o una aplicación es algo prohibido por el derecho a la libertad de expresión. Este tipo de restricciones a internet implica atacar la libertad de las personas que utilizan ese espacio virtual para expresarse de la misma manera que antes gritaban en las plazas. El derecho a la libertad de expresión obliga al Estado a generar y proteger un ámbito en el cual todas las informaciones y las ideas puedan estar en circulación. Desde el Estado, sólo puede intervenirse restringiendo un discurso en muy señaladas excepciones: cuando hay expresiones que contienen propaganda de la guerra y apología del odio que constituya motivación directa a la violencia, ante la incitación directa y pública al genocidio y frente a la pornografía infantil.
En segundo lugar, perseguir criminalmente a personas que trabajan manejando un auto como autónomos resulta chocante. Amenazarlos públicamente con enviarlos a la cárcel por realizar un trabajo legal es contrario al sentido común y solamente busca asustar. Toda persona tiene derecho a trabajar, y el Estado debe resguardar el derecho, no prohibirlo.
En tercer lugar, la violencia estatal avala la violencia privada. Son diversos los casos en la historia que dan cuenta de que, ante la denigración de autoridades públicas sobre un grupo determinado, personas privadas que comulgan con esas ideas se sienten avaladas por la ley para actuar por mano propia. En Buenos Aires, las agresiones institucionales han sido tomadas como carta blanca para que sujetos no relacionados con el Estado golpeen, amenacen de muerte y destruyan los bienes de quienes conducen un Uber.
Esto debe parar; ya ha escalado de manera realmente peligrosa. Sólo en una semana hubo más de diez agresiones a conductores. Los beneficios de la libertad deben ser asegurados a todos, pero especialmente a quienes únicamente pretenden trabajar honradamente para mantener a sus familias.