El escritor alemán Peter Stamm (Agnes, Siete años) fue uno de los invitados al festival de literatura FILBA, que acaba de concluir. Una de sus actividades fue la de asistir a una función de Mahatma, obra de Flavio Mendoza, y escribir un texto (una "bitácora") a partir de eso.
La noche del miércoles al jueves tuve una pesadilla. Estaba en la Biblioteca Nacional de la Argentina –aunque nunca había estado ahí en mi sueño sabía que era la Biblioteca Nacional– y tenía que leer en voz alta un texto sobre "Mahatma", un espectáculo teatral que había visto pocos días atrás.
Pero el público no estaba conformado por ustedes, estimada concurrencia, sino por un montón de jóvenes semidesnudos con disfraces centelleantes y caras pintarrajeadas, los actores de ese mismo show. Había mujeres en tanga y corpiños diminutos, mujeres en corsés de cuero, en trajes enterizos bien pegados al cuerpo, con adornos grotescos en la cabeza y bijouterie de moda al cuello, hombres en babuchas o boxers ajustados y envueltos en capas ondeantes. Y sentado en el medio, en la primera fila, y un poco elevado, como en un trono, había un hombre de pantalones blancos guarnecidos de piedritas brillantes. Tenía el torso desnudo y el pelo rapado teñido de rubio. Los ojos maquillados abiertos como platos, la boca entreabierta y congelada en una sonrisa como el villano de una película que está a punto de extinguir a la humanidad en su conjunto o como una estrella porno que simula un orgasmo. ¡Flavio Mendoza!
La tensión en la sala era intolerable. Flavio me clavaba la mirada como si quisiera hipnotizarme. Sentí que la mano con la que sostenía el texto comenzaba a temblar. No lograba pronunciar palabra, a duras penas podía respirar. Tampoco Flavio hablaba, pero yo sentía como tan solo con el poder de la mente me daba una orden: ¡Desvestite! ¡Des-ves-ti-te!
De repente –los sueños no respetan la unidad de tiempo y lugar– estoy parado en un escenario, rodeado de las personas que hasta recién eran mi público y que ahora representan una escena de danza con coreografía acelerada. No tengo puesto más que un calzoncillo con strass y mis intentos de imitar los movimientos de cadera y los estremecimientos eróticos de mis compañeros de baile fracasan que da lástima. En una pantalla detrás de nosotros explotan mandalas, llueven diamantes, giran en círculo paisajes desérticos en colores psicodélicos. Las imágenes no parecen guardar relación alguna, cambian de minuto a minuto como si se hubiera trabado el control remoto del televisor.
Una mezcla de tecno y música hindú para meditar, de malambo y rock, suena a un volumen ensordecedor. Tres hombres zapatean, dos revolean boleadoras por el aire, hacen malabares con sombreros, salen a escena un elefante, un camello y un pingüino. Michael Jackson nos visita desde el reino de los muertos, en los sueños todo es posible. Partes del piso del escenario se elevan y se hunden, como si se estuviera representando un terremoto delirante. Comienza a girar el subsuelo, algo nos alza y a la vez desde bambalinas se precipita una figura luminosa sostenida meramente por un delgado cable metálico. ¿O acaso está volando? ¡Flavio Mendoza!
Ahora estamos solo Flavio y yo en el escenario. Él está parado con las piernas medio abiertas y yo estoy echado a sus pies, estirando mis manos hacia él en gesto de súplica. "¿Por qué?", me oigo susurrar. Flavio se agarra la entrepierna, quizás le molesten las calzas, y habla con la voz de google translate: "El espíritu desciende a la tierra, que está envuelta en la materia: la carne. Adentro: competencia, violencia, miedo, placer, miedo y desmemoria. Ser su memoria, ser en la copiosidad, en la expansión. Se vincula con lo divino, con el amor, con la convicción de transformar la pureza, la evolución, de abrazar el sentido de la unidad, el conocimiento de la verdad." Yo no entendí nada de nada y vuelvo a preguntar, mi voz casi rehusa su función: "¿Por qué?" Y él responde con sonrisa diabólica: "¡MAHATMA!"
Estamos de vuelta en la Biblioteca Nacional. Hay poca gente en la sala, el público está entre aburrido y enojado. Alguien escarba con un palillo entre sus dientes, algunas personas duermen, otros juegan con sus celulares. En el podio hay tres sillas, en una estoy yo, en la otra Flavio Mendoza, la tercera silla entre nosotros está vacía. Flavio sigue con su disfraz de teatro, en su frente tiene pegado un tercer ojo, con brillitos. Pero está totalmente entregado a sí mismo, mueve juguetonamente sus músculos, con su mano se acaricia el implante de musculatura abdominal y sonríe satisfecho, se agarra furtivamente la entrepierna, quizás le piquen las calzas. Una mujer hermosísima sube al escenario, parece una torta helada desnuda y a pesar de que nunca la vi, sé de inmediato que es Barby Franco. No se sienta en la tercera silla, sino que se tiende a los pies de Flavio como una gatita en celo. En la mano sostiene un micrófono grande, da la impresión de que quisiera lamerlo, ponérselo en la boca, pero después le susurra algo: "Flavio, mi amor, ¿cuánta gente vio tu show?" Flavio responde con la sonrisa del vencedor: "Ciento cuarenta y cinco mil."
"¿Y su público, señor Stamm?", pregunta Barby, ahora con más firmeza en la voz y recorre con un movimiento de la mano las filas semivacías. Yo intento contar la gente en la sala pero Barby ya se volvió a dirigir a Flavio: "¿Cuánto pagan por ver tu show, para verte a vos, darling?" "Entre cuatrocientos y ochocientos pesos. Los menores de tres entran gratis –dice Flavio– pero lo que cuenta no es la plata. Lo que cuenta es el espíritu de la pureza, la expansión de la carne, la desmemoria del amor."
Barby recorre con sus manos las piernas de él, como si quisiera modelar un cuerpo para ese espíritu que descendió a la tierra. "¿Y cuánto vale usted?", me lanza con un movimiento de cabeza despectivo. "Yo soy gratis", digo, con pudor. "¿Tu rating de público, Flavio?" "9.6 de diez puntos. Extraordinario, altamente recomendado, diversión y espectacular." Barby se queda en silencio. Yo miro al público. "¿Alguien quiere darme un puntaje?" El hombre del escarbadientes da un chasquido, satisfecho. Una señora mayor se despierta, mira a su alrededor, confundida, y abandona la sala. Alguien bosteza.
"Tuve un sueño –dice Flavio–. Estaba en una sala como esta. Tenía unas hojas en la mano y tenía que leer en voz alta un texto que había escrito algún idiota. Sentía que mi boca se movía pero no se oía nada. El público me clavaba la mirada y yo en sus ojos veía guerra, destrucción del medio ambiente, refugiados. Y entonces se me aparecía el espíritu de Mahatma Gandhi, sostenido tan solo por un cable metálico fue descendiendo desde el techo como si flotara. Llevaba pantalones blancos guarnecidos de piedritas brillantes, su torso estaba desnudo, y se podía ver su musculatura abdominal bien formada. Nadie salvo yo parecía notar su presencia cuando dijo: 'Primero te ignoran, después se ríen de vos, después te combaten y después ganás'. Y dijo: 'Tomá dieciocho jóvenes que no tengan mucha ropa puesta, tomá un trampolín y un elefante, tomá un camello y, si conseguís un pingüino, también, tomá un proyector de video, un escenario giratorio y muchos reflectores led y ante todo tomá a Barby Franco. Y hacé un show que Buenos Aires nunca antes haya visto'."
En ese momento me pregunté si todavía era mi sueño, o si era el sueño de Flavio Mendoza, o si un sueño en un sueño, como una doble negación, vuelve a conducir al positivo, a la realidad, y ¿si quizás todo fue como es? ¿o es como fue? O es tan cierto como había sido. O lo que sea.
¡Namaste!
Traducción: Martina Fernández Polcuch.
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