Adiós al brutal Big Brother de Cuba

Carlos Eire

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Uno de los dictadores más brutales de la historia moderna acaba de fallecer. Por extraño que parezca, algunos lamentarán su muerte y muchas notas necrológicas lo elogiarán. Millones de cubanos que aguardaron con impaciencia este momento durante más de medio siglo reflexionarán simplemente sobre sus crímenes, y recordarán el dolor y el sufrimiento que causó.

¿Por qué esa discrepancia? Porque el engaño fue uno de los mayores talentos de Fidel Castro y la credulidad es una de las mayores debilidades del mundo. Genio en la creación de mitos, Castro se valió de la sed humana de mitos y héroes. Sus mentiras eran bellas, y muy seductoras. Según Castro y sus propagandistas, el objetivo de la así llamada revolución no fue crear un estado totalitario represivo y asegurar que él lo gobernara como monarca absoluto, sino eliminar el analfabetismo, la pobreza, el racismo, las diferencias de clase y todos los demás males conocidos por la humanidad. Esta audaz mentira se volvió creíble, gracias, en gran medida, a los incesantes alardes de Castro sobre la escolaridad y la asistencia médica gratuitas, que hicieron que su mito de la benevolente revolución utópica fuera irresistible para muchos desfavorecidos del mundo.

Muchos intelectuales, periodistas y gente cultivada del Primer Mundo también creyeron el mito —aunque habrían sido los primeros en ir a la cárcel o ser asesinados por Castro en su propio reino— y sus suposiciones adquirieron una intensidad similar a la de las convicciones religiosas. Señalar a estos creyentes que Castro encarceló, torturó y asesinó a muchas más personas, miles más que cualquier otro dictador latinoamericano fue, generalmente, en vano. Su crueldad bien documentada, aunque se la reconociera, no cambiaba las cosas, porque se lo juzgaba de acuerdo con un aberrante código ético que escapaba a la lógica.

Ese desequilibrio moral kafkiano tenía, sin duda, un toque de realismo mágico tan escandalosamente inverosímil como cualquier cosa que Gabriel García Márquez, estrecho amigo de Castro, pudiera soñar. Por ejemplo, en 1998, alrededor del momento en que el gobernante de Chile, Augusto Pinochet, fuera arrestado en Londres por crímenes de lesa humanidad, el autoungido líder máximo visitó España con bombos y platillos, sin que le causaran problemas, aunque sus abusos de los derechos humanos empequeñecían los de Pinochet.
Y lo que es peor, cada vez que Castro viajaba al exterior, muchos se derretían ante su presencia. En 1995, cuando fue a Nueva York a dirigir la palabra ante las Naciones Unidas, muchos de los personajes ilustres de esa ciudad maniobraron tan intensamente por tener la oportunidad de conocerlo en el penthouse de tres pisos del magnate mediático Mort Zuckerman, en la Quinta Avenida, que la revista Time declaró: “¡Fidel Toma Manhattan!”. Para no ser menos, Newsweek tildó a Castro de “La mayor atracción de Manhattan”. A ningún miembro de la elite que se codeó con Castro ese día pareció importarle que en 1962 apuntara armas nucleares contra sus cabezas.

Si este fuera un mundo justo, se tallarían 13 hechos en la lápida de Castro y se los destacaría en todas las necrológicas, punto por punto.

-Convirtió a Cuba en una colonia de la Unión Soviética y casi causó un holocausto nuclear.

-Patrocinó el terrorismo donde pudo y se alió con muchos de los peores dictadores de la Tierra.

-Fue responsable de tantas ejecuciones y desapariciones en Cuba que es difícil calcular un número preciso.

-No toleró discrepancia alguna y construyó campos de concentración, que llenó al máximo, a un ritmo sin precedentes. Encarceló un porcentaje mayor de su propio pueblo que la mayoría de los demás dictadores modernos, entre ellos, Stalin.

-Aprobó y promovió la práctica de la tortura y de los asesinatos extrajudiciales.

-Obligó al exilio a casi un veinte por ciento de sus compatriotas, muchos de los cuales hallaron la muerte en el mar, sin ser vistos ni contados, mientras se escapaban de él en burdas naves.

-Reclamó toda propiedad para sí mismo y para sus secuaces, cortó la producción de alimentos y empobreció a la vasta mayoría de su pueblo.

-Prohibió la empresa privada y los sindicatos, eliminó la amplia clase media cubana y convirtió a los cubanos en esclavos del Estado.

-Persiguió a los homosexuales e intentó erradicar la religión.

-Censuró todos los medios de expresión y comunicación.

-Estableció un sistema escolar fraudulento que proporcionó adoctrinamiento en lugar de educación y creó un sistema sanitario de dos niveles, con asistencia médica inferior para la mayoría de los cubanos, y superior para sí mismo y su oligarquía. Después, sostuvo que todas sus medidas represivas eran absolutamente necesarias para asegurar la supervivencia de esos proyectos de bienestar social ostensiblemente "gratuitos".

-Convirtió a Cuba en un laberinto de ruinas y estableció una sociedad de apartheid, en que millones de visitantes extranjeros gozaron de derechos y privilegios vedados a su pueblo.

-Nunca se disculpó por sus crímenes ni fue procesado por ellos.

En suma, Fidel Castro fue el vivo retrato de Big Brother, personaje de la novela de George Orwell 1984. Así es que, adiós, Big Brother, rey de todas las pesadillas cubanas. Y que tu sucesor, Little Brother, pronto abandone el sangriento trono que le legaron.

 

El autor es escritor y profesor T. L. Riggs de Historia y Estudios Religiosos en la Universidad de Yale.