Estados Unidos en la encrucijada

Un elevado porcentaje de la población está muy descontenta con la forma en que las élites políticas y económicas han manejado a la nación norteamericana en las últimas décadas

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La victoria de Donald Trump y de los candidatos republicanos a la Cámara y al Senado permite percibir que un notable sector de la sociedad estadounidense no comparte los postulados supuestamente adoptados por una amplia mayoría de la población.

Cierto que el Presidente electo no ganó el voto popular, que su victoria fue consecuencia de las normas por las que se elige al mandatario del país, pero el hecho antes referido de que el voto nacional favoreció a sus correligionarios, algunos de los cuales no lo respaldaron, al menos públicamente, deja apreciar que un elevado porcentaje de la población está muy descontenta con la forma en que las élites políticas y económicas han manejado la nación en las últimas décadas.

Lo que podría considerarse como la aristocracia estadounidense ha estado más preocupada por incrementar y conservar sus prerrogativas que por resolver los problemas de la nación. Aún más, por el resultado de la elección presidencial, se puede deducir que ha auspiciado, o al menos aceptado, una imagen de la nación que no se correspondía con la realidad.

Cierto que la inmensa mayoría de los congresistas electos forma parte del sistema, pero el candidato victorioso fue el paladín de la reformulación, lo que implica que la gente quiere un cambio radical, que puede o no ser lo mejor para el país, pero que sí refleja la insatisfacción subyacente en un estrato de la sociedad que rechaza responsablemente lo que para muchos implica ser políticamente correcto.

La primera insatisfacción del electorado la mostró que Donald Trump y el senador Bernie Sanders se convirtieran en precandidatos viables de sus partidos, con el agravante de que las pasiones que ambos exacerbaron dejaron avistar la crispación, la frustración y la furia acumuladas que alentaban a sus respectivos partidarios, además de quienes, con conocimiento de causas y objetivos definidos, juegan a destruir los valores y los compromisos que representa esta nación.

Según muchos analistas, la política estadounidense se ha caracterizado, a través de la historia, por el centrismo de su electorado. El votante ha demostrado que rechaza ser devorado por políticos extremistas que no respetan el derecho de los otros, como ocurrió con el senador Joseph Raymond McCarthy, que, a pesar del control que ejerció en su época, cuando se convirtió en una amenaza para la democracia, el inefable "check and balance" lo destruyó.

Los extremos son una amenaza real para la sociedad estadounidense. No importa la tendencia ni la ideología que subyazca en cada tendencia.

Esas corrientes sólo promueven quebrar la identidad de la nación, al destruir los valores sobre los que se ha sostenido y que son patrones, a pesar de sus imperfecciones, a imitar por muchos países.

Hay quienes incentivan y promueven la tolerancia extrema. Un dejar hacer sin limitaciones, que conlleva la disolución de la identidad nacional.

Otros favorecen de todas las maneras posibles una actitud chauvinista que se sustenta en la intolerancia y la xenofobia, propuesta que, al igual que la de sus contrincantes, promueve cambiar la raíz de la nación y construir un país distinto.

El fascismo ha estado presente en el país, así como los indescriptibles ideológicamente supremacistas blancos. Son una realidad, no es una invención cinematográfica. Trabajan duro por sus objetivos; lo que los haga menos peligrosos es que tal vez no tengan una proyección nacional como sus enemigos de la izquierda.

Los comunistas y los anarquistas son harina de otro costal igualmente sucio. Están aquí. Nunca se han ido. Gustan de la desestabilización y de la generación del caos. Favorecen la falta de autoridad mientras no llegan al poder. Promueven soluciones a los problemas que no son viables económicamente o que transgreden las legislaciones vigentes, lo que les genera una masa de necesitados que se presta inconscientemente a manejos que conducen a la anarquía, conllevan a la represión de las fuerzas del Estado, derivan en la ingobernabilidad hasta que asume el control una secta salvadora.

Por supuesto que estos enemigos, neofascistas o marxistas, que niegan rotundamente interpretar la esvástica o la hoz y el martillo, nunca han descartado usar para sus fines a los partidos Demócratas y Republicanos, lo que se evidencia en que, en los últimos años, se ha apreciado cómo posiciones extremistas han incrementado su influencia en las dos fuerzas políticas que han garantizado la democracia estadounidense, una estrategia que se aproxima al camino de Yenán, como advierte el médico José Ramón Arias.