Tuve un novio con trastorno bipolar y esta es nuestra historia

Por Manuela de Vicente

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Chico. Todas las fotografías por la autora
Chico. Todas las fotografías por la autora

Tras una intoxicación con LSD nunca volvió a ser el mismo.

Conocí a Chico* recién llegada a la universidad. Lo veía siempre despistado por los pasillos, con su skate y sus sudaderas de capucha, y pensaba que era el chico más guapo del mundo. Pensaba, también, que con su altura, que superaba por muy poco a mi metro cincuenta, sería descartado por muchas de sus potenciales pretendientas a pesar de tener los ojos muy verdes, cierto parecido a James Franco en la época de Freaks and Geeks y el encanto de no haberse dado cuenta de lo atractivo que era.

Envalentonada por esta reflexión y quizá también un poco por la posadolescencia, le escribí por Tuenti este mensaje: "Sé que voy a casarme contigo. Hasta entonces, ¿quieres ser mi amigo en Tuenti?". Me respondió "Encantado de ser tu amigo en Tuenti… hasta entonces". Una semana después quedamos en el centro de Madrid. Nos reflejamos en un escaparate y me dijo: "Parecemos la misma persona" (los dos teníamos el pelo rizado, los dos éramos más bajitos que la media y a los dos nos pedían el DNI para comprar tabaco). Muchas veces, durante los dos años que estuvimos juntos, nos preguntaron si éramos hermanos. Respondimos siempre que sí.

Era 2010 y Chico y yo faltábamos a clase, de media, tres veces por semana. Íbamos a Zombie —uno de los clubs más conocidos de la ciudad— los miércoles y nos creíamos los protagonistas de la nueva movida madrileña por llevar media cabeza rapada y sudaderas de tactel. Me enseñó a hacer skate y yo le enseñé lo que eran los porros. Pillábamos una vez al mes y fumábamos de vez en cuando. Un año después, nos fumábamos unos seis porros al día. Chico vivía con su mejor amigo en un piso que acordaron llamar 'La Favela'. La Favela tenía pocas reglas pero estrictas: sólo se comía pasta, arroz, kebabs y hamburguesas precocinadas del Dia, se lavaban los platos cuando había que usarlos y, si no había tabaco, se rescataban las chustas del cenicero para mezclarlas con hierba. Era un piso oscuro, húmedo y poco más grande que una cabina de recepcionista. Recuerdo aquellos días con el grano de las fotografías analógicas.

Para la Nochevieja de 2010 decidí darle a Chico una sorpresa. Una semana antes del día 31 de diciembre me fui al pueblo de mis abuelos a pasar la Nochebuena y pillé setas y tripis, las dos drogas más escurridizas en Madrid. Es fácil conseguir droga en La Mancha.

El día de Nochevieja quedamos por la mañana, fumamos y dormimos hasta que llegó la noche y rompimos una de las reglas fundacionales de La Favela, la que ordenaba que solo se podía comer arroz, kebabs y hamburguesas. Esa noche preparamos burritos y fruta con chocolate. Cuando estuvo todo preparado, le enseñé el souvenir que había traído de la llanura. Creo que se asustó un poco porque, aunque llevara un septum y pillara 30 de hierba cada cuatro días, un año antes ni siquiera sabía lo que era el hachís. Le dije que si no quería no lo haríamos, pero que no pasaría por probarlo. Le hablé de Albert Hoffman, de Timothy Leary y de la generación beat, por la que, como cualquier veinteañera, sentía esa nostalgia de las cosas que no has vivido pero te gustaría mucho haber vivido. Nos vestimos de gala (él americana y gorra, yo vestido negro y Vans) para recibir el nuevo año, nos tomamos el burrito y la fruta. Eligió los tripis.

Aspecto de ‘La Favela’
Aspecto de ‘La Favela’

Diez días más tarde estábamos con mis amigos y unos litros en un parque y Chico quiso tirar su móvil. Decía que le espiaban y que sabían dónde estaba

No hubo campanadas ni uvas. Estuvimos hablando de que el ácido no nos subía hasta que nos subió. Entonces yo me creí Yves Klein y usé el cuerpo de Chico como lienzo con unas pinturas de dedos, La Favela parecía expandirse, estuvimos a punto de provocar un incendio con una vela y una manta porque la regla de no recoger ni limpiar no nos la saltamos. Chico habló mucho para lo que acostumbraba, construimos una casa doblando papel y cartón que a él le parecía una piscina municipal y a mí una fortificación china y vimos vídeos de Youtube. Cuando ya había amanecido, nos fuimos a la cama y follamos. Cuando nos despertamos eran las nueve de la noche y La Favela hacía más honor que nunca a su nombre.

Diez días más tarde estábamos con mis amigos y unos litros en un parque y Chico quiso tirar su móvil. Decía que le espiaban y que sabían dónde estaba. Se lo impedimos. Mi amigo Fran nos llevó a pillar y, cuando subí a casa del camello, me llamó. Era Chico el que estaba al teléfono y me preguntó si me habían secuestrado. Sólo hacía cinco minutos que me había bajado del coche. Pagué al camello, salí y nos fuimos a su casa a dormir. Había escondido el ordenador en el armario porque andaban detrás de él, según decía, y podían escuchar nuestras conversaciones. Yo trataba de explicarle que nadie nos espiaba y le abrazaba muy fuerte todo el rato.

Chico apenas dormía, no comía, hablaba de conjuras contra él y tenía el móvil siempre apagado, pero su compañero de piso y yo no hablamos de ello hasta que, un día en el sofá, Chico me preguntó si éramos la misma persona. Le dije que no, pero no supe explicarle por qué. Fui al baño y lloré al recordar aquella primera cita, nuestro reflejo en el cristal. Tampoco podía explicarme a mí misma qué estaba pasando, cómo habíamos llegado hasta ahí. Cuando salí del baño, Chico seguía en el sofá, pero había llegado su compañero. Nos miró a los dos y preguntó "¿Qué me pasa?". Los tres teníamos 20 años y mucho miedo.

Al día siguiente Chico no quería levantarse de la cama. Hablé con su compañero de piso por primera vez sobre lo raro que estaba siendo todo y buscamos en Google cuáles eran los hospitales que recibían urgencias psiquiátricas. Juntos vestimos a Chico, fui a comprar piña y nos la comimos. Le contamos que aquella tarde íbamos a llevarle al hospital y no dijo nada, pero tampoco dijo nada cuando otro de nuestros amigos nos vino a recoger, nos montamos en el coche y llegamos a La Paz.

Chico apenas dormía, no comía, hablaba de conjuras contra él y tenía el móvil siempre apagado

Le ingresaron y nos pidieron el teléfono de sus padres, que vivían en un pueblo de la Costa Brava, en Cataluña, desde que Chico había venido a estudiar a Madrid. Tres horas más tarde, nos dejaron pasar a la sala de Urgencias donde estaba. Había muchas camas y mucha gente, a un lado un anciano entubado, enfrente una señora gorda con la piel de color amarillo e hinchada y a su otro lado una chica muy guapa que se revolvía en la cama y hablaba sola todo el rato. Chico estaba sentado en una butaca gris y llevaba un camisón azul. Lo primero que nos dijo al entrar era que le habían quitado los cordones a sus zapatillas. Sonreía. Creo que por primera vez en semanas se sentía seguro. Yo sólo podía pensar en que pasaría la noche enfrente de una mujer amarilla. Al volver a casa en tren, me pasé llorando los 50 minutos de trayecto. A mi lado, un señor mayor me cogió la mano y dijo: "sea lo que sea lo que te pasa, se solucionará".

Chico, a la derecha, y yo
Chico, a la derecha, y yo

A la mañana siguiente le dieron el alta. Le diagnosticaron intoxicación por LSD y se fue con su padre a su pueblo de la Costa Brava. Una semana después, volvió a Madrid y todo siguió igual.

Seguimos yendo poco a clase, saliendo a Zombie con las mismas sudaderas de tactel y fumando los mismos porros. Hasta que, un año después, Chico creyó estar en un videojuego y encontró el sentido del mundo en un videoclip de The Flaming Lips. Me llamó de madrugada y me preguntó que dónde estaba. Le respondí que en casa y me dijo, "¿en qué casa, en la Casa Blanca?" Se coló en un portal porque la última pantalla de su juego era subir hasta el ático, donde una chimenea echaba humo. Allí estaríamos sus amigos y yo, fumando, y tenía que llegar hasta nosotros. Alguien llamó a la ambulancia y cuando llegó, Chico les dijo a los enfermeros "Game Over". Volvieron a ingresarlo, a quitarle los cordones a sus zapatillas, pero esta vez le diagnosticaron trastorno bipolar. Y, en lugar de volver a Madrid tras el ingreso, se quedó en la Costa Brava y se encerró en su habitación durante meses. En una de mis visitas me dio la definición clínica perfecta de la depresión, la que no sale en los manuales: "sé que me pasa algo porque ni escucho música ni me hago pajas".

Sus padres no se lo contaron a la familia y pensaron que se curaría con gotas de flor de Bach y acupuntura. En Madrid yo pensaba todos los días en ese tripi, en los ojos de miedo que puso cuando se lo enseñé y en la primera vez que me eché un porro con él. Pero, sobre todo, pensaba en que su vida habría sido mucho mejor si no le hubiera mandado aquel mensaje por Tuenti. Dejé de comer y hacía mucho deporte. Creía que si me sentía bien por fuera conseguiría no sentirme podrida por dentro. Pesaba 38 kilos y cada vez que visitaba a Chico perdía unos gramos más. No estaba en mí, era un cuerpo muy flaco y vacío. Cuando miro las pocas fotos que conservo de esos años no reconozco mi mirada. Quizá se me había escapado y estaba con Chico en su casa costera, vigilando si ese día salía de la cama o no.

En una de mis visitas me dio la definición clínica perfecta de la depresión, la que no sale en los manuales: "sé que me pasa algo porque ni escucho música ni me hago pajas"

El psiquiatra acabó convenciendo a sus padres para medicarlo. Se le hinchó la cara al principio, bromeaba diciendo que ahora podía ser él mi camello y pasarme muchas pastillas y poco a poco todo volvió a la calma. Yo volví a comer, él a ser ese chaval distraído de ojos muy verdes y cierto parecido a James Franco en Freaks and Geeks y ambos aprendimos que teníamos que cuidarnos el uno al otro, pero también a nosotros mismos. Lo dejamos, pero siempre seremos, en cierto modo, la misma persona. Quizá por eso no le supe explicar por qué no lo éramos aquel día en el sofá, justo antes de ir al hospital por primera vez. Cuando le pregunté si podía contar su historia me respondió "claro, también es la tuya". Le dije que cerraría el texto con una frase de Arthur Carvan. "Me he dado un golpe tan grande que no sé si me he caído de un árbol o de una estrella".

*Se ha cambiado el nombre del protagonista para mantener su anonimato.

Publicado originalmente en VICE.com