Marginalidad y violencia con fondo de cumbia, en la nueva novela de Rafael Bielsa

Por Rafael Bielsa

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Reproducimos un fragmento del primer capítulo de "Rojo Sangre" (Planeta), una narración en la que se desdibujan las fronteras entre la realidad y la ficción para dejar paso a una historia de enfrentamientos entre bandas que disputan el territorio, amparadas por la corrupción política y judicial.

Tapa de la novela del escritor, abogado y ex canciller argentino.
Tapa de la novela del escritor, abogado y ex canciller argentino.

CUADRO PRIMERO

Moto que se arrima desde atrás

Amoníaco, raticida y sudor: el tufo habitual de la sala de guardia del Centro de Urgencias Ángel Cammarota, el CeUrAC. A Termo Grande se le inundó la mucosa nasal. Pensó que aquella noche las cosas no iban a andar: cuando olía a hospital, algo malo ocurría.

Pensó que era uno de los efectos de la cocaína mezclada con el alcohol: las ideas insisten con el ritmo de las pulsaciones. Si la sensación es de amenaza, algunas veces sube y baja sin rumbo. Pero, otras, se tiñe de óxido de rojo y destila crueldad. O detona en euforia. Eso depende de cada uno.

—Vamos para lo del Pachu —dijo, mientras se le licuaba la premonición. Inclinó la cabeza y miró su imagen en el espejo retrovisor: el pelo gris corto, con una cresta mínima, y dos cicatrices paralelas que le surcaban la frente. "Uno de los porongas de la Banda de los Búnkeres, mucho vento, un lindo cuero para curtir: no está mal", pensó de sí mismo, cuando la droga empezó a doblar.

El BMW 125 cupé color ceniza giró con el graznido del carancho. Sentada a un lado, Zulema, la mujer con la que convivía, apuntó con el pulgar hacia el asiento de atrás, sin girar la cabeza.

—Ésta no se lleva con la Isabel, y seguro está ahí.

—No es que esté peleada —aclaró Sabina, acomodándose la pollera negra de cuero, demasiado corta—. Lo que pasa es que me cela y no puedo hablar tranquila con nadie. Se me pega, me sigue a todas partes.

—¡Pero yo le dije al Pachu que iba a andar por su casa más o menos a esta hora y ustedes lo sabían cuando me llamaron! ¡Se van a juntar los amigos! —la lengua chasqueó contra los dientes, otra vez seca; bajó el vidrio polarizado, giró la cabeza y miró hacia afuera, buscando un quiosco—. Bueno, entonces pasemos por lo de mi Vieja, tomamos una sidra y, de mientras, hacemos tiempo antes de ir para el centro. ¿O no me dijiste vos que estaban al pedo y aburridas?

Zulema bajó la cabeza y la sacudió; el pelo, espeso y enrulado, le cubrió los pómulos. Tenía un marcado parecido con Gilda, "la santa de los pobres". A veces, la apodaban "Gilda".

—Termo, ya sabés cómo son las cosas. Tu mamá no me banca y está bastante mal de la cabeza. Si querés, vamos, pero yo me quedo arriba del auto.

—Pero, entonces, ¿para qué mierda vamos a ir, Zulema? Para quedar como maleducados mejor no vamos —pensó en que un día de éstos iba a terminar cagándola a palos.

De la nada, Termo se acordó de Celia, veinticinco, treinta años atrás.
Él era un muchacho y los mayores le encargaban que vigilara cuando entraban a robar a una casa, o que se deshiciera de un arma tirándola al arroyo Saladillo, cascada arriba, donde los chicos iban a cazar cuises y tortugas de agua.

Celia, la mamá de Ronco (y madre postiza de tantos otros, que por entonces apenas pasaba de los veinte años), le había dicho: "Los machos salen a la calle solos, van a dar una vuelta y nos dejan en la casa; en cambio los hijos, aunque no sean de la panza, no te abandonan nunca". Ronco no era de la panza, pero igual había llegado a jefe de la Banda de los Búnkeres. El jefe.

A Termo Grande no le había tocado ser uno de ellos. Ni de la sangre, ni de los otros, ni el jefe.

—Peleás con ésta, peleás con aquélla; ¿hay alguien con quien no se hayan peleado? —el recuerdo se había ido, con otro vaivén del cóctel—. Dale, pasame un pelpa de la funda del cidí de Coti. Si tenemos que yirar un rato, por lo menos vamos a pegar. El Pachu ya les debe de haber dicho a todos que llegábamos enseguida —sacudió los hombros—. Dale, pasame, ¡pasame!

La miró con los ojos trastornados y sin párpados de los sonámbulos. Le decían Termo porque eso era lo que había quedado en lugar de su cerebro. Un montículo de virutas aceradas y polvo color cacao.

Los costurones en forma de rosca que tenía en la frente, se los había hecho de chico con dos vidrios mal asegurados sobre unas barras de madera que se le vinieron encima desde la caja de un camión. "Grande" completaba el apodo, para diferenciarlo de su hijo Adrián, Termo Chico.

En el ambiente era conocido por tomar siempre las decisiones equivocadas; ésta no era la excepción. Resolvió girar el volante, dejó Vaticano y enfiló por Vélez de Guevara hacia el norte.

—Tranquilo, pará, ya te voy a dar —rumió Zulema—.

Ahora, ¡justo vos nos venís a romper las bolas con que nos peleamos! ¡Vos, que no hacés otra cosa que andar a los corchazos! Antenoche les quemaste las patas al Zeta y al Pachorra porque alucinaste que me miraban el culo, ¡dos pibes!, a mí, que para ellos soy una vieja —abrió un paquetito de papel aluminio, dejó caer una porción de polvo blanco sobre la cubierta del cidí que apoyaba sobre sus piernas), y lo picó armando una línea con una tarjeta de crédito—. El Zeta es rencoroso, te va a esperar y te va a poner, Termo, acordate bien lo que te digo.

—Ese guacho mata por la espalda, además de resentido es traicionero —la voz de Sabina se mezcló con las explosiones lejanas de fuegos de articio, que saludaban con demora el fin del año. Eran las tres de la mañana.

—Esos son dos atrevidos. Y, además, están con los de Pueblo Seco. Aquí no tienen nada que hacer —Termo tomó con los dedos de la mano derecha el canuto que había hecho Zulema con un billete y aspiró, mientras reducía la velocidad del auto. El equipo de música reproducía una canción de Leo Mattioli: "… me preguntaron si podía saludarla, dije que sí y vino a mí".

Alcanzó a ver la sombra de las casas bajas, un palo de alumbrado a su izquierda, un tronco de árbol inclinado sobre el pavimento. De las zanjas salía un olor a agua estancada y a huevos aplastados. Una mata de dormideras se imponía desde un terreno baldío; las flores malva estaban plegadas para conservar la humedad. Cuando era pibe, uno de sus pocos juegos consistía en rozarlas con la planta del pie para ver cómo se cerraban sobre sí.

El grito unánime de las dos mujeres se oyó como una avalancha de espejos. Pensó en el arroyo Saladillo, en Celia, en las dormideras a las que llamaban "mirame y no me toqués". Volanteó hacia la derecha y soltó el acelerador.

Una exhalación nebulosa, caliente, pasó rozándole el codo rumbo al sur, de contramano. La explosión de un caño de escape corroído por el óxido envolvió todo.

Alcanzó a enderezar el BMW antes de que la rueda delantera mordiera la zanja. Leo Mattioli comenzó a trepar, como aferrándose con escamas a los ladrillos del aire, hacia la restitución de la sonoridad del mundo.

—Andan todos zarpados con el Año Nuevo —en la voz de Termo había una pincelada de aflicción. Volvió a sentir que, aquella noche, iba a salir todo mal—. Armame otro pase, Zulema, dale, y alcanzame el nene, haceme el favor.

La mujer sacó un revólver Taurus .454 de la guantera y se lo pasó. Termo lo empotró con el caño hacia abajo y la culata con la franja de amortiguación roja adelante y arriba, entre su asiento y la consola central del automóvil.

—De éste ni una palabra, Sabina, ¿eh?, a nadie —la miró por el espejo retrovisor—. Es un regalo de los brazucas. ¡Tiene una potencia de frenado infernal, es capaz de voltear a un elefante! Ellos le dicen "El Toro Salvaje". Al que lo abrochás, lo dejás para que amanezca con la boca llena de hormigas. Es una forma de hablar que tienen allá.

—Me voy a hacer la bonita, olvidate, la voy a morir pollo, ¿por quién me tomaste? —La minifalda apenas le cubría unos centímetros de muslo. Llevaba el pelo recogido, sujeto con una banda elástica color coral, desde donde caía como cola de caballo hasta la mitad de la espalda. Sonrió al espejo, masculina y resuelta.

—Alcanzame el fernet. Esta frula es dinamita y si no la doblás te da vuelta— levantó el brazo derecho sin mirar y abrió la mano para recibir la botella del asiento trasero—. ¿Y, Zulema? ¿Qué pasa? ¿Me vas a peinar una raya o no?

El auto pegó un salto brusco, desplazando la trompa unos centímetros. La rueda derecha mordió un bache, los elásticos lo absorbieron hasta donde pudieron, los amortiguadores frenaron la devolución y el tren delantero protestó con un quejumbroso ruido a cortadora de metales.

—La puta madre que lo parió, no lo vi. ¡Ese agujero es más grande que el foso de la cancha del Sporting! ¿Se volcó el fernet? —preguntó mientras miraba los montoncitos esparcidos de cocaína que Zulema trataba de restaurar.

—Ni una gota —le contestó Sabina, alzando la botella hasta la altura del espejo retrovisor y meneándola, junto con su sonrisa.

A quince metros de distancia quedaba el cruce con Goltz; allí, los autos venían de la izquierda y estaba oscuro. Disminuyó la velocidad. Tenía dentro de la base de la nariz una franja de penachos anegados con olor a limpiador, el vaticinio de un peligro que él desoía. En su mundo no se podía ser de dos maneras al mismo tiempo.

—¡Eh! —el grito se alzó por sobre el rezongo de la Yamaha XTZ anaranjada en la que venían dos personas. Giró la cabeza y, un instante antes de pisar el freno, reconoció el rostro del acompañante: la remera rosa, la gorra blanca, los pómulos salientes.

El primer balazo impactó apenas debajo de su codo, del lado de afuera. Lo ensordeció el sonido de una puerta invisible de metal cerrándose por una ráfaga de viento. Como una exhalación pasó el espectro rocoso de aquella noche en la que todo saldría mal.

Luego, brotó una chispa en la carcasa del espejo retrovisor. Mientras levantaba el Taurus, una sombra corrió hasta detenerse frente al auto, con las piernas hundidas en el fulgor de los faros; alzó ambos brazos.

Zulema gritó, se encogió y rodó sobre el pavimento. Algo convulso tocó la cintura de Termo a través del tapizado; ¿Sabina cubriéndose o un proyectil? Pudo hacer un par de disparos al tuntún, al cuello de la penumbra.

Sintió otro golpe en el hombro mientras en el parabrisas se abría una estrella helada, y luego otro y otro más, y algo ardiente lo atravesó a la altura de la nuca.

Alcanzó a ver a la moto de atrás, caracoleando, una boca hexagonal enrojecida. Cayó al piso escurriéndose bajo la puerta entreabierta.
Hubo un tajo en el tiempo e inmediatamente tomó consciencia de que estaba de pie. Fue hasta la parte posterior del BMW, donde lo inundó la luz de los faros traseros.

No pudo mantenerse erguido y cayó: las rodillas primero, luego el flanco derecho, la espalda. El cielo estaba empañado por centelleos, manchas y puntos negros. Las manos de Zulema, como si fueran un cuenco, le sostuvieron la cabeza.

—Ma, me duele mucho, poneme boca abajo que me ahogo, me estoy muriendo —la voz de Termo apenas se oía. Sabina apareció gateando por detrás de Zulema y entre ambas lo hicieron girar. Desde la boca, la sangre comenzó a esparcirse sobre el pavimento como una aguaviva desperezándose.

—Llamá a la ambulancia, ¡llamá a la ambulancia! —imploró Zulema. Sabina lo intentaba, pero no podía relajar los dedos.

—A la ambulancia no —la frase sonó distorsionada, por un reflujo de sangre que le encharcó el paladar—. Llamen al Adrián, a mi hijo. Que se apure. Me estoy muriendo.

Dos mujeres que se habían asomado de la misma casa en la vereda de enfrente empezaron a acercarse. "¡Es el Termo!", dijo la mayor, llevándose las manos a la boca. "¡Termo, el Termo!", le hizo coro la otra.
Tres muchachas emperifolladas se sumaron a las mironas, rodeándolo: "El Termo Grande, el Termo; ¿qué le pasó?". En el barrio Lucero lo conocía todo el mundo.

—Zulema, sacalas, sáquenlas, no puedo respirar —Termo había girado la mitad izquierda de su cara hacia arriba, en lo que pareció un esfuerzo supremo.

—Tranqui, mi amor, no hablés, el Termito está cerca, ya llega —Zulema le acariciaba el pelo pedregoso, mientras Sabina espantaba el tumulto como a una bandada de gallinas.

Por entre las manchas y los centelleos pasaron la remera rosada, la gorra blanca, los pómulos engreídos.

—Fue el Zeta.

—¿Cómo sabés? ¿Lo pudiste ver? —Zulema onduló como Gilda.

—El Zeta… —Y cayeron sobre él las escenas de cuando era niño y llovía sobre el Saladillo.

Se ve correr por la ribera barrosa, hundirse en el fango, entre los repollos de agua y los camalotes. Tiene un pantalón corto con dobladillo que su madre pespunteó con hilo negro. Y una camisa, que antes fue de otro. Está descalzo y abriendo los dedos de los pies se arma sobre el terreno desigual. "¿Cómo es posible que el agua se vaya así, sin despedirse ni de sus amigos?", pregunta a unas siluetas borrosas. Una le contesta que es porque sintió el olor a muerto. Alumbra una luz descompuesta, como si el sol se hubiese partido en cada una de las gotas de la lluvia y el brillo de su irradiación se encogiera hasta el verde lavado. Se ve correr asustado, con el aire que empieza a faltarle. Siente náuseas, arcadas. Vomita, mira: es un pedazo de durazno con forma de corazón enlazado con raíces, nervaduras y membranas negras. Todavía palpitante y sangrando.

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