El hombre que jugaba al Tetris con muebles ajenos

Germán Beder es un periodista y escritor bahiense cuyos cuentos han sido elogiados por Manu Ginóbili y Adrián Paenza. Aquí, una muestra de su capacidad para convertir en historias divertidas las circunstancias de la vida cotidiana. Extracto

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El departamento que Andrés abandonaba, en realidad, ya había sido parcialmente abandonado semanas antes, cuando Luciana, su ex esposa, le había pedido la separación sin argumentos demasiado válidos. Desde entonces Andrés se dejó la barba, la panza, no lavó nunca más un plato, no juntó nunca más la mesa, ni se tomó el trabajo de armar las valijas. Simplemente dejó pasar los días hasta que Luciana le exigió que desertara de la vivienda, tal como habían acordado tras la ruptura. Pero en ese momento, lejos de tener el traslado encaminado, Andrés se encontraba en el peor momento de su trance hacia la ruina moral.

El comedor, por citar un ejemplo, era Bagdad: ropa tirada, bandejas con sobras de comida, ceniceros tapados de cigarrillos, envases de botellas vacías, moscas y unos cuadernos con poemas de una previsibilidad infantil.

—Estás escribiendo cada vez mejor, boludo —le dije a Andrés apenas entré al hogar.

—Mirá, si viniste acá a tomarme el pelo te podés ir yendo —respondió, seco, desde un sillón abarrotado de pelotudeces, con el control remoto en la mano y sin correr la vista del televisor donde estaban pasando los goles de la fecha del fútbol chileno.

—¿Querés ir a dar una vuelta por la plaza? Capaz te viene bien despejarte un poco —acoté.

Fue al pedo: —Mirá, si viniste acá a decirme lo que tengo que hacer o dejar de hacer te podés ir yendo.

Al percibir la hostilidad del ambiente (y también una concreta monotonía en las respuestas), tomé mi campera y emprendí la retirada. Hasta que cuando agarré el picaporte llegó el puntazo en la espalda.

—Mañana me tengo que mudar sí o sí de acá. Es lo que habíamos acordado con Luciana. Pero no me puedo mover del sillón. Estoy devastado. Te pido por favor que me ayudes. Para algo somos amigos. No puedo afrontar la situación —dijo antes de lanzar un llanto ridículamente agudo.

Acorralado, dejé nuevamente mi abrigo y tomé el protagonismo.

—Tenemos que encontrar un flete ya mismo, pero mañana es feriado —dije extendiéndole un pañuelo de papel.

—Acá Luciana me mandó el número de uno al mail, me está apurando para que me las tome la hija de mil putas (puchero). Nadie nos va a querer laburar un feriado (lágrimas). Y yo no me puedo mover del sillón (llanto). Hay que hacer algo (gritos).

Pero él no hacía nada. Resignado, llamé yo. Del otro lado me atendió una voz ronca. Una voz que no dijo "Hola", ni "Diga". Dijo:

—Fletería Ponce, buenas tardes, mi nombre es Horacio y soy el dueño de este imperio. ¿En qué puedo ayudarlo?

Me reí. Luego le ofrecí paga doble por el feriado y aceptó.

Más tarde le ofrecí otro adicional para que la "empresa" aportara un asistente y también aceptó. Y finalmente le peleé el precio y reconoció que el acuerdo inicial había sido exagerado. Parecía piola. Hasta sumiso. O bien estábamos frente a un atorrante.

Antes del anochecer, Andrés dejó de ver goles del fútbol árabe, se levantó por primera vez del sillón y empezó a guardar ropa en una valija. Fue todo su aporte en la jornada. En un momento me criticó porque embalaba con desprolijidad una caja. Ahí enfurecí. Y se lo hice notar con mala cara.

—Mirá, si viniste acá a quejarte o a andar bufando podés ir yéndote a tu casa. Caritas de culo no, Germán, eh. El que está mal soy yo —me dijo.

Indignado, me metí en el cuarto de huéspedes y me fui a dormir. Me despertó el timbre a la mañana siguiente.

—Fletería Ponce —dijeron del otro lado del portero.

Era Horacio. El "imperio", por lo que se percibía, era atendido por su propio dueño. Bajé.

Un hombre de ojos verdes, barba larga, roja y espesa, esperaba en la puerta. Alguna vez había sido atractivo, supongo, pero ya no. Tenía puesto un jean y una remera negra de Iron Maiden que por desgracia había mutado a musculosa.

—¿Y tu compañero? —pregunté, sin saludo previo.

—Noooo, olvidate, brother. Estábamos ayer en casa, birra va, birra viene y tipo 3 me dice: 'Mirá que yo no voy ni en pedo, eh'. Qué le iba a decir. La noche es irresistible, guachín... Bancá que apago la ranchera —dijo.

Tenía uno de los alientos más agrios e intensos que recuerde. Cuando se refería a la ranchera, Horacio estaba haciendo mención a una camioneta apenas más grande que una Fiorino, con más de dos décadas de calle.

—¿Y vos creés que podremos meter todo en esa cupulita? —insistí, temeroso ya por la posible alteración del receptor.

—Cupulita, las pelotas. Y si no entra, lo hacemos entrar. Existe la posibilidad de que debamos meter dos o tres viajecitos, eso sí. Esta empresa es a pulmón, bro —concluyó.

En un minuto de charla, el fletero me había bautizado como "brother", "guachín" y "bro". Todo iba de maravillas.

No sé bien en qué momento de la mañana Horacio dio por sentado que el asistente ausente había sido reemplazado por mí y empezó a darme órdenes con un tono confianzudo e imperativo. Por ejemplo, recibí cuestionamientos del tipo:

—¿Pensás quedarte mucho tiempo más mirando cómo me encargo de todo?

O bien:

—Dejame a mí, dejame a mí. Primero vienen los hombres sin fuerza, los niños sin fuerza, los bebes sin fuerza y después estás vos. My God.

Los roles se habían invertido. Y lo curioso es que, en vez de indignarme por el comportamiento despótico y tiránico de Horacio, estaba comprometido con el desafío de ser su peón: lejos de echarlo, descubrí una motivación que me llevó a realizar un esfuerzo corporal conmovedor. Esfuerzo corporal que, por suerte, dio sus frutos: cuando terminamos de bajar todo, Horacio me felicitó. Nunca me sentí tan halagado por un jefe.

Una vez que todo el material fue acomodado sobre un rincón de la planta baja (la cama matrimonial quedaba para la dama), se presentó el siguiente dilema: cómo meter todo en la ranchera. Andrés, quien había sido obligado por la circunstancia a abandonar el sillón dos cuerpos, miraba todo el escenario desde un autismo para mi gusto estratégico.

—¿Este pibe es pelotudo o qué le pasa? —consultó Horacito, por lo bajo.

—Está mal, hay que entenderlo. ¿Se te ocurre algo para cargar las cosas? —consulté con respeto.

—Dejame pensar —respondió con la mano en el mentón—. Esto es como un Tetris, amigo. Hay que acomodar las piezas. Nothing else. Es como la vida.

No pude contener la risa, la mezcla de idiomas me resultaba vanguardista para un hombre con ese aspecto rústico.

Lo concreto es que, finalmente, Horacito realizó dos viajes y trasladó todas las pertenencias a la casa del hermano de Andrés. Rayó absolutamente todos los muebles y rompió la pata de una silla, pero eso al autista tampoco le cambiaba mucho la ecuación.

Cuando nos despedimos, luego de recibir la paga, Horacio Ponce, dueño del imperio Ponce, me dijo sentado en el cordón de la vereda que nunca se había sentido tan cómodo con un colaborador como conmigo. Y yo, para no ser menos demagógico y elocuente, me acomodé al lado y le respondí que era la primera vez en mi vida que me comprometía con una mudanza y que eso se lo debíamos a su sensitivo liderazgo. Habremos estado tirándonos flores alrededor de quince minutos. Es más, en un momento, una botella de Heineken comenzó a correr, imperceptible, de mano en mano como agregado casual de la despedida. Y quien dice una, dice dos. Hablamos de la decadencia de los músicos icónicos del rock nacional, del drama de la inseguridad y de la influencia de Messi para poner a sus amigos en la Selección, en un abanico de tópicos abarcador y ambicioso.

Tal vez se haya hecho absurdamente de noche.

Ya en modo confidencial, Horacio me contó que se había empezado a ver con una mina casada que se estaba separando. Que la piba estaba podrida de que el chabón se la pasara viendo tele sin hacer nada y que había decidido echarlo. Que la piba le parecía medio rara, pero que le gustaba y le valoraba que en la última semana ella le había conseguido dos changas. Estaba encendiendo mi último tabaco cuando le pregunté, por preguntar, el nombre de la dama.

No me lo olvido más. Me quemé todos los dedos.


[Este relato fue extactado de La vez que casi me muero, de Germàn Beder, Sudamericana, 2016]