La resistencia argentina hacia la ley y el orden

Guillermo Sueldo

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Toda sociedad, toda comunidad (esa especie de unidad común que nos incluye en un mismo territorio) evidentemente necesita tener reglas de convivencia. Desde las cavernas hasta la modernidad, los seres humanos hemos ido evolucionando en el modo de darnos a nosotros mismos nuestras reglas y en el tipo de normas adecuadas a las circunstancias históricas, conforme a la misma evolución. Obviamente se destacan las influencias culturales, religiosas, filosóficas y políticas que cada sociedad va adoptando y cultivando en su seno, para que las reglas que a sí misma se dicta sean las adecuadas a su idiosincrasia. Es decir, los mismos hechos naturales de la especie humana y su consecuente evolución demuestran la necesaria aplicación de reglas.

En nuestro caso y luego de décadas de guerras civiles, llegamos a entender que debíamos organizarnos legalmente para arribar a la Constitución Nacional y demás leyes que regulan nuestra vida en comunidad. Pero más allá de lo institucional, nos educamos en valores, conductas destacadas que nos brindaban un horizonte; cumplir con la ley era sinónimo de respetar al prójimo y mantener un orden social.

Pero de golpe y vaya a saber por qué razón llegamos a los tiempos de las tendencias revisionistas que se convirtieron en una nueva historia oficial, adornados dentro de una democracia formal pero muy poco vivencial que transformaron valores morales que nacen del fuero íntimo y forman valores sociales. Prestigios, paradigmas de conducta, ideales a alcanzar, igualan todo sin que nada se destaque, porque destacar algo parecería algo antidemocrático. Algo así como el famoso: "Todo es igual, nada es mejor", un cambalache.

Si todo lo igualamos, forzosamente nada se destaca, penosamente. Cuando todo lo ponemos en un mismo plano de igualdad, perdemos también el orden, entendido como situación y estado de legalidad normal, no como imposición autoritaria. Surge entonces el problema de buscar aplicar la ley cuando todas las conductas dan lo mismo; se pierde así también el sentido que la misma ley tiene como precepto dispuesto por la autoridad competente para clarificar los premios y los castigos para mantener el orden y la paz social, para llegar a la justicia, aquella virtud cardinal cuyo objeto es dar a cada cual lo que le corresponde. Y esto no se contrapone con los conceptos de igualdad democrática y republicana que enaltecen la condición humana, sino lo que hacemos con ello, es decir, nuestra conducta. Porque son las conductas las que nos definen y las que enseñan a través del ejemplo.

Pero, a pesar de estos conceptos elementales, el retorno de la institucionalidad no fue directamente proporcional con la reinstalación de los valores perdidos, y aún nos cuesta. Por eso nuestra democracia sólo ha tenido efecto en la función del modo de elección, pero no en la profundidad de su destino. El camino transitado fue el del facilismo y el desapego a las normas legales y al orden social, porque eso parecía algo perimido y represivo, conforme al discurso que la mayoría tuvo y aún algunos hoy tienen.

Tampoco hemos resuelto qué Estado queremos; si el Estado fin, que se agota en su propia existencia y se sirve así mismo, o el Estado medio, aquel que utiliza sus facultades para servir a los ciudadanos. Son dos conceptos muy diferentes en el ámbito del derecho político. También aparecieron los iluminados intelectuales del derecho que se arrogaron la interpretación en forma contraria a lo que la sociedad misma reclama, inculcándonos el criterio minimalista en la aplicación de las normas penales, porque su aplicación por sí sola no contribuye a combatir el delito.

En buen romance, se anula la ejemplaridad de la sanción y entonces no se distingue una conducta positiva de una negativa; da lo mismo una conducta que otra porque no hay premios ni castigos. Recién cuando la sociedad clama por justicia algunos políticos buscan no quedar desubicados tratando de disimular sus dobles discursos, mientras los minimalistas de la acción penal dirán que la cárcel no soluciona los errores de la sociedad, es decir, culpan a la sociedad por lo que sufre ante un hecho criminal. Es obvio que la cárcel no da solución, es sólo una herramienta que la misma civilización ha dado para evitar matarnos unos a otros. ¿O es mejor esto último?

En todo caso, lo que debe hacerse es mejorar el sistema penitenciario, pero no anularlo. La minimización de la sanción carcelaria tiene una elaboración razonada. Ahora, "la razón sin aplicarla a la experiencia nos llevará inevitablemente a ilusiones teóricas" (Immanuel Kant). Sería prudente comprender, primero, la realidad social antes de pretender imponer ideas que nunca podrán aplicarse en tanto esa realidad sea un obstáculo para ello. Sobre todo cuando domina la anomia, como en nuestro caso, que asociada a la impunidad crea un ambiente sociópata con consecuencias catastróficas para cualquier sociedad. Con sentencias como la que alguna vez sostuvo la inconstitucionalidad de la reincidencia, estamos lejos de afianzar la justicia y consolidar la paz interior.

En síntesis, nuestro constante esfuerzo por la anomia y la privación de valores ha dado como resultado que cada grupo, aun muy minoritario, prevalezca en sus acciones por fuera de la ley frente al resto de la sociedad; y el Estado atiende sus necesidades pero desatiende las de quienes actúan dentro de la ley, con lo que se pierde el sentido que las normas jurídicas tienen en toda sociedad civilizada como herramienta para ordenar sus valores y como reglas de conducta necesarias para vivir en auténtica comunidad. Ha legado el momento de decidir qué clase de sociedad queremos.

 

El autor es abogado, docente y dirigente de la Democracia Cristiana.